El valor de la información en democracia

En la redacción de la nueva Carta Magna del país, en 1992, pocos capítulos han tenido tantas interpretaciones y han supuesto similares temores y dudas como los referidos a la información. Y no es casualidad. El Paraguay, desdichadamente, no ha tenido un tiempo prolongado de disfrute de libertades básicas fundamentales y, en especial, ante la difusión del pensamiento ha obrado siempre una actitud refractaria de parte del poder político. Este, en largos periodos de nuestra historia republicana, restringió su debate y conculcó toda forma de difusión, como en los tiempos del Supremo Dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, y posteriormente, incluso el primer presidente constitucional del Paraguay, Carlos Antonio López, en lo que se considera la primera forma de regulación constitucional, habla de la necesidad de pedir permiso al supremo gobierno para ser propietario de una imprenta. Esta primera Carta Política, definida por algunos como Constitución, redactada el 16 de marzo de 1844, dice en su artículo 18: “Para abrir una imprenta privada en la República será obligatorio tener el permiso del Gobierno Supremo. Además el dueño deberá depositar 2.000 pesos como garantía de cumplimiento de todas las leyes establecidas por el gobierno”.

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Es recién la Constitución de 1870, concebida y escrita sobre los restos de una nación arrasada, la que, por imperio de ideas venidas del exterior, establece de una manera hasta si se quiere irónica el mayor espacio de crecimiento y desarrollo de la prensa a nivel teórico. Es la que reconoce el derecho a informarse como ámbito del desarrollo del ciudadano en un país devastado por una cruenta guerra de cinco años. En sus artículos 18 y 24 dice que todos los ciudadanos tienen el derecho de publicar sus ideas sin previa censura, reunirse, enseñar y leer libremente. La libertad de prensa fue declarada inviolable y ninguna ley que la restringiera podía ser promulgada. Curiosa copia de la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Irónicamente, las mayores libertades conocidas por el país en el siglo XIX se dieron cuando menos habitantes vivos existían.

El 10 de junio de 1940, una nueva Carta Política empezaba de forma clara e inequívoca diciendo: “Yo, general José Félix Estigarribia, presidente del Paraguay, decreto...” y en dos artículos se refería a la libertad de expresión y a la de prensa. El artículo 19 decía que todos los habitantes tienen el derecho de peticionar a las autoridades y de publicar sus ideas en la prensa sin ningún tipo de censura previa en los casos que no afecten el interés general. Esta última frase electiva y vaga era establecida por el presidente. En otro artículo, el 31, dice: “La publicación de libros, panfletos y periódicos deberían ser regulados por tal ley. La prensa anónima no será permitida”. Estigarribia falleció poco tiempo después de la promulgación de esta Carta Política con nombre de Constitución, pero la misma sobrevivió veintisiete años.

La Constitución del 67, escrita durante la dictadura de Alfredo Stroessner, no mejoró en mucho la negra tradición de desarrollo de las libertades de expresión y de prensa en el país. Los artículos que fueron consagrados durante este periodo autoritario referían, por ejemplo, no predicar el odio entre los paraguayos, como el artículo 71. El siguiente hablaba en términos generales sobre la libertad de expresión y de prensa, aunque ponía a resalvo que las prohibiciones en torno a la prédica del odio, la lucha de clases, la apología del crimen y la violencia estaban vigentes en su amplitud de comprensión. La experiencia demostró durante todos esos años que la enunciación de esos derechos no era más que un ejercicio literario y que no había —¿acaso habría que esperarlo?— un deseo de convertirlos en herramientas para el desarrollo social. La dictadura de Stroessner solo usaba la ley como herramienta de persecución y sometimiento, como está claramente documentado en textos y vivencias de quienes padecieron su régimen.

En todos los años previos a la Constitución del 92, ya era posible observar algo que fue la constante del país a lo largo de su historia constitucional y, en especial, al desarrollo de la prensa y la ciudadanía en general, porque no se conciben ambas cosas separadas: el temor a la libertad y a la participación ciudadana.

No existe la posibilidad de creer que es posible desarrollar una prensa robusta, seria y responsable sin la participación activa del ciudadano en moldearla y en participar del proceso democrático que lo hace vivo y cierto. No se acaban las libertades con su simple declamación y tampoco se espantan todos los fantasmas de nuestra larga historia de oscuridad con repetir de forma machacona, como lo hace la Constitución del 92, el concepto de la libertad. Ella solo tiene sentido en la vivencia permanente y amplia y, por sobre todo, en la comprensión del alcance de los artículos legales que norman y establecen el acceso a la información y la capacidad del individuo de disponer de ella y actuar en consecuencia de mejor manera. No hay nada que frustre tanto en democracia como el hecho de percibir que demasiada información no sirve para actuar mejor o, diciéndolo de manera más clara: cómo la confusión generada a través de la prensa con informaciones distorsionadas y en un clima de crispación permanente lleva, como consecuencia, a una ciudadanía incapaz de tomar decisiones y de comprender en mejor forma sus instituciones, los que las gerencian y, algo aún más grave, su rol dentro de la sociedad.

EL ACTIVO SOCIAL DE LA INFORMACIÓN

La información en democracia es un patrimonio personal y colectivo. Lo es de carácter individual cuando se lo reclama y se convierte en un hecho social cuando con esa información se actúa para reducir los niveles de violencia en la sociedad o para arribar a fórmulas de consenso que impidan soluciones contrarias al derecho. Una información “veraz, responsable y ecuánime”, como lo dice la Constitución vigente, es, por lo tanto, una garantía que el ciudadano tiene para comprender mejor su rol en democracia, por un lado, y para demandar del Estado o los demás actores de la sociedad un comportamiento ajustado a derecho, por otro. Por mucho tiempo se concibió la idea de la información en democracia como un conflicto constante y permanente con el Estado o la nación jurídicamente organizada. Ahora que los factores económicos impulsan una reducción de su tamaño y una presencia menos evidente en la vida del ciudadano, es preciso entender que el acceso a la información —sea esta pública o privada, pero que afecta a la vida de la colectividad— implicará uno de los nuevos desafíos al naciente y dinámico derecho a la información.

Si miráramos en retrospectiva, sería posible ver cómo, en menos de una década, la discusión sobre este derecho y los casos que envuelve su funcionamiento ha hecho hincapié en los basamentos jurídicos del acceso a la información, la privacidad, el honor de las personas mencionadas, los límites de la acción de informar. Solo por citar algunos de los aspectos de este derecho cuya dinámica y proyección son ciertamente ilimitadas, en un tiempo en que el sujeto de su estudio cambia de forma vertiginosa.

La irrupción de internet en el país desde 1996 supone un nuevo medio de comunicación cuya característica, a los ojos de sus primeros analistas, es que desenvuelve su accionar en un marco de libertad irrestricta. Sin embargo, no solo las operaciones comerciales que se realizan por este medio, sino la cantidad de información que discurre por la autopista llevan a muchos académicos y gobiernos a pensar en fórmulas que permitan su utilización sin que se transgredan normas ni legislaciones locales. Ningún otro medio de comunicación ha tenido el crecimiento que tuvo en tan poco tiempo internet y, como pocos también, su nacimiento ha sido contrario a la norma de los demás medios (prensa escrita, radios o diarios), en los que el temor y las interpretaciones como las de “la seguridad nacional” dominaron su sentido y valoración social por mucho tiempo.

Vemos que la posibilidad de informarse es mayor en sociedades democráticas que en ningún otro tiempo comparable, pero es porque no es la angustia o la ansiedad informativa una de las características que enfrentan por igual tanto juristas como comunicadores. No es suficiente proclamar estas libertades ante el avasallante avance de nuevas fórmulas de comunicación como la que se desplaza por internet, si no la entendemos en función de la democracia que le ha dado nacimiento. Esta versión moderna de la torre de Babel, de tantas lenguas y confusión, no le hace bien a un sistema político muy extraño a la vida y la cultura del Paraguay, como la democracia, ya que no le permite distinguir los hechos como son y tomar resoluciones que sirvan al ciudadano. Se requiere pensar sobre estos antiguos y renovados temas de interés para el lego como para el profano. Necesitamos todos entender al fenómeno de la comunicación como algo inherente al ejercicio de nuestra personalidad. No es suficiente el verlo con relación a la actitud egoísta de alguien afectado por él, sino que es conveniente que el derecho comprenda una visión renovada de su alcance y de su impacto a futuro en un régimen político como la democracia, que, para muchos aún en el país, encuentra su manifestación en espacios donde se sobrevalora o subvalora la importancia de la comunicación.

Queda mucho por desandar entre las afirmaciones jurídicas del derecho ciudadano a la información y la manifestación concreta de este derecho. Simplemente como ejemplo: el artículo 28 de la Constitución lo dice de forma directa y encierra, sin embargo, en su misma redacción los temores de esta garantía cuando dice: “Se reconoce el derecho de las personas a recibir información veraz, responsable y ecuánime. Las fuentes públicas de información son libres para todos. La ley regulará las modalidades, plazos y sanciones correspondientes a las mismas, a fin de que este derecho sea efectivo. Toda persona afectada por la difusión falsa, distorsionada o ambigua tiene derecho a exigir rectificación o su aclaración por el mismo medio y en las mismas condiciones en que haya sido divulgada, sin perjuicio de los demás derechos compensatorios”. Decimos que encierra los temores cuando deja a la ley la posibilidad concreta de que se efectivice este derecho y reduce el ámbito de la información a las llamadas “fuentes públicas”, cuya interpretación jurídica paraguaya se reduce a las denominadas fuentes del gobierno, cualquiera que sea su modo de representación. No tiene en cuenta el detalle de que cada vez existe más información en el sector privado que brinda servicios al público que en manos del Estado, el que solo y en determinadas ocasiones fiscaliza las mismas.

EL RESCATE SOCIAL DE LA INFORMACIÓN

Deberíamos abrir el debate sobre la información no solo a las fuentes públicas sino a las informaciones privadas de empresas o personas que tienen en sus manos decisiones que afecten a la sociedad en general. La gimnasia del derecho a la información se ha dado fundamentalmente en la relación ciudadano-Estado. Ahora deberíamos ampliar ese espectro al ámbito ciudadano-empresas privadas que brindan servicios públicos como el agua, la luz o algo no menos sensible a la vida de muchos: las comunicaciones telefónicas. El derecho a informarse es abarcante de estos nuevos modos de relacionamiento y de propagación, y tanto el periodista como el ciudadano deben entender la complejidad de estas nuevas relaciones y la manera como la necesidad de poner en forma (del latín in formare) plantea renovados desafíos y, por qué no, serios cuestionamientos hacia el futuro de la democracia.

La manera sencilla de entender la información, por mucho tiempo, como aquello que era mantenido en secreto o a hurtadillas por el poder estatal y requerido y fisgoneado por la prensa bajo presión del ciudadano, es casi una caricatura distante ante las nuevas realidades económicas que vienen de la mano de las privatizaciones de empresas del Estado y a nuevos reagrupamientos de la comunidad en torno a emergentes intereses y renovados desafíos a los que el derecho necesita definirlos y comprenderlos. El derecho a informarse no es tan sencillo como lo habíamos aprendido por mucho tiempo; tiene desafíos complejos, pero sigue siendo el verdadero fundamento de cualquier democracia.

Los agudos niveles de descreimiento en el sistema democrático son harto elocuentes a la hora de demostrar que la prensa se encuentra en deuda con la democracia. Por eso es importante retornar el periodismo hacia una forma de realización primigenia. Volver al ciudadano, hacerlo partícipe de la construcción de una sociedad más justa. Juan José García Posada habla de ese compromiso como “...que la información no es un privilegio del cual somos titulares los periodistas ni una concesión graciosa que les brindamos a los ciudadanos, ni mucho menos un instrumento de lucimiento personal ni un objeto destinado al culto del fetiche. Es un derecho originario de la comunidad que asiste a todos sus integrantes, a todos los habitantes de la ciudad de día y de noche, y que debemos ejercer en virtud de la delegación tácita de la cual somos depositarios y en armonía con propósitos y objetivos encauzados al bien común general”. El concepto de la información y del derecho a la información tiene que hacer recobrar el vínculo de responsabilidad, de deber con el ciudadano y la tarea de construir una ciudadanía más informada que participe y enriquezca con su participación la democracia.

EL COMPROMISO DEL PERIODISMO

No habrá mayores niveles de convencimiento en la democracia y en el Estado de derecho si la prensa no se transforma en un servicio al ciudadano y se aleja del mal usado concepto del poder con el que cuestiona, destruye y critica a los demás poderes con los que compite para ganar figuración y fuerza, pero que, en realidad, a su paso lo único que logra es reproducir los mismos vicios que dice aborrecer.

