Cargando...
El 7 de febrero de 1601, el día antes de que estallara la rebelión que habían organizado en Londres el conde de Essex y sus hombres, le pagaron a la compañía de Shakespeare para que ofreciera una representación especial, sin cortes, de Ricardo II, considerado entonces un drama subversivo contra la monarquía. Para la contrarreforma dirigida por los jesuitas, las representaciones dramáticas estaban en el centro de la propaganda fidei. Los primeros intelectuales laicos también le dieron importancia al teatro. Tanto Voltaire como Rousseau escribieron para él; este último advirtió sobre la capacidad peligrosa del teatro para corromper la moral pública. Víctor Hugo lo usó para destruir a los últimos Borbones; Byron dedicó gran parte de su energía a los dramas en verso y hasta Marx trabajó en uno. Pero fue Ibsen, como se sabe, el que primero utilizó la escena, deliberada y sistemáticamente, y con un éxito asombroso, para efectuar una revolución en las actitudes sociales. Julio Correa, un dramaturgo totalmente distinto en casi todo, fue su sucesor —por así decirlo— natural en esto. Creó el teatro en guaraní moderno y de protesta; supo explotar con brillo el humor popular del siglo XX. Durante décadas fue probablemente el escritor, dramaturgo, poeta y actor más influyente del Paraguay. Y a su lado se formó el que luego sería el más grande actor cómico paraguayo de todos los tiempos: Ernesto Báez. Un intérprete estudioso, de espontánea y abundante vena cómica, que ha surgido abriéndose camino por su propio esfuerzo.
A decir verdad, su formación actoral empezó de la mano del padre Cassanello, en el Salesianito; allí se inició en las tablas. Luego, pasó a ponerse en manos de Roque Centurión Miranda; después, pasó al Ateneo Paraguayo, a cargo de don Fernando Oca del Valle, y, por último, recaló a trabajar en la compañía de Julio Correa. Corría el año 1941. Así como se lee. En Buenos Aires, donde venía de tanto en tanto, lo hemos entrevistado en varias oportunidades. Lo que sigue a continuación es una de aquellas entrevistas, realizada en 1990. Todavía se encontraba en la plenitud de sus fuerzas y la escena podía brindarle aún innumerables halagos. No en vano había trabajado con el fervor, la altura, la generosidad y la eficacia de este hombre en quien se aunaban a las excelentes aptitudes del intérprete, la sensibilidad del artista de raza, y la visión penetrante y extensa del director. Báez-Reisófer-Gómez no solo era una tradición del teatro paraguayo, sino el alma misma de Asunción, su voz emocionada y alegre, la estremecida de luces y de sombras del Teatro Municipal, y la ardida de los arrabales donde las semanas eran laboriosas y los domingos se cubrían de galas bajo el temblor anochecido de las estrellas.
Peter Pan: el niño que no envejece nunca
–¿Es cierto, Báez, que está resuelto a abandonar el teatro?
–Así es nomás. Mejor dicho, ya lo he abandonado.
–Teníamos entendido que estaba a punto de levantar un teatro propio. ¿Se va a cumplir su sueño?
–Ha quedado todo en la nada.
–¿Razones?
–Motivos políticos, económicos, sociales. Fundamentalmente económicos.
Sabíamos que el argumento era verdadero. Lo estaban diciendo los grandes ojos del artista, velados por una bruma inasible. Lo estaba afirmando el temblor profundo, apenas perceptible, de su voz.
–¿Es por culpa de eso, Ernesto? Sin embargo, usted se debe al público, y Asunción y Buenos Aires esperan todavía mucho de su actuación con Carlos Gómez. Es imposible creer que le den así porque sí la espalda a tantas esperanzas, sobre todo en estos momentos en que el teatro paraguayo se está levantando.
–¡Qué le vamos a hacer! He trabajado bastante ya…
–Un artista nunca trabaja bastante, don Ernesto.
–Sí, sí, es verdad. El artista viene a la vida marcado por un sino y vive entregado a él, uncido a las amarguras y a las alegrías que su vocación le depara. Por otra parte, un artista es una suerte de Peter Pan: un niño que no envejece nunca.
