Esta es una de las características centrales de este cambio de era que vivimos. Los gobiernos y sus funcionarios deben acostumbrarse a vivir tras unos cristales traslúcidos que los expongan al control y escrutinio permanentes y para eso han pasado algunos países normas que los regulan. Como del dicho al hecho hay un largo trecho como dice el refrán popular, muchos países con estas reglamentaciones se han quedado solo en la declamación del principio o en la consagración de las normas, pero han hecho poco para vivir transparentemente y darle un valor cultural muy superior a la mera enunciación legal. El hecho que deseemos que los gobiernos sean transparentes no los vuelven tales sin una decidida participación ciudadana y unas instituciones que vuelvan realidad el enunciado legal.
Varios son los argumentos que se esgrimen en algunos países para rechazar el acceso del ciudadano a la información pública que es parte de su patrimonio, pero de las cosas que menos se argumenta es el desorden con que los papeles y documentos o la memoria pública en particular, está estructurada. A veces ex profeso para evitar responder a requisitorias privadas o judiciales y en otras sencillamente porque la construcción del estado latinoamericano sigue siendo una materia pendiente por falta de cualificación profesional por un lado y ausencia de voluntad política por la otra.
Haber concebido “Contrapoder” desde el inicio de Radio Libre en Paraguay hace 15 años era abiertamente una provocación al lenguaje, la participación y el debate, pero, por sobre todo, a los valores que sugieren estas formas de interacción humana: respeto, tolerancia, responsabilidad y compromiso. Pudiera parecer una pretensión muy amplia y, por ello mismo, restringida en su concreción, pero, sin embargo, el programa de debate radial paraguayo de tres horas diarias ha sobrevivido en el tiempo y ha servido no solo para construir una opinión pública más robusta, sino a comprender en democracia la trascendencia de la diversidad de voces en la construcción de una libertad de expresión amplia y tolerante.
Abraham Lincoln, el leñador de Illinois, se lamentaría toda su vida haber sido el presidente de los Estados Unidos durante la Guerra de Secesión (1876), afirmando con claridad que “los efectos de esa lucha fratricida tardarían años o generaciones en disiparse, restañarse, olvidarse o aclararse”. Una lucha entre hermanos separados por visiones políticas diferentes agrietó al Paraguay en el aciago 1947, de una manera profunda que hasta hoy la división cromática no es más que un pretexto para rememorar los más obscuros pasajes de la historia reciente del país.
La mirada de la política en ese sentido sintetiza valores económicos, sociales y, por sobre todo, culturales que viven dentro de ambas sociedades y que, en el caso que nos permite entender, en el Paraguay parece no haber traspasado el umbral de los mitos y de una guerra que concluyó hace más de 130 años. El Brasil, a través de algunos de sus voceros gubernamentales y no gubernamentales, ha subrayado la persistencia de este tipo de pensamientos no haciendo mucho para construir miradas más amplias, respetuosas y racionales posibles.
La relación con el Brasil desde la perspectiva paraguaya ha sido siempre desconfiada y distante. La vieja relación colonial hispano-portuguesa siempre ríspida y conflictiva no logró zanjarse con el inicial Tratado de Tordesillas (1494) sino que se extendió a lo largo de los años hasta la independencia con su carga de tribulaciones y dudas. El tamaño geográfico de Brasil y su independencia tardía del reino de Portugal le dieron una perspectiva histórica-cultural diferente al resto de los países de la región.
En la redacción de la nueva Carta Magna del país, en 1992, pocos capítulos han tenido tantas interpretaciones y han supuesto similares temores y dudas como los referidos a la información. Y no es casualidad. El Paraguay, desdichadamente, no ha tenido un tiempo prolongado de disfrute de libertades básicas fundamentales y, en especial, ante la difusión del pensamiento ha obrado siempre una actitud refractaria de parte del poder político. Este, en largos periodos de nuestra historia republicana, restringió su debate y conculcó toda forma de difusión, como en los tiempos del Supremo Dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, y posteriormente, incluso el primer presidente constitucional del Paraguay, Carlos Antonio López, en lo que se considera la primera forma de regulación constitucional, habla de la necesidad de pedir permiso al supremo gobierno para ser propietario de una imprenta. Esta primera Carta Política, definida por algunos como Constitución, redactada el 16 de marzo de 1844, dice en su artículo 18: “Para abrir una imprenta privada en la República será obligatorio tener el permiso del Gobierno Supremo. Además el dueño deberá depositar 2.000 pesos como garantía de cumplimiento de todas las leyes establecidas por el gobierno”.