Cargando...
De esa raíz procedía tal vez su inclinación por el arte, y de su padre la claridad de la inteligencia y ese equilibrio interior tan difícil de hallar en quien se entrega al vértigo de un arte apasionado como el teatro. El teatro es pasión, magia, y Nelly Prono lo sabía, y mientras permitía que la masa se entregara a esas grandes ilusiones fervorosas y activas que ningún otro género literario podía brindarle, no descomponía una línea de su bien plantada persona. Era una muy buena actriz dramática. Tenía sus defectos, en fin, cierto amaneramiento, pero era una actriz genial.
MARÍA ESTHER PODESTÁ
Había hecho Nelly Prono una carrera rápida y brillante. En su juventud trabajó con los mejores actores del Ateneo Paraguayo bajo las órdenes de don Fernando Oca del Valle (Emigdia Reisófer, Sara Giménez, Mercedes Jané, Ernesto Báez, Jacinto Herrera). Marchó al exilio a Buenos Aires en 1947. Un día se presentó a María Esther Podestá y le dijo:
–Quiero trabajar en su compañía.
Podestá la observó de arriba abajo, le hizo pronunciar una frase íntegra, le pidió que llorara, prueba en la que Nelly Prono sorprendió a la directora, y, después de un interrogatorio –nos contaba en su casa de Humberto Primo, entre Solís y Cevallos– sumarísimo, la incorporó a su compañía, en la que debutó en Noche de noche, de Françoise Billetdoux, y siguió en Barranca abajo, de Florencio Sánchez. Entre 1949 y 1950 pasó a integrar el elenco bajo la capitanía de Francisco Petrone con Una luna para el bastardo, de Eugenio O’Neill, en el Teatro Arena (la famosa «carpa») de la plaza Miserere, hoy Once, con quien hizo todo el repertorio clásico y moderno, experiencia que le sirvió extraordinariamente en su futura labor. Aprendió a decir, capacidad que poseían muy contados intérpretes. Luego trabajó en cine, e hizo más de una docena de películas –como Setenta veces siete, de Torres Nilsson; Don Segundo Sombra, de Manuel Antín; Gracias por el fuego, de Sergio Renán, por citar algunas.
–¿Qué la decidió hacer teatro, Nelly? ¿Era su vocación?
–Me esfuerzo en ser una actriz; hace ya mucho tiempo que lo hago, y la aprobación del público, a pesar de todo lo que tiene de persuasiva, no garantiza del todo que yo sea una «actriz verdadera».
EL TRIUNFO DEL ENGAÑO
–Nuestra profesión, no lo olvide, no es, en primer lugar, más que un engaño de sí mismo. Es el triunfo del engaño.
«A menudo me pregunto qué sentirán las otras actrices y qué les pasará por la cabeza cuando actúan –decía Nelly, sirviéndonos más té–. Yo puedo hablar de mí. Ser actriz es satisfacer mi necesidad permanente de evasión y encarnación. Es componerse cada día una nueva personalidad. No ser más una misma. No tener una sola vida, sino vidas múltiples. Crear personajes siempre diversos, darles una personalidad intensa y viva, hacerles sentir, amar y odiar, y nunca de la misma manera.
«El actor o la actriz existe y vive su vida normal entre el ser y el parecer, entre la liberación y una dominación de sí, en una vigilancia más o menos sabia y más o menos secreta, cuya penetración es muy difícil».
–¿Cuál es el estado del actor durante ese acto, qué siente, quién es, qué es? ¿Qué ocurre en dentro de él? ¿Qué conciencia tiene de sí mismo, qué huellas guarda de su práctica? –inquirimos.
–Buenas preguntas me hace –dijo–. Después de tantas historias como ha visto el actor, ¿qué ha retenido, qué ha conservado en sí?, se preguntará usted. ¿De qué modo actúa el espíritu sobre su cuerpo? ¿Solo usa su propia energía? ¿A quién debe sus dones, encantos, poderes y sortilegios? Estas son otras tantas cuestiones que confunden y plantean en cada caso el problema del actor bajo una luz diferente… No se sacará en claro una idea del oficio del actor, porque no es una idea clara.
–Según su experiencia, ¿cuál es el método que utiliza un actor para pasar del paroxismo al éxtasis?
