El hogar de José Asunción Flores era la Chacarita, barrio pintoresco y humilde, a orillas del manso río Paraguay y a dos pasos del camino al centro. En esta aldea réproba y pretenciosa, para algunos, creció el hombre que cambiaría por completo la música de su tierra. Vino al mundo el 27 de agosto de 1904 en una casa de la calle Coronel Martínez, hoy Eduardo Víctor Haedo, entre Convención, actual O’Leary, y Ayolas. Se llamaba José Agustín, de padre «desconocido», dice la memoria colectiva, aunque, sin embargo, su padre existía y se llamaba Juan Volta, pero desapareció de la vida de su hijo perdiéndose en un tiempo sin memoria. Su apellido, Flores, es de su madre, doña Magdalena.
Las nuevas generaciones, especialmente los jóvenes, tienen derecho a saber quién era Sara Giménez, la actriz de altos quilates interpretativos que fue profeta en su tierra y que además triunfó en Buenos Aires trabajando al lado de las más grandes estrellas del cine, el teatro y la televisión.
Fue testigo, actor y maestro del capítulo más extenso e intenso de la historia del teatro paraguayo. Dio un sello a la escena nacional con docenas de obras por el imperativo de una vocación que había empezado a quemarle la sangre en su época de estudiante en España. Elemento peculiar de los grupos de teatro experimental, miembro entusiasta de ese movimiento tan español y tan madrileño que es la farándula, en enero de 1939 escapó del horror de la Guerra Civil emigrando a Francia merced a la ayuda de una entidad pacifista internacional de la que era miembro, consiguió las visas para viajar a América y el 13 de abril de 1940 llegó con su familia a Asunción, donde pronto obtuvo un empleo muy modesto (era ingeniero cartógrafo) aunque de gran responsabilidad técnica en la Comisión Nacional de Límites (que en cierto modo precedió al Instituto Geográfico Militar), donde trabajó como cartógrafo principal hasta poco antes de fallecer, el 27 de febrero de 1973. De vivir hoy, tendría ciento veintiún años. Nació el 1 de junio de 1893, en Madrid.
Entre las actrices que tenían asegurado un puesto de primera fila insustituible en los elencos de la escena paraguaya, y fundamentalmente en la de Buenos Aires, estaba, fuera de toda discusión, Nelly Prono. Paraguaya de pura cepa –argentina por sus años de residencia en la capital porteña–, Prono era en realidad un apellido ilustre por su abuelo, Sabino Prono, por ser amigo y frecuentar la barra de Carlos Gardel.
Carlos Gómez era una institución en el teatro nacional paraguayo. Representaba los mejores instantes del mismo y era quien lo había sabido impregnar de una atmósfera vibrante de clara alegría. Los personajes de las comedias costumbristas que solía interpretar recogieron los cuadros de la pequeña burguesía decadente, el perfil de los tipos campesinos populares, la presencia del caudillo, bueno o malo, de reacciones y actitudes proclives a la caricatura. «Antes de que abrazara definitivamente su arte, Carlos Gómez –dice Alcibiades González Delvalle– se dedicó a diversas actividades hasta que se alejó de ellas para siempre. Encontró al fin su vocación, su pasión, la razón de ser de su vida.
Volvamos a 1978, al barrio de Las Heras, a Buenos Aires, a esa gran cantante que fue Sara Benítez, y veamos el final de la entrevista cuyo inicio publicamos el pasado domingo. Escuchémosla ahora contarnos el problema que tuvo José Asunción Flores con Rigoberto Fontao Meza por el cambio de letra de India.
Vamos a hablar del pasado, pero no vamos a hablar de historia. Amar el pasado no es ser conservador y tradicionalista, aunque pueda parecerlo. Y no obstante haya conservadores aferrados al ayer en cuanto ese antes supone un módulo para desentrañar el presente. Ese regreso retrospectivo no caracteriza al historiador de sensibilidad, al investigador que persigue hechos y reconstruye itinerarios morales, sino al comején que roe documentos en los archivos con la voracidad y la ceguera de los comejenes sin remedio. Amar el pasado, decía Ortega y Gasset, es congratularse de que efectivamente haya pasado, y de que las cosas, perdiendo esa rudeza con que al hallarse presentes arañan nuestros ojos, oídos y manos, asciendan a la vida más pura y esencial de la reminiscencia. Por esto es necesario dar de cuando en cuando una larga mirada hacia el camino del tiempo lejano.
Iván González (Asunción, 1966) escribe poemas y relatos breves, es docente universitario e investigador en el sector educativo y, actualmente, se desempeña como director de Relaciones Institucionales en el Grupo Editorial Atlas. Es miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP) y del PEN Club.
“Los paraguayos seguimos ignorando cosas de nuestro propio país —escribe el politólogo, poeta y escritor Víctor Jacinto-Flecha—. En ese sentido la dictadura nos hizo también mucho mal al aislarnos y dividirnos entre los paraguayos de adentro y de afuera. Tal es el caso del grupo musical Les Guaranís cuyo triunfo sostenido durante décadas en los escenarios de Francia, Europa, Medio Oriente se consustanció con el acervo musical paraguayo y latinoamericano. En París, ciudad donde residían, estaban considerados como toda una institución cultural, y es parte ya de la historia del espectáculo cultural de esa ciudad. Sin embargo, en el Paraguay, su país de origen, jamás tuvieron la oportunidad de ofrecer un concierto”. Y Víctor-Jacinto Flecha está diciendo la verdad y nada más que la verdad.