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INDIA Y MANUEL ORTIZ GUERRERO
–Lo que Flores hizo con mi hermano, el poeta Fontao Meza, el primero que le puso letra a India, es imperdonable, aunque yo ya lo perdoné hace tiempo, en vida de él, cuando éramos amigos y compinches. El que nunca lo perdonó fue mi hermano. Le retiró su amistad y hasta el saludo. A Manuel Ortiz Guerrero no le gustó la letra de Rigoberto. Y la cambió nomás. Su enojo y su resentimiento, Rigoberto se los llevó hasta la tumba. Solía decirme: «Reconozco que el poema que le hizo Ortiz Guerrero, aunque me duela, es muy superior al mío. Sé reconocer el talento y la superioridad de otros más talentosos que yo. Pero José Asunción no debió hacerme eso. Me dio una puñalada justo en medio del corazón». Y yo trataba de consolarlo de mil maneras para que se amigara con el maestro, y él, tozudo, se mantenía inflexible. La herida de mi hermano hizo mella en mi espíritu por un tiempo, por una cuestión sanguínea, de solidaridad, y le retaceé mi amistad al maestro. Sin embargo, su dulzura, su bondad, su ejemplar conducta de hombre bien nacido, pudieron más. Me ganó, y con el tiempo fui convirtiéndome en su amiga incondicional.
Hizo una pausa y prosiguió, imperturbable:
–Yo entiendo la actitud de Flores, lo que le hizo a mi hermano, y en cierto modo lo justifico porque yo también soy artista. Los artistas somos a veces egoístas, arrebatados, desleales, caprichosos como niños. Peleamos con todas nuestras armas para lograr el triunfo, la gloria, la fama, o imponer una obra nuestra. No nos importa quién cae a nuestro paso y a veces (no es el caso del maestro) pisamos cabezas de amigos, parientes, parejas. Solo importa nuestro arte. ¿Cuánto daño hacemos al transitar el camino que nos llevará al éxito? ¿Y qué es el éxito? Tal vez un espejismo, un relámpago que dura el fogonazo de un refucilo. Pero nos embriagan la fama y los aplausos, y cómo infla nuestro ego «tocar el cielo con las manos». La vida del artista no es fácil. El artista, me parece, no es una persona común, como cualquier hijo de vecino. Acaso esto suene a soberbia. Pienso, equivocada o no, que el artista es un elegido de Dios o del diablo. Me refiero al artista de verdad, con mayúscula.
COMO UN CABALLERO
–Es en ese sentido que entiendo y disculpo a Flores. ¿Por qué fue a ver a Ortiz Guerrero? Bueno, me dijeron que lo llevaron medio «forzado» la primera vez. Después fue solo, con la partitura de India en el bolsillo. Por lo visto, iba decidido a consultarlo sobre la letra, porque, si él estaba de acuerdo, la quería cambiar. No le gustaba. Algo andaba mal en esa composición y él, artista al fin, lo intuía. Y allá va, se presenta y le pide el cambio. A mí me dijo Flores que fue Ortiz Guerrero el que le propuso cambiar la letra porque no encajaba con la melodía. Yo le creo a Flores. Y lo que tuvo de bueno el maestro, a mi entender, fue que enseguida le comunicó a mi hermano el cambio. Se lo dijo en la cara, personalmente. Lo supe de boca de Flores y mi hermano me lo confirmó. Se portó como un caballero. Se dice que Agustín Barrios, «Mangoré», fue el músico más extraordinario de la historia del Paraguay. Yo diría: quizá el músico más extraordinario, si admitimos esos superlativos, el más grande de los músicos populares, es José Asunción Flores. La guarania pertenece al pueblo. Nadie puede discutir que es patrimonio de la Nación paraguaya. Es la música que llevamos en el alma, en la sangre.
«Y no es por disculpar a Flores, pero era joven, lleno de sueños, de ideas extraordinarias, de ímpetu; ¡quién lo paraba! Febril, incansable, hacía y deshacía cosas, golpeaba puertas, no se amilanaba ante nada ni ante nadie. Y lo que le facilitaba todo era su simpatía, su cordialidad, su carisma especial para caer bien a los demás. Su personalidad lo salvó del fracaso. Nació marcado por la estrella del éxito. Pese a las cosas horribles que pasó en su niñez, salió del barro y llegó a lo más alto. “Flores del yuyal”, le decía Ortiz Guerrero. Me parece imposible que ese hijo de la calle, el paraguayito cara sucia y travieso que correteaba con sus amiguitos por la estación del Ferrocarril Central del Paraguay, por la Plaza Uruguaya, por San Roque, entre pillerías de pequeño ratero, haya podido superar todas esas amarguras y haya llegado a ser el más grande músico del Paraguay, el creador de la inmortal guarania, que, no me cansaré de repetirlo, nos identifica y eleva ante el mundo entero.
«Tenemos la idea de que la inmortalidad es privilegio de pocos, de los grandes. Pero cada uno se juzga grande, cada uno tiende a pensar que su inmortalidad es necesaria. Yo creo en la inmortalidad de Flores.»
«FLORES ERA UN NIÑO DE LA CALLE»
–En varias oportunidades he discutido agriamente con amigos, como mi recordado Jacinto Herrera, Sara Antúnez y Nelly Prono, porque yo solía contar, y cuento, que Flores era un niño de la calle. Vagos, mendigos, lustrabotas, canillitas, delincuentes eran la población de los niños abandonados. Recordemos que a principios del siglo XX la transición de la infancia a la juventud era rauda. A Flores, las intensas vivencias de la calle, donde pasaba gran parte de sus días y, por qué no, de sus noches, lo hicieron precoz. A esa edad tenía un destino incierto. Sin padre, con la madre trabajando duramente para mantener el hogar y él sin trabajo, no estuvo lejos de vincularse a actividades marginales. Tanto, que por varios robos y hurtos y un sinnúmero de caídas en la Policía fue llevado a la Guardia Cárcel. Pero un elemento decisivo encarriló su vida: su vocación musical y su ambición de ser protagonista en ese campo. El futuro artista, aun deslizándose por esa delgada línea, no se inclinó más a actividades delictivas. El mismo Flores solía contar, en rueda de amigos (Jacinto Herrera, Ortiz Mayans, Lara Bareiro, Elvio Romero), que él y otros niños de la calle, solían robar de la iglesia San Roque candelabros y velas que luego vendían. Nelly y Sara me decían, enojadas: «No tenés que contar esas cosas feas. Ya bastante los argentinos nos tienen de menos para echar más tierra sobre nosotros». Querían que contase solo lo lindo. En la vida de todos los seres humanos existen luces y sombras.
«Flores escribió una autobiografía a máquina y firmada de su puño y letra, que tuve en mis manos y leí. Hizo tres copias: una se la dio al doctor Carlos Federico Abente (que todavía la debe tener), otra a Óscar Esteban Clérici y la tercera a Elvio Romero. En ella cuenta sus andanzas por las calles de Asunción y sus pillerías con otros mitã’i por los alrededores de la iglesia San Roque. No sé por qué muchos niegan esto y quieren pintar un Flores inmaculado y casto. Un Flores limpio de barro y casi angelical. No debemos avergonzarnos de su pasado ni convertirlo en un ser impoluto, sin mácula. Debemos decir la verdad y nada más que la verdad sobre él. No le hacemos ningún favor, creo, tapando las miserias de su vida. ¿Y por qué contar las miserias de su vida?, me preguntarán algunos. Porque, a mi juicio, tenemos que mostrarlo tal cual era. Se ha mentido y se miente sobre su vida, pero hay documentos y testigos que prueban lo que digo y no me dejarán engañar. Yo le tenía bastante amor para verlo con los ojos de la verdad. Allí están el doctor Carlos Federico Abente y Eva Parodi, su esposa, Óscar Esteban Clérici, Marcelino Gamarra, Elvio Romero, Sila Godoy, el escritor Carlos Garcete, Carlos Lara Bareiro y, en particular, Gilberto Rivarola, uno de sus más íntimos amigos, y otros.
«Ahora que soy viuda y no tengo compromisos de ninguna especie con nadie, puedo contar que Flores y yo vivimos un romance digno de figurar en la historia del romanticismo. Yo estaba muy enamorada de él, y creo que él de mí, aunque era muy picaflor. Les caía muy bien a las mujeres. Tenía una personalidad especial, atractiva; caíamos rendidas a sus pies. Tenía un don para los negocios del corazón y los goces carnales. Vivió soltero toda su vida. Nunca se casó. En varias ocasiones vivió en “concubinato” con distintas mujeres, pero jamás le dio el sí definitivo a ninguna. Y es lógico, un artista no tiene que casarse. La mayoría de las veces el matrimonio ata, corta alas y te convierte en un pobre tipo, o tipa, sometido y frustrado. El artista de verdad, me parece a mí, tiene que ser libre. Un bohemio, soñador y genio como Flores hizo bien en no casarse. Gracias a esa libertad de la que disponía a su gusto logró plasmar sus obras más excelsas. Su modo “egoísta”, entre comillas, de vivir le permitió alcanzar la cima de los grandes, de los elegidos…»
Sara Benítez calló. Su corazón estaba alborotado por la nostalgia. El cronista la contempló, seducido por la serenidad de aquel silencio. Era una mujer sencilla que sonreía aún anchamente al porvenir. A su alrededor hervía la vida.
armandoralmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)