La voz de Ernesto Báez se había hecho áspera. No queríamos escarbar alguna herida que, seguramente, había de sangrar, allí adentro, en un repliegue de la víscera que galopaba. Pensábamos que la resolución de sustraerse a los halagos de los aplausos de la escena, que solo un hombre de la energía moral de Ernesto Báez podía hacer, obedecía a razones realmente poderosas. Y nos consolábamos con el pensamiento de que traspuesta la crisis que atribulaba en esos instantes al artista, alguien —sus propios impulsos interiores— podría torcer su determinación. Báez-Reisófer-Gómez tenían que seguir trabajando. Si su obstinación en no hacerlo se prolongaba, organizaríamos un mitin monstruo (una especie de piquete) que vaya hasta las puertas de sus respectivas casas a exigirles que regresen al teatro.
El pa’i Cassanello
Pero Ernesto Báez estaba ensimismado. Entonces fuimos a golpear levemente sobre sus recuerdos para disipar la bruma melancólica que se interponía en esos minutos entre nosotros. Al gran actor le era grato evocar sus jornadas heroicas y, por un instante, lo llevamos hasta el pasado.
–¿Con quién se inició en el teatro formalmente?
Y los ojos inquisidores del extraordinario actor paraguayo se encendieron.
–Con el pa’i Cassanello, en el Salesianito. Allí hice mis primeras representaciones teatrales, mi presentación bautismal. Este cura fue mi amigo, mi padre y mi hermano. Todo lo que soy se lo debo. Él alentó mi vocación, guió mis primeros pasos, empujó mi destino. Ahora puedo decir con orgullo: soy hechura del pa’i Cassanello. Luego, trabajé —o estudié— con Roque Centurión Miranda, otro grande del teatro nacional; lo mismo que don Fernando Oca del Valle, con quien estuve en el Ateneo Paraguayo. Después, pasé a formar parte de la compañía de don Julio Correa, con mi amigo de sueños y correrías teatrales Carlos Gómez, un actor de raza. Piense que pertenezco a los primeros cuadros de la escena popular en guaraní y que he integrado hasta que formé compañía con Carlos Gómez y Emigdia Reisófer, estrenando las obras incorporadas definitivamente al acervo de nuestra dramática. Con Correa debuté con Karaí Eulogio. La compañía Báez-Reisófer-Gómez se formó en 1948.
–¿Ha escrito para el teatro, don Ernesto?
–Cinco o seis obras más o menos: La familia Quintana, La señora del ministro, A la sombra del ingá y La tierra es de todos, entre otras, más las adaptaciones de obras ajenas.
–¿Cuándo se inició como director?
–Durante mi exilio aquí, en Buenos Aires, en 1947. Representábamos obras mías, las que le señalé más arriba, para un público casi exclusivamente paraguayo. También venía público argentino, por supuesto. Yo ejercía la dirección de las obras que hacíamos. Jacinto Herrera, gran amigo y mejor actor, nos ayudó muchísimo. Cuando volvimos al Paraguay, allá por 1948, volví a dirigir a la compañía Báez-Reisófer-Gómez. Desde entonces, repartí mis actividades interpretando y dirigiendo. Dicen que no lo hacía mal. Era exigente hasta el fastidio, escrupuloso, cruel tal vez. Pero las piezas salían tal como las concebía el autor y tal como las veía montadas en mi imaginación antes de ponerlas en escena. Es así que he podido montar obras de los más diversos ambientes. Y nada le digo de mi actuación junto a Carlos Gómez, el querido camarada de toda la vida con quien realizamos campañas inolvidables. Y Emigdia Reisófer, claro.
Ernesto Báez nació el 2 de diciembre de 1916, en Asunción, hijo de don Anastasio Báez y doña Hermelinda Benítez. Era un hombre todo espíritu, fantasía, distinción, profundidad, fervor.
Atmósfera de alucinación
Ernesto sonreía como un niño ante la evocación de su pasado y el choque con algunos nombres no podían menos que conmoverlo. Era entonces cuando callaba y su mirada remontaba el tiempo, y no podía sustraerse a la emoción. Sus recuerdos avanzaban a paso lento pero firme y lo iban envolviendo, casi a pesar suyo, como en una atmósfera de alucinación.
–¿Qué otras cosas quiere contarnos, don Ernesto?
–Son tantos los episodios que llevo vividos que se me hace un torbellino. En fin, podría hablar de una existencia trashumante e inquieta digna de integrar los más sabrosos capítulos de la picaresca teatral, pero están por cerrar el café y no creo que usted disponga de mucho tiempo.
Ernesto Báez había vivido intensamente su vida y estaba ligado, repetimos, a los capítulos más intensos de la historia del teatro paraguayo. Le decíamos que sería bueno que apareciera un volumen que podría titularse “Conversaciones con Ernesto Báez sobre el teatro nacional”: los aspectos más subyugantes, novelescos y veraces de la evolución de escena guaraní. Se rectificarían muchas supercherías y mistificaciones, y se devolvería a su justo lugar a grandes y pequeñas figuras deformadas por ciertos comentaristas verbosos. Entonces, Ernesto Báez, entre otros, recuperaría el primerísimo lugar que nadie podría discutir y que algunos se obstinaban en no reconocerle. Aun a despecho de la modestia de este actor, que tenía más de 50 años de teatro y estaba, tal vez, pensando en su fuero íntimo, dispuesto a recomenzar como en los tiempos heroicos de don Julio Correa.
–¿Cómo y cuando llegó al cine?
–Como llega la hora del amor… Sin saber cómo. Jacinto Herrera —mi ángel tutelar— me presentó un día a Armando Bo, uno de los que luego sería el más popular de los directores argentinos. Y Armando me preguntó:
–¿No le interesa el cine?
–Sí —le dije, y me dio un papel en El trueno entre las hojas. Después vino La burrerita de Ypacaraí, En la vía, con Olga Zubarry, y otras.
–¿Prefiere el cine al teatro?
–Nunca. Toda la vida el teatro. Hay una comunicación, una compenetración más viva, más humana, entre el intérprete y el espectador. Cada día va hilando y esculpiendo su papel, le da hondura y relieve —si es posible— en presencia de una masa que nos comprende y nos estimula. El cine es una cosa fría, mecánica, que se realiza de a pedacitos.
Me busco a mí en los demás
El teatro que se acoja al tono de los corazones en el sueño está destinado a triunfar. Yo nunca he perseguido el éxito por el éxito y cuando él llegó, si no fue a pesar mío, me dejó indemne a su turbador serenismo, con más bríos y más coraje para hacer lo mío, lo entrañable, lo que siempre he dado. Hay ciertas obras que suscitan en mí extrañas vibraciones de campana húmeda. Una frase deja en mí una huella tan larga como los rastros de la música en la conciencia de un ser verdaderamente sensible. Me busco a mí en los demás.
–¿Pensaba estrenar alguna nueva pieza suya antes de retirarse?
–Había terminado una, justamente. No tiene título aún. Pero preferiría no necesitarla.
–¿Su ductilidad la adquirió trabajando?
–Mi ductilidad de actor la adquirí, bueno es confesarlo, en ese repertorio que nos obliga a un cambio vertiginoso de tipos y de situaciones. Eso me pasó cuando estaba con don Julio Correa, después con las obras de Mario Halley Mora, mi autor favorito y hacedor de mis grandes éxitos teatrales en el Municipal. Tanto fue así que me alegra, de todos modos, recordar el camino andado.
Nunca tuve predilección por determinado género —aunque lo reconozco, mi fuerte era la comicidad—, pues creo que es difícil hacer bien cualquier cosa. Y que la mejor filosofía, para un intérprete, es pensar que uno no es nada para no estancarse en el aprendizaje, renovándose a cada interpretación. Para mí, en cada obra importaba la responsabilidad de una nueva lección que debía dar ante el público.
Claro que mi sueño fue siempre ser primer actor y empresario no por el dinero ni por tener en las manos montones de plata, sino simplemente para poder hacer lo que uno cree que hace: obra digna sin mirar a la boletería…
El público paraguayo tiene que reconocer que la compañía Báez-Reisófer-Gómez algo ha hecho por el teatro nacional, que no pocos actores hoy salen a cantar solos en la laguna, se formaron a nuestro lado, que estimulamos el surgimiento de más de un autor que hoy honra la literatura escénica del país y que —¿por qué no decirlo?— no pueden estrenar, ya que lo que se prefiere son obras de vulevú reí, pavadas para pasar lo mejor posible, entre bostezo y bostezo, las dos horas de la representación.
De los demás cómicos que sueñan únicamente con ser cabezas de compañía y se obstinan en chapalear en la mediocridad de piezas larvadas, cuyo único propósito —así lo confiesan— “es hacer pasar un rato agradable a los espectadores”. Habría que averiguar ahora qué es lo que entienden por rato agradable.
No hay arte donde no hay unidad y no hay unidad donde no hay individuo. Por otra parte, no es el momento el que crea al artista, sino el artista el que crea la época. Perdone mi inmodestia, pero Báez-Reisófer-Gómez eran una época auténtica del teatro nacional paraguayo, eso no podrá desconocerlo nadie. Como lo fue don Julio Correa. Como lo fue don Roque Centurión Miranda. Como lo fue don Fernando Oca del Valle, y los hermanos De los Ríos. Pero detrás de ellos está el repertorio que les permitió definir una personalidad y empujar hacia delante el teatro del Paraguay. No cultivaron tampoco un género extraordinario ni navegaron en la estratósfera con obras inaccesibles para la masa. Supieron dar cinco, diez notas a lo largo de sus temporadas, y ello bastó para justificarse a sí mismos y justificar su tiempo.
–¿De dónde le venía a usted esa vocación por el teatro?
–No sabría decirlo con exactitud. La vocación tiene una zona secreta en la que gravitan los más extraños factores. Deben buscarse sus raíces por el lado biológico a veces y por el telúrico otras. Y si no, en el mero azar. Yo leía, sin saber de dónde me nació ese imperioso deseo —lo culpo al pa’i Cassanello—, libretos de comedias sin descanso. Clásicos y modernos, tragedias y zarzuelas, devoraba mi curiosidad implacable.
–¿Cómo escribía sus comedias, don Ernesto?
–Generalmente, sin método. Sé que hay autores que trazan las líneas de la obra que van a emprender con un ritmo netamente arquitectónico. Yo no. Se me ocurría una idea dramática y me dejaba dominar por ella hasta que se convertía en palabra y acción. Era un improvisador en materia de escribir obras. Tal vez, el instinto recortaba luego las escenas y los diálogos a medida que se iban sucediendo. Pero yo no sé calcular…
Báez-Reisófer-Gómez
Ernesto Báez llegó a primer actor realizando un áspero aprendizaje —ya lo señalamos más arriba— gracias a la tenacidad de su esfuerzo, a la disciplina, a los años. Fue primer actor, podríamos decir, desde el momento que pisó un tablado, y la resonante sucesión de triunfos que jalonaron sus primeros pasos por la escena no hizo más que confirmar la justicia del llamado. Apenas si puede llamarse etapa de formación la que comprendió su paso por el elenco del gran actor y director Julio Correa, de don Fernando Oca del Valle, gran director español, cuyos consejos influyeron, más que en su carrera, en su sentimiento de responsabilidad ante el papel y ante el público, en su ascético renunciamiento a todo que no fuera el llamado imperioso del teatro. Un adolescente casi, su rara naturalidad escénica, la flexibilidad de su temperamento dramático y cómico, su voz de finos matices cautivaron rápidamente a nutridos auditorios que no tardaron en convertirlo en una de sus figuras preferidas desde sus primeras apariciones.
Ernesto Báez ha realizado el doble itinerario de un artista de raza: uno hacia el paisaje del idioma a través de una actuación memorable junto a un maestro de la talla de don Julio Correa y otro hacia el paisaje del país consustanciándose con sus tipos, sus costumbres, su color, sus angustias, sus alegrías y llevando, como un mensaje de comunión que subía de la entraña misma de la nacionalidad, el repertorio de la patria.
Llega así el año 1958/59/60/61 y el nombre de la compañía Báez-Reisófer-Gómez, acreditado en la popularidad siempre creciente, apoyado en el estudio y en la fiebre constante de superación, figura a Ernesto y Carlos Gómez en las carteleras como primeros actores absolutos junto a la inolvidable Emigdia Reisófer; por esa época, la actriz más prestigiosa y descollante del teatro paraguayo.
–Antes de despedirme, una preguntas más, don Ernesto. ¿Tiene alguna anécdota interesante sobre Julio Correa?
–Tengo muchas, pero le cuento esta. Una madrugada, yo comentaba en la mesa de un café de los alrededores del Teatro Municipal, sentado junto al gran Julio Correa, la frialdad con que había sido recibido un mutis mío en Karaí Eulogio, en el que yo había puesto toda el alma. Y el magnífico actor y director me dijo —lo recuerdo todavía—: “Mirá, mi hijo, hoy, el público no te ha aplaudido porque lo habrás hecho seguramente mejor que nunca. Quizá esta noche hayas puesto más dignidad en tu trabajo. El actor que se estime no debe buscar nunca el aplauso. El aplauso es para los actores como el estupefaciente para el vicioso. Por buscarlo se quiebra, por lo general, la línea psicológica de un personaje y, óyeme bien, un murmullo de aprobación satisface más al actor de verdadero gusto artístico que la ovación más estruendosa”.
Hemos conversado con un auténtico hombre de teatro. Y estrechamos su mano de artista, conmovidos.
Algún día se dirá todo lo que significó Ernesto Báez, el hombre, el actor que hizo reír a todo un pueblo, que trabajó como pocos y que supo ocultar siempre sus dolorosas heridas.
armandoralmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)