Hay veces que un libro de un autor desconocido sorprende. No por extenso, sino por intenso. Es el caso de Julio Eduardo Peña Gill con su obra El árbol de los juguetes, un conjunto de relatos memorialísticos provistos de fuerza, rigor en el planteamiento y su ejecución y escritos sin complejos por un autor nacido en 1960 también aficionado al universo de la imagen, lo cual se hace patente en su prosa.
Entre lo que deja el 2014 está la edición póstuma de la primera novela de la escritora paraguaya Raquel Saguier (1940-2007): Los principios y el símbolo (1965), novela que precisamente en este flamante 2015 cumple ya medio siglo de existencia, aunque acabe de salir a la luz pública hace apenas unos meses, en septiembre. La primera novela publicada por Saguier, La niña que perdí en el circo (Asunción, RP Ediciones, 1987), es muy posterior a esta, escrita antes de los veinticinco años de edad y de la que hasta ahora solo existía una edición familiar de trescientos ejemplares. Nos comenta aquí su lectura el conocido crítico español José Vicente Peiró Barco.
Rubén Sapena Brugada (1940), primer embajador de Paraguay en la España de la transición democrática, nos reveló una faceta suya desconocida hace unos años: la de narrador. Y del mundo sociopolítico