Don Fernando Oca del Valle: Maestro de actores

Fue testigo, actor y maestro del capítulo más extenso e intenso de la historia del teatro paraguayo. Dio un sello a la escena nacional con docenas de obras por el imperativo de una vocación que había empezado a quemarle la sangre en su época de estudiante en España. Elemento peculiar de los grupos de teatro experimental, miembro entusiasta de ese movimiento tan español y tan madrileño que es la farándula, en enero de 1939 escapó del horror de la Guerra Civil emigrando a Francia merced a la ayuda de una entidad pacifista internacional de la que era miembro, consiguió las visas para viajar a América y el 13 de abril de 1940 llegó con su familia a Asunción, donde pronto obtuvo un empleo muy modesto (era ingeniero cartógrafo) aunque de gran responsabilidad técnica en la Comisión Nacional de Límites (que en cierto modo precedió al Instituto Geográfico Militar), donde trabajó como cartógrafo principal hasta poco antes de fallecer, el 27 de febrero de 1973. De vivir hoy, tendría ciento veintiún años. Nació el 1 de junio de 1893, en Madrid.

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PATRIA Y HOGAR

El profesor Hipólito Sánchez Quell, que presidía el Ateneo Paraguayo, aceptó complacido su propuesta de formar un elenco dramático. Don Hipólito sostenía donosamente que hay individuos, semejantes a los ángulos agudos, que terminan siendo obtusos. Don Fernando Oca del Valle tuvo el envidiable privilegio de ser siempre agudo y centelleante, pues nunca, aunque se lo propusiera, pudo aparentar esa gravedad de los rinocerontes de la literatura, a quienes sabía ridiculizar como pocos.

Don Fernando Oca del Valle hizo del Ateneo Paraguayo una verdadera escuela de actores, un refugio de futuros artistas con su pasión a cuestas, donde los aspirantes lo esperaban en la puerta solicitando ser admitidos en su elenco y él, solidario y fraterno, los atendía siempre: aun faltándole patria y hogar, compartió con ellos su conocimiento.

Figura casi legendaria, convertida en presencia permanente en nuestro teatro, se ha dudado alguna vez, aunque nunca muy en serio, de su existencia, que pareció haberse evaporado con los años. Quedó la imagen tenue de un hombrecito abnegado, de gruesos anteojos, frágil como una sombra al anochecer.

«¿Por qué se pone una obra en escena?», decía. «También podría decirse: ¿por qué se va al teatro? ¿Por qué se hace teatro? Para reunir a nuestros contemporáneos. En ese sentido, el teatro es un acto de fe. La gente va al teatro por razones que no puede formular».

Ni bien reunió el elenco, empezó a ensayar La fuerza bruta, de Jacinto Benavente, puesta en escena el 28 de mayo de 1941. Al anunciar la obra esa noche, cuentan las crónicas, hizo el elogio del arte escénico como «vehículo efectivo e interesante del progreso cultural, ya que, eligiendo con acierto las obras, puede ser escuela de buenas costumbres, orientación de legisladores, ejemplo de abnegación, de sacrificio y de heroísmo, es decir, de todo cuanto significa elevación del espíritu del hombre».

EL INSUPERABLE REALIZADOR ESCÉNICO

Fuerte pese a su aparente fragilidad, desde sus inicios en el Ateneo Paraguayo alentó con su esfuerzo, con su trabajo, con su fervor el desarrollo del teatro nacional. Elegía las obras con criterio académico, didáctico, tratando de que los jóvenes actores conocieran las grandes corrientes teatrales del mundo, antes que con criterio taquillero. Se podrá disentir de sus puestas, de sus caprichos por un autor. Pero nadie que sepa lo que es el teatro dejará de reconocer que Oca del Valle fue acaso el mayor realizador escénico, el mejor arquitecto teatral que tuvo el teatro paraguayo.

En 1941 nos entregó versiones, según crecía la experiencia de los miembros de su elenco, cada vez más perfectas de obras como La mala ley, de Linares Rivas, Sorprendidos y desconocidos, de Luis Ruffinelli, o Canción de cuna, de Martínez Sierra. En 1942 puso en escena Las de enfrente, de Mertens, Nuestra Natacha, de Alejandro Casona, El mundo es un pañuelo y Amores y amoríos, de los hermanos Álvarez Quintero, Los malhechores del bien, de Jacinto Benavente, y Un sobre en blanco, de Josefina Plá y Roque Centurión Miranda.

Varias de las primeras zarzuelas paraguayas –en 1956, La tejedora de ñandutí; en 1958, María Pacurí; en 1961, Las alegres kyguá verá; en 1964, Paloma pará– las animó, señala Juan Boggino, el elenco del Ateneo; colaboraron Aurelia C. de Lofruscio, Kikina Zarza, Frank Sampson, Óscar Barreto, Rafael Arriola, los coros de Carlos Besterreix y doña Isis de Bárcena Echeveste, Olga de Cacavelos y los maestros Carlos Villagra, Carlos Dos Santos y Juan Carlos Moreno González. «Los tiempos han cambiado desde la época de oro del Ateneo Paraguayo», nos decía don Fernando allá por 1969.

LA PASIÓN DE TODA UNA VIDA

Don Fernando Oca del Valle dejó estructurada la fisonomía teatral de Paraguay. Con su mentalidad lúcida, el entonces director de la Compañía de Comedias del Ateneo Paraguayo tornó el trabajo placentero pero arduo de dirigir a actores y actrices en elástico y rápido, sin restarle profundidad. Tuvo docenas de alumnos. Emigdia Reisofer, Carlos Gómez, Ernesto Báez, Jacinto Herrera, Sara Giménez, Nelly Prono, Alberto Lares, César de Brix, Mercedes Jané fueron solo algunos de ellos.

Había vacíos en su pasado, que se perdían en brumas y rumores, pero en lo que al teatro se refiere solo había firmeza, y así lo decía con su acento español: «Dentro del arte, el teatro ocupa un lugar insigne y merecido. Debe ese lugar a la importancia de una comunidad, de una comunión en la que vive, y que sostiene y propaga. El teatro es una de las primeras actividades humanas, una de las más persistentes y tal vez la más soberana. Por su intermedio, el poder creador de los hombres se ejerce con la mayor veracidad y eficacia».

armandoralmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)

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