Sara Giménez, la actriz paraguaya que deslumbró a Charles Aznavour

Las nuevas generaciones, especialmente los jóvenes, tienen derecho a saber quién era Sara Giménez, la actriz de altos quilates interpretativos que fue profeta en su tierra y que además triunfó en Buenos Aires trabajando al lado de las más grandes estrellas del cine, el teatro y la televisión.

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La paraguaya que deslumbró a Charles Aznavour por sus dotes interpretativas cuando el astro del cine y la canción francesa vino a Asunción, en 1962, para filmar El Rata de América (Le Rat D´Amerique), teniendo de coestrella a la bella Marie-Laforet, bajo la dirección de Jean Gabriel Albicoco. Aznavour, que ya era conocido internacionalmente por su música, compuso más de mil canciones en cuatro idiomas. Sharmouz Aznavourian (su verdadero nombre) cantó desde los diez años, pero a los veinticuatro obtuvo la fama al ser descubierto por Edith Piaf, «el gorrión de París». ¿Quién no recuerda su Venecia sin ti, La boheme, Avec, El Pourtant? Sin embargo, no es del astro francés de quien vamos a hablar, sino de nuestra inolvidable Sara Giménez.

HACE TIEMPO Y ALLÁ LEJOS

Yéndonos hacia el pasado como por un túnel del tiempo, recordamos a la talentosa actriz de raza Sara Giménez, en su momento una de las favoritas del público paraguayo. Ni bien entraba a escena se la saludaba siempre con un cerrado aplauso. Y en cada obra era seguro que conseguía más de un mutis con ovación a telón abierto, por la entrega a su personaje. Se inició en el teatro en 1943. Y desde entonces ya fue un darse sin tregua a la actividad artística. Su nómina de obras y directores recorre una significativa página de la historia de nuestro arte escénico. La epopeya del Mariscal López, de Eusebio Aveiro Lugo; Casilda, de Benigna Villa; Arévalo, de Jaime Bestard; El fin de Chipí González, de José María Rivarola Matto; Karu PoKã, de Julio Correa; El médico rural, de Jorge Ritter; Bolí, de Ezequiel González Alsina; El último caudillo, La noticia, Testigo falso, La madama, de Mario Halley Mora. Esta es apenas una síntesis de obras y autores. Entre los directores, integró el elenco de Roque Centurión Miranda, del Ateneo Paraguayo con don Fernando Oca del Valle, de Julio Correa, alma del teatro en guaraní, de Ernesto Báez, de Jacinto Herrera, y, finalmente, formó su propia compañía.

El tiempo, que es el movimiento con que participa del torbellino universal cuanto tiene un corazón, no demoró en enfrentar a esta mujer asuncena con su propio destino. Sin antecedentes de familia, sin contactos con gente de teatro. Es extraño, pero es así. ¿Quién inculcó en sus venas la fiebre del teatro? ¿Qué antepasado, que maestro, qué lectura, qué modelo? Ninguno. El impulso natural que mueve a los ríos impetuosos a barrer sus propias orillas.

LA EPOPEYA DEL MARISCAL LÓPEZ

En un alto de la filmación de Operación Rosa Rosa, encabezada nada menos que por Sandro, allá por 1979, de la mano de nuestro amigo el poeta Elvio Romero, entrevistamos a Sara Giménez, sentados a una mesa del centenario Café Tortoni, en un apartado rincón para escapar de los curiosos y del murmullo de los clientes.

–Yo me hice actriz por casualidad –empezó–. Jamás había pensado en ser actriz y en mi familia nunca se había hablado ni aceptado el teatro. Mi padre era un hombre muy severo y yo me eduqué en el colegio María Auxiliadora. Bueno, resulta que quisieron reprisar en el Teatro Municipal La Epopeya del Mariscal López y apalabraron a mi cuñada, que era actriz. Ella les dijo a los organizadores que yo también podía actuar. Y fue así como me dieron el papel de una campesina que iba a recoger leña al frente. ¿Qué pasó luego? En la segunda noche no apareció la damita joven de la obra y me dieron su papel, además del de la campesina. Para mí fue todo muy raro, pero me gustaba. En la primera función tuvimos el teatro de bote en bote, con la asistencia del Presidente de la República y del cuerpo diplomático. A partir de ahí, me vinieron a invitar para que trabajara con ellos Roque Centurión Miranda y don Fernando Oca del Valle. Primero empecé con Roque haciendo alta comedia. Luego hice comedias buenísimas con Ernesto Báez. Estuve en la compañía Baéz-Reisofer-Gómez treinta años. Toda una vida. También me cupo el placer inmenso de trabajar con el mítico director, actor y poeta don Julio Correa, de quien aprendí muchísimo.

Asimismo, el cine ha reclamado su participación. Actuó en La burrerita de Ypacaraí, con Armando Bo e Isabel Sarli, en La sangre y la semilla, con Olga Zubarry, y en Cerro Corá, producción nacional.

–Viajaba de tanto en tanto a Buenos Aires, aquí, donde estoy filmando ahora Operación Rosa Rosa con mi admirado Sandro, un sueño –siguió–. Además, he tenido la suerte de trabajar con el grande y brillante actor Santiago Gómez Cou en La procesión.

De ahí en adelante los triunfos se sucedieron sin tregua. El público, entusiasmado, se entregaba a su influjo de dominadora. La crítica agotaba los adjetivos para exaltar la personalidad de la actriz paraguaya.

