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Nunca más hizo otra cosa que meterse en la piel de los personajes más diversos para contarnos historias risueñas, francamente reideras, tiernas, dramáticas. Pero no de una obra a otra. En una misma, o en una misma escena, su increíble ductilidad le hace pasear de una emoción a otra». Cuando se escriba la historia del teatro nacional –que ya se ha escrito, nos parece– Carlos Gómez figurará como una de sus más firmes columnas. Su marca registrada: la Compañía Baéz-Reisofer-Gómez.
A diferencia de lo que ocurrió con otros actores, conocimos antes al hombre Carlos Gómez en su trabajo de actor. Pero el giro no es perdido, pues en este caso se identifican actor y hombre; conociendo al uno se conoce al otro.
Carlos Gómez vivía en Asunción, en las calles Jejuí y 14 de Mayo, cerca de la Plaza Italia. En aquel tiempo, a los quince años, jugaba al fútbol con sus amigos o iban al cine a ver las películas de Charles Chaplin, las de cowboys con Gene Autry, Roy Rogers y el Llanero Solitario y, en especial, las series de Tarzán.
PERMANENTE «INDAGADOR»
Nació en Asunción en 1917. Su padre, tropero, se llamaba Félix Gómez Hermosa, y su madre, María Isabel Castillo. Cuando terminó su educación primaria, ingresó en el Colegio Comercio Nº 1. Después de la Guerra del Chaco, en la que participó como telefonista en Fortín Camacho, trabajaba por la mañana y por la tarde practicaba fútbol en el Club Nacional (4ª División); «luego jugué en mi querido Cerro Porteño, donde pude jugar algunos amistosos en 1ª», recordaría en Las huellas de un patriota en el arte. Era amable, sencillo, bromista y con un corazón muy grande. Pero quizá la palabra que mejor lo define es luchador: no se doblegaba jamás ante lo que pudiera traicionar su vocación y su autenticidad.
Cada actuación de Carlos Gómez era una lección de teatro. Se trataba –como él decía– de una enseñanza y de un aprendizaje, de un dar y recibir. Le gustaba repetir que en las tablas es donde el ser humano se enfrenta con las fronteras últimas de su condición: «Solo en los momentos en que el actor actúa, como en los terremotos en que afloran los estratos profundos, el hombre puede echar una mirada a lo más hondo de su ser».
Le preocupaba el hombre. Le interesaban los temas universales. Pero los temas universales solo pueden tratarse dentro de la «circunstancia». En el caso de Carlos, la circunstancia era «paraguaya». Le dolía el hombre paraguayo. Lo consideraban un actor nacional. En sus representaciones buscaba «quizá solo una cosa: indagar a fondo la condición del hombre del pueblo en un momento y en un lugar determinados de su existencia. En este caso, la condición humana del único hombre que conozco a fondo: el del Paraguay. Aunque la expresión conozco a fondo es una tontería. ¿A quién conocemos a fondo realmente? Habrá que decir la condición del hombre que menos mal conozco».
El Paraguay que Carlos Gómez representaba no solo era el Mariscal López y el Doctor Francia, el campesino y la campaña: también era el habitante de la ciudad, con su mezcla de escepticismo y ternura, resentimiento social e inagotable generosidad, sentimentalismo fácil e inteligencia analítica. Carlos Gómez era un indagador, un buceador, un recolector de personajes callejeros. Su naturalidad se daba en él en su actitud de eterna búsqueda.
JULIO CORREA Y SU TEATRO SOCIAL
«¿Qué es un actor para mí? Un artista que recita obras ajenas, dice textos de otros, presta su voz, su máscara y su cuerpo para dar vida a seres imaginarios parecidos a los de carne y hueso. ¿Para qué sirve el actor? Entre otras cosas, para entretener al público, llevarle un mensaje, abrirle los ojos ante cosas que suceden en la sociedad en la que vive. En una palabra: es el mensajero, el nexo entre la realidad y la fantasía, entre el sueño y lo ideal. El actor no es nadie sin el público. El teatro es el reflejo fiel de la vida, de lo que nos sucede, o de lo que nos puede suceder. El teatro es también una herramienta para denunciar las injusticias cometidas por las autoridades, señalar la corrupción. Ahí tenemos de ejemplo a don Julio Correa con su teatro social, con quien trabajé en mis comienzos, y también con Roque Centurión Miranda».