Se puede volver al criterio de la responsabilidad por el mismo camino que se perdió el rumbo: por el derecho. Es una cuestión de entender la idea del deber de informar con veracidad, responsabilidad y ecuanimidad de la que habla nuestra Constitución. Hacer que el ciudadano retorne a una vivencia de esos conceptos y demande con su activismo judicial una respuesta acorde a las demandas de vida en democracia. La información no ha sido dada para que la prensa la manipule, sino para que la haga cognoscible y por sobre todo eficaz para entender primero la realidad, corregirla o ensancharla o para cambiar los rumbos si fuera necesario. Es preciso volver a pensar la información desde un ángulo no solo filosófico, sino también jurídico. No reducido al poder del periodista o informador, sino por sobre todo desde la percepción del ciudadano interesado en la suerte de su democracia, de la que la información es un sustento fundamental y básico. No hay nada nuevo ni original en el planteo que no sea el retornar a las fuentes a partir del derecho. A plantear una visión más amplia de participación, a crear en las conciencias la necesidad de hacer de la información un patrimonio activo que funcione en favor del Estado de derecho.

La crisis del derecho es en cierta medida una crisis de la información. El traslado de los conflictos desde los hechos a las instituciones tiene una velocidad que no se compadece ni con las estructuras vigentes ni con la voluntad de adecuarlas a los nuevos tiempos. La crisis de las instituciones en democracia radica en su incapacidad de adaptarse a la velocidad de esos cambios y a la necesidad de comunicar (crear comunidad) de forma eficaz y directa. Vemos también la necesidad de una participación más amplia del ciudadano en la construcción de un Estado de derecho que corra en paralelo al desarrollo de una comunicación ganada por el desencanto y el oportunismo. La confusión y el descreimiento en el sistema democrático, como lo confirman encuestas anuales publicadas por la empresa chilena latinobarómetro, son una clara muestra de la necesidad de retornar a la democracia por la vía de una ciudadanía activa e informada y en donde las instituciones transparenten su gestión de forma que aquella la haga suya en su representación y en la posibilidad de auditarla de manera permanente. El término inglés “accountability” no solo resalta como necesaria, sino vital para comprender y adaptar la democracia a la fuerza y vigor de los cambios en el mundo.

No será posible comprender la gravedad de las transformaciones y la profundidad de las mismas, si no elevamos los niveles de adhesión popular de los ciudadanos con sus instituciones. Para hacer del sistema algo sólido y con capacidad de adaptaciones a las mutaciones existentes, es clave la posibilidad de ver que la información tiene que ser demandada en su veracidad, responsabilidad y ecuanimidad y que estos atributos repetidos en la Constitución paraguaya no deben ser solo tarea de los periodistas y el Gobierno, sino, por sobre todo, deben ser parte de la tarea cotidiana del individuo-social que refleja sus carencias, necesidades y reclamos a través de su libertad de expresión y de prensa, con lo que enriquece su propia capacidad humana, al tiempo de ahuyentar formas violentas de expresión. Una información oportuna y veraz, al tiempo de clara y responsable, configura el mejor reaseguro para una democracia. La más positiva valla a los desbordes y la garantía de la construcción de un modelo de convivencia sostenido en la razón.

En una clara enunciación del compromiso colectivo que supone la vida en comunidad comunicada, el autor Juan José García Posada insiste: “El ciudadano común y corriente, el hombre de la calle, está aceptando la postura cómoda e irresponsable de la indolencia. Por eso se han dilatado los vínculos de solidaridad. Por eso el valor civil ha pasado a peor vida. El conjunto de los ciudadanos está abrigando el convencimiento equivocado de que solo los periodistas estamos obligados a actuar en forma ética como si no hubiera distribución de funciones en la sociedad y como si no se ejercieran profesiones distintas del periodismo. Los periodistas hemos pasado a ser ‘tal vez con causa de la ya explicada fetichización del oficio a que nosotros mismos hemos contribuido quizás en vista de la prepotencia y la arrogancia en el manejo de la información’ los chivos expiatorios de nuestra sociedad”. Este argumento, que se sostiene en la necesidad de entender la información no solo como argumento y herramienta a ser usada por los periodistas, busca implícitamente la colaboración de la sociedad en la construcción de un edificio social sólido, sostenido por la comprensión del concepto información y, por sobre todo, comprendido en su razón y fundamento democrático.

Se ha visto que, muchas veces, la información es mercancía de uso y abuso o de poder en manos de inescrupulosos y cínicos que lucran con ella y acaso, como resultado final, de mera enunciación de derechos generales sin basamento real.

* Abogado y periodista.
Profesor de Universidades locales e internacionales.

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