–Cada actor tiene un comportamiento particular, un mecanismo diferente, y las condiciones que le rodean, la época, el lugar, el público, la obra que interpreta, todo ejerce en él una influencia, todo repercute en él, todo le provoca alteraciones que busca y que utiliza, y en las que se complace. Pero el arte de traducirse a sí mismo, de cambiarse y disfrazarse, no es definible.
–¿Qué es el actor? En su caso, la actriz –le volvió a preguntar el cronista.
–El actor, o la actriz –dijo Nelly, con interés–, por la naturaleza misma de su oficio, es un inferior y un réprobo. Desde que sube a las tablas, abdica de su cualidad de hombre. Ya no tiene ni personalidad, aquello que el menos inteligente posee siempre, ni forma física. No tiene ni siquiera lo que tienen los más pobres, la propiedad de su cara. Nada de eso es suyo ya, todo eso pertenece a los personajes que tiene la obligación de representar. No solo piensa como ellos, sino que también debe caminar como ellos.
UNA ELECCIÓN PERSISTENTE
Nelly sirvió otra vez té en las bellas tacitas de porcelana inglesa.
–¿Qué es la vocación para usted?
–La vocación no es más que el resultado de la práctica –dijo–. Después de haber practicado un oficio durante muchos años y haber sufrido sus decepciones y medido sus imprevisibles dificultades, se afirma y precisa una decisión a la que entonces puede llamarse «vocación». La vocación no es más que una elección persistente. Sus verdaderas recompensas son totalmente interiores y muy tardías.
«En lo que a mí respecta, no sabría decirle cómo he hecho teatro. No advierto signo alguno en mi infancia, no hubo allí predestinación. Un día me encontré en el teatro, en una sala, y después en el escenario: aún ahora me asombro. Ese asombro no me fastidia, sino que me agrada y satisface. Lo más estimable y dichoso en la vida es asombrarse. Del fondo de uno emerge la conciencia de lo que se ha deseado o realizado: eso es vivir. Basta con dejarse llevar por esos sentimientos, aceptar sus consecuencias y serles fiel. La libertad consiste en la aceptación del destino y el dócil cumplimiento de las exigencias de un oficio».
–¿Podríamos decir que el actor es un brujo?
–A mi juicio, en el actor no hay ninguna brujería –dijo–, sino una inclinación, un gusto por la metamorfosis, y aún esta es una gran palabra; digamos más bien un interés por los acontecimientos, una vocación por la aventura, pero ya se trate de aventuras o desventuras gloriosas o miserables, esa atracción es tan grande que el actor, a pesar de todo, encuentra su dicha en vivirlas.
–¿La mentira es la facultad artística por excelencia del actor?
–El encuentro de la mentira es esencial para el actor. Ahora, hablar del personaje de teatro, de su búsqueda, de su proximidad y de su representación, de su vida conjugada con la del actor, nos llevaría más allá de los límites de esta charla.
–¿Cómo se dan la mentira y la verdad en el teatro?
–La verdad del teatro no es una verdad real, y el espectador y el actor lo saben muy bien. La dualidad, el desdoblamiento, el sentido simultáneo de uno mismo y de los otros no es un privilegio exclusivo del actor. El desdoblamiento o la dualidad es un hecho común a todo el mundo.
–El actor, mientras actúa, ¿tiene conciencia de que está diciendo un texto dramático (o no) escrito por otro?
–En mi opinión, sea cual sea la obra, en el instante en que el actor la interpreta en un estado de sensibilidad aguda, lo que el actor es, o lo que produce en su interior, lo sitúa en el seno mismo de la obra. Y el texto del autor deja de ser un texto literario para convertirse en una transcripción física, de la que él es el primer destinatario y el intermediario exclusivo. El actor comprende que él es la parte material, corporal del poeta, y que su misión no es otra que la de encontrar en ese texto impreso el estado físico, el estado de arrebato en el que se hallaba el autor en el momento en que escribía, y recrear en sí, con exactitud, las sensaciones y los sentimientos. En síntesis: el texto, para él, es una fórmula mágica de encantamiento. Y si el actor siente ese personaje, el fantasma se ha corporizado en él.
Luego de estrechar su mano, reintegrados al hervidero de la calle Corrientes, abriéndonos paso automáticamente en la pleamar del tránsito y los peatones, íbamos pensando a quién se parecía Nelly.
Nelly Prono no se parecía a nadie más que a sí misma. Por eso tendría siempre la edad de su mirada.
armandoalmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)