UNA FIGURA CARDINAL

El diario Clarín publicó un largo comentario en su página de Artes y Espectáculos una vez que se hubo estrenado Operación Rosa Rosa, donde Sara Giménez hacía el papel de una espía japonesa: «Todos los elogios anticipados que se habían hecho de Sara Giménez no fueron exagerados; en su trabajo demostró que domina a fondo los modernos secretos escénicos del cine, y que sabe ser superlativa evitando los superlativos al par que suaviza las durezas de la emoción con un perfecto control de temperamento. Su actuación fue un verdadero éxito». Nosotros escribimos en La Prensa: «Sara Giménez alcanzó el pináculo de la verdadera perfección. Buenos Aires la ha ovacionado entusiastamente con legítima justicia». Crónica: «La creación del personaje de Sara Giménez fue un acontecimiento extraordinario y por muchos aspectos. Desde el primer momento se nos reveló como una verdadera actriz de gran fuerza emocional y de admirable maestría escénica». Y La Nación: «Sara Giménez es extraordinariamente interesante. Una figura cardinal. Una gran artista capaz de las más delicadas tonalidades dentro de un grandioso talento escénico. Es una de las más notables actrices paraguayas que nos han visitado en los últimos años; algunas nos han dejado fríos, esta, en cambio, tiene el misterioso dominio de apoderarse de nuestra atención y de mantenerla en el secreto de su arte».

Sara Giménez continuó dialogando con nosotros; su modestia no era una pantalla, sino el fruto de íntimas, profundas convicciones, la resultante de una conducta cuya divinidad nadie podía disminuir. Nos miraba. Sabía adónde iba, conocía de qué sacrificios, de qué luchas, de qué vigilias, de qué angustias se forman el alma y la personalidad de un artista. Y sonreía tímidamente frente al cronista, como sorprendida de que la distraigan por un instante de sus tareas interpretativas. Ahora, le dijimos, no vamos a hablar de teatro, sino de cine.

–¿Se siente cómoda en el cine, Sara?

La actriz prefirió dar un rodeo antes de contestarnos abiertamente.

–Me siento natural, cómoda bajo el sol artificial de los focos, y me desempeño no como si estuviera en un escenario, sino en la calle o en mi casa, con la más tranquila espontaneidad.

–Por supuesto que no nos sorprende. Pero lo que queríamos decir, y no nos expresamos bien, es que si no siente usted trabada su personalidad de actriz frente a la técnica del cine, con el procedimiento de las filmaciones discontinuas, sin poder centrar una psicología, cuidar unitariamente una creación.

–Lo cierto es que, hasta ahora, si bien los demás dicen que mi labor en Operación Rosa Rosa es muy buena, no he logrado hacer todavía una película en la que me haya sido dado poder volcar todo mi temperamento. Se trata, claro está, no de realizar un papel de avasallante simpatía, sino de encarar una criatura que hable el idioma de la pasión, que deba traducir su ternura, su bondad, sus «tics», en una síntesis feliz de realidad y autenticidad.

–¿Usted cree, señora, que el cine lesiona al teatro y que este corre el riesgo de ser absorbido por aquel?

–El cine es como un libro proyectado y actuado. Alguien lo llamó «el libro-máquina»; de ahí su diferencia cardinal con el teatro, que podríamos llamar «el libro-vida». En esa disyuntiva, es fácil predecir que el cine no podrá absorber jamás al teatro, aunque pueda restarle, eventualmente, intérpretes, autores y público. Si no recuerdo mal, un viejo proverbio chino dice: «Una imagen vale por diez mil palabras». Y ese idioma de imágenes es el que le concede un área propia, un sello intransferible. Mientras no salga de ahí, tendrá su idioma y su vida; pero no será nunca la tumba del teatro, porque las más de las veces de él se nutre, y gracias a él, a sus situaciones, a sus intérpretes, a sus libretistas, se desarrolla y progresa. Les voy a dar un ejemplo clarísimo, y espero que lo acepten los amigos del cine sin enojarse. El Pibe, una de las más celebradas películas de Chaplin ha envejecido (salvo sus parciales aciertos geniales, propios del poeta que coexiste con el actor) a más de varias décadas de su estreno. Aristófanes, Shakespeare, Molière, lejanísimos en el tiempo, son de una frescura impresionante, de una juventud sin artificios, hoy y siempre. Ello no impide reconocer que el cine ha logrado realizaciones extraordinarias y que un escenario de hoy no puede contener en magnitud y profundidad una época como la que evocaron en el cine películas de la arrebatadora grandeza de Quo Vadis o Espartaco, o, en el cine hablado, algunas expresiones de masas y de ciudades dinamizadas como Y el mundo marcha, por ejemplo. Por eso sostengo que cada uno tiene su esfera de acción y que, si bien el teatro está sintiendo las heridas que le produce el cine, es porque, desgraciadamente, está probando sus armas con aquel. Transcurrida la época de las escaramuzas, cada uno en su lugar de acción, realizarán las grandes cosas que les deparan la técnica y la época, y sus gestiones apasionadas, a uno y a otro. ¿No le parece?

–Estamos completamente de acuerdo.

Estrechamos la fina mano de la actriz, joven en su poderosa plenitud, y abandonamos el Café Tortoni. La primera actriz paraguaya quizá todavía esperaba su verdadera oportunidad en el cine, y quien se la proporcionara podría poner mañana un hito, el de haber agregado una página impar a la historia del séptimo arte. El talento bifronte de Sara Giménez hubiese impuesto su personalidad en el cine, tal como la impuso, categóricamente, en el teatro, a través de sus actuaciones, que llenaron el capítulo más interesante de la historia de la escena dramática y cómica del Paraguay.

armandoralmadaroche@yahoo.com.ar

(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)

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