Cargando...
Sí, porque finalmente más de 60 años es nada si de por medio está el dolor, el silencio y el temor. Villarrica, por su condición geográfica y por la distancia del escenario del conflicto, vivió los ramalazos de una revolución librada en nombre del nacionalismo más cerril y las posiciones más extremas. La distancia de la capital era acortada por señales chirriantes de arengas políticas propaladas por emisoras asuncenas que eran difícilmente captadas por vetustas radios, alimentadas por baterías que requerían carga especializada y cuyo transporte ponía en riesgo al montado y al jinete.
No había luz y las lámparas Petromax sustituían con las velas la obscuridad de noches largas cargadas de temor.
Varias familias, aunque fuesen coloradas o liberales, tenían que trasladar a sus hijas a la tarde para evitar las montoneras envalentonadas en alaridos políticos pero, en realidad ladrones de ocasión, no solo se alzaran con las cosas materiales, sino que llevaran consigo la honra de las mujeres. Eran tiempos cortos de claridad y de obscuridades largas. De desconfianzas profundas, de rencores y odios soterrados. De creaciones febriles en tono fabulesco, de historias de miedos que vivían en la noche y se nutrían de ella. ¿Cuántos mitos se construyeron en la imaginación de quienes viviendo en el “innerland” (la tierra dentro de la tierra) podían reproducirse en generaciones completas? Largos años después me reencontré con un activo predicador de miedos en mi infancia, a quien pregunté cómo seguían los póras, pomberos y otros mitos en la zona. El hombre, ya entrado en años, me contestó con una metáfora iluminadora: “Desde que llegó la luz, se fueron todos”. El alumbrado público reflejaba en esa compañía cercana a Villarrica la síntesis de la obscuridad y lo que ella trae consigo: miedo, angustia y tribulación.
El procedimiento repetido de alumbrar con la lámpara de origen alemán se repetía una y otra vez con un ritual singular y único. Cada noche, el mismo ritmo, el mismo olor y la misma admiración de derrotar aunque, en un espacio, cortó la obscuridad y los miedos.
La revolución, que se inició en enero de 1947 y concluyó a finales de agosto del mismo año, ha tenido a lo largo de los años distintas interpretaciones, pero indudablemente sus peores herencias fueron el miedo y la desconfianza entre los paraguayos. El temor a expresar la disidencia, a compartir ideas o a través de criticas, sin que ello suponga la antesala de ninguna golpiza, el exilio o la muerte. El no poder entendernos ni definirnos en el otro. El sentirnos seguros solo en el partido que nos cobija o en la compañía de nuestros peores miedos, odios o algo peor: resentimientos.
El Paraguay que saludaba las diferencias o los tomaba como pretexto para un golpe de humor ocasional frunció en esa guerra civil para siempre el ceño de una patria dividida, fragmentada y sospechosa.
La lámpara atrae a los bichos de la luz que golpean una y otra vez su inocencia incandescente contra el único elemento que nos cobija bajo el techo de paja con puñales envainados en él. Porque la revolución nos hizo a los paraguayos a imagen y semejanza de dudar, incluso, de nuestros propios familiares. Nos dividió, nos fragmentó; totalmente contrario a la luz convocante de esas largas noches de enero.
Villarrica vivió como todas las ciudades paraguayas los ramalazos del conflicto. No fue escenario de luchas armadas, pero se libró la peor de ellas, la que se incuba en el corazón de las personas sin dejarlas salir, a veces, más que con alcohol de por medio.
¿Cuántos odios o resentimientos se abrigaron en esta guerra fratricida? Los griegos temían más al resentido que al que odiaba. Este finalmente expresaba exteriormente su sentimiento, aquel vivía con el dolor larval por dentro y siempre buscaría el momento para cobrarle al otro el impuesto de la envidia o el rencor. La revolución fue una derrota del país en su conjunto. Ni la triple entente “libero-franco-comunista” ni el nacionalismo colorado pudieron evitar sus consecuencias funestas. Fracasamos como nación, como proyecto colectivo y el país se entregó a una dictadura larga que usó los miedos, los odios y los resentimientos para someternos por más de tres décadas. Cuantos insultos en nombre de un partido sin razón se esgrimieron para agrietarnos y separarnos. Nunca sabremos la dimensión y el costo final de esa tragedia que siempre debió ser evitada. Cuanto de ingenuidad de una población como la de Villarrica que no podía entender por qué las noches se hicieron largas y las claridades tan cortas. Las calles de arena colorada levantaban el polvo que impedían ver con claridad el camino que cuando más restregábamos los ojos más molestaba… otra metáfora de esa década aciaga.
El tiempo se acortó. El combustible se acabó. La lámpara se apagó pero el recuerdo sigue intacto como si el temor pasara a convertirse en una segunda piel de los paraguayos.
Cuantos mitos, angustia y temores todavía llevamos dentro como herencia nefasta de aquella revolución que nos reencontró con las peores formas de degradación humanas. A la distancia, solo el volver a encontrarse con la luz, con la claridad, con el alumbrado interior puede hacernos sepultar todo lo que una guerra civil trajo consigo. Todo sirvió para pavimentar una dictadura que canjeó la libertad de muchos por “paz y progreso”.
Solo nos resta prender y aprender la importancia de la claridad que disipa el miedo, la diferencia, la confrontación y el dolor. A más de sesenta años, el compromiso con la luz marca la diferencia entre el temor y la obscuridad.