Entre este último y Miranda, Carlos Gómez se decidió por el primero:
«Don Julio Correa fue un revolucionario en todo el sentido de la palabra. Era un verdadero adelantado del teatro en guaraní. Ernesto Báez y yo nos formamos con él. A su lado aprendimos los secretos más reveladores de la escena. El verdadero teatro representado por auténticos hijos del pueblo: obreros, albañiles, gentes sin ninguna formación actoral, salidas de las entrañas mismas de la sociedad. En la compañía de don Julio salíamos a recorrer la campaña, los lugares más inhóspitos e increíbles. La mano de este revolucionario, dramaturgo, poeta, actor y director me formó total y definitivamente. Mejor dicho, formó a muchos actores y actrices que luego serían famosos. El caso, por citar solo quizá al más sobresaliente, de mi entrañable amigo y compañero de ruta Ernesto Báez. Caminando los más diversos escenarios, profesionales e improvisados, atrios de iglesias, pistas de baile de tierra, gallineros; sí, sí, gallineros convertidos en escenarios. Las mil y una aventuras. En el mundo alucinante y mágico de don Julio Correa aprendí la profesión de actor y a amar el teatro para siempre».
«…COMO LOS MALOS SUEÑOS»
Habíamos acudido al actor paraguayo para pedirle que respondiera una serie de preguntas acerca del teatro y del cine.
–¿Puede explicarnos en qué consiste el teatro?
–Podría preguntarle, ¿de qué angustia y de qué paz, de qué silencio, de qué desintegración, de qué soledad está hecho el sentimiento dramático? Sentimiento que por las noches procura el escenario, golpes desenfrenados de la imaginación, fantasmagorías, pero nunca pesadillas. Dichosos fantasmas del teatro y de la escena que se abandonan con pesar, se reencuentran con júbilo y no nos persiguen como los malos sueños.
»En el teatro, los elementos –cielo, luz, nubes y viento– no se parecen a los que componen la naturaleza. Este es otro mundo, embellecido, sin amenazas verdaderas. Todo despierta en nosotros suave, tiernamente, y todo aquello que es espantoso en la realidad, no tiene espanto; y todo nos da lo que por lo común la vida nos niega.
»Un mundo que no se parece al otro, liberado de lo mediocre y lo cotidiano, y en el cual nadie se puede instalar.
»Yo no conocía el alcance y la profundidad –solo los sentía– de la admiración, del placer que inspiran el ámbito y los objetos que lo ocupan, los objetos dramáticos; impulsado al teatro por el instinto, el sentido de lo dramático o de lo cómico que es un comienzo de vocación para el espectador y el actor e invade a quien entra en una sala de espectáculos, lo sentía con deleite, pero no me daba cuenta de su alcance.
»La alegría de vivir en un escenario, de participar de la magia de los objetos que allí se encuentran, de imaginar y prolongar cada sugestión que nos dan el menor rayo de luz o el menor detalle; todas esas apariencias que van de lo grotesco, de lo cómico a lo fantástico y despiertan en torno de uno el accidente o el pedazo, todo eso, en fin, es el calidoscopio de todas las sensaciones: aquí se vive una angustia que calma.
»Me pregunta qué es representar. Representar es hacer, me parece, presente mediante presencias. El “hecho dramático” es, pues, el actor. No hay teatro sin poeta, pero hay poesía sin teatro: el arte del comediante y el de la comedia viven uno para el otro, y uno del otro. El autor está en cualquier parte donde crear no es representar; el actor está solamente en la escena y no puede estar en ninguna otra parte.
»El misterio del teatro reside, además de en el actor, en la presencia real, aun antes de ser metamorfosis. Misterio profano del que una experiencia cotidiana nos revela los efectos y que justifica la superioridad o la inferioridad, según los casos, de la conversación sobre la correspondencia o de la pregunta oral sobre el examen escrito.
»El cine –siguió diciendo– dispone de la naturaleza, de la multitud y del desplazamiento en el espacio. El cine es técnica, luz, fotografía. La acción tiene por decorados todos los paisajes del mundo, los cielos y el fondo de los mares, por actor todo lo que respira y, por consiguiente, todo lo que muere. Miles de hombres y mujeres pueden desfilar por la pantalla, hacer bruscamente sensible en sus expresiones más densas o más brutales “la vida unánime”».
Y con un apretón de manos se despidió de nosotros Carlos Gómez en un atardecer de Buenos Aires de 1965, cuando había venido a filmar Convención de vagabundos, artista modesto y talentoso que seguía enseñando su garra de consumado actor.
armandoralmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)