José Asunción Flores, creador de la guarania

El hogar de José Asunción Flores era la Chacarita, barrio pintoresco y humilde, a orillas del manso río Paraguay y a dos pasos del camino al centro. En esta aldea réproba y pretenciosa, para algunos, creció el hombre que cambiaría por completo la música de su tierra. Vino al mundo el 27 de agosto de 1904 en una casa de la calle Coronel Martínez, hoy Eduardo Víctor Haedo, entre Convención, actual O’Leary, y Ayolas. Se llamaba José Agustín, de padre «desconocido», dice la memoria colectiva, aunque, sin embargo, su padre existía y se llamaba Juan Volta, pero desapareció de la vida de su hijo perdiéndose en un tiempo sin memoria. Su apellido, Flores, es de su madre, doña Magdalena.

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Cuenta la leyenda que la primera vez que Flores se puso zapatos no pudo caminar; sufría con los pies dentro del cuero. Era como si a un ave se le aprisionara debajo de una piedra. Le costó acostumbrarse. Sin embargo, volvió a andar descalzo. Esto lo tenía sin cuidado. Le preocupaba otra cosa. La música que ya llevaba en el alma.

Su niñez fue triste y llena de pesares. Desde muy chico tuvo que ganarse el pan y ayudar a su madre. Vendía diarios, lustraba zapatos, hacía mandados o bien, de vez en cuando, hurtaba naderías. Pese a la pesada cruz que cargaba en sus hombros inocentes, gozaba de la vida. Era inquieto, juguetón y noble. Solía deambular por la Estación del Ferrocarril, por la Plaza Uruguaya o por la Iglesia de San Roque con un grupo de amiguitos de su edad tan hambrientos y desamparados como él.

DESTERRADO DE SU PATRIA

Cuando Flores marcha al exilio en Buenos Aires, ¡con qué dolor y ternura le canta desde allí a su Paraguay y su cielo, un cielo entre todos los de la eternidad! Toda su vida le carcome la nostalgia, porque la infancia fue, a pesar del infortunio, su tiempo más sincero y dichoso. Desterrado, reconstruye el cuadro de su infancia y lo perpetúa en música:

Plaza Uruguaya, selva aromada,
¡Oh, pajarera de mi canción!
Orgullo mío, cúpula amada,
El oratorio de la Asunción.

Puerto Sajonia, mi desvarío,
Azul cerrito de Lambaré,
La escalinata, Mangrullo, el río,
Mi canto errante te cantaré.

Había siempre en él una mirada hacia el pasado, hacia la urbe mágica que su buen espíritu suscitó, para que nadie olvidase la mezquindad y la barbarie del mundo que lo circunda. Desde entonces el eterno niño desvalido se defiende con su música de los sucesos de cada día. Su voluntad jamás ceja. Nada quiere saber de renegar de sus convicciones. Toda su energía se vuelve fuerza musical y social, y trata de conservar la pureza de sus ideas. Como el azogue nunca se mezcla con el agua, así su ser rechaza toda combinación o alianza.

UN MUNDO MÁS NOBLE Y JUSTO

El único anhelo de Flores es servir a la música y a los hombres y no a los dictadores ni a los políticos: «Los verdaderos malvados no son más que algunos políticos de diversa índole empeñados en turbar la paz del mundo y unos cuantos miles de vagabundos, matones y facinerosos dispuestos a entrar a su servicio». Solo los dioses pueden permanecer puros, aislados de todo, y si la vida se venga de quien la desprecia y emplea en vengarse los medios más ruines; si somete, a quien no la quiso servir, a la esclavitud más miserable, es porque nada podía evitar esta venganza. Justamente porque Flores no quiere tener su parte en la fiesta de la existencia, se le quita casi todo; porque su alma no quiere consentir su avasallamiento, se vuelve un fugitivo. Al poner su fe y su música en un mundo más noble y justo, se traba en lucha con el sistema, con los justos de la sociedad, que no puede rehuir sino con el impulso de su música. Y solamente cuando comprende un buen día su destino, que es una suerte de héroe, se hace dueño de sí mismo.

No sería posible imaginar una palabra dura en sus labios dulces, un deseo impuro en sus ojos serenos, un pensamiento mezquino bajo su noble frente; todo en él es alegre. Y así es: reservado, tímidamente concentrado en sí mismo. No es orgulloso, pero guarda las distancias. Su firmeza y puridad frente a todo, y su voluntad de dedicar el alma entera a su pueblo, son la fuerza de este músico solidario y modesto.

UN GENIO CREADOR

Este hombre humilde, fuerte en la sustancia y suave en las formas, lucha día a día para elevar su creación a alturas insospechadas. La energía que lo impulsa y lo sostiene es su vocación musical. Cuando habla de sus primeras guaranias las llama simplemente «ensayos musicales». Nunca se enorgullece de sus obras; afirma que son solo las de un principiante. Su música es un bálsamo contra la desesperanza; los jóvenes de su patria tienen ante ellos la imagen de un hombre que ha luchado y que se ha mantenido fiel a sus ideales. Gracias a su perseverancia, este espíritu libre y benigno deslumbró al Paraguay con el sereno impulso de su música exquisita. Donde otros solo pudieron ver compases, notas y pentagramas, él descubrió horizontes aún no explorados. Músicos y poetas (Nicolás Guillén, Rafael Alberti, Pablo Neruda) de todas las naciones acudían a escuchar sus guaranias; todos querían contemplar esa imponente cabeza leonina, esos labios que modulaban el guaraní con más corrección que los de nadie. Silencioso, el maestro Flores se entregaba a perfeccionar la guarania con la fuerza extraordinaria de que era capaz ese hombre de ancha frente que se precipitaba como un toro sobre su destino.

El color de su música es un espectro de luz que se esparce en abundancia y que se transforma en la «figura» de su pueblo; un sol musical, no un rayo aislado. Su ritmo marca el compás del carácter de su país. Y pese a su romanticismo, Flores es popular y moderno por su melodía, su expresión y su originalidad. Posee una tremenda libertad interior. Y la fuerza alucinante de una intuición, o, mejor dicho, una compenetración que abarca los elementos del mundo con todas sus calidades; no los ve, sino que los oye, los saborea, los huele, los tienta y se adentra en ellos. Su entendimiento devora todas las cosas como una corriente arremolinada, codicioso, casi voraz, y las consume también en el sentido artístico, pues absorbe su esencia, goza de sus más finos matices; todo se resume en su sangre.

El 16 de mayo de 1972, José Asunción Flores murió en Buenos Aires, en el exilio, a causa de una cardiopatía aguda (según el diagnóstico del doctor Carlos Federico Abente), consecuencia del mal de Chagas, en medio de la mayor pobreza y olvido. Sus restos fueron velados en una cochería de la calle Gallo y luego trasladados al Cementerio de la Chacarita (¡vaya paradoja!), para reposar en el panteón de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores. Los acompañó un multitudinario séquito en el que destacaban amigos, músicos y artistas. El poeta Elvio Romero le dedicó un encendido discurso de despedida a su amigo y maestro.

armandoralmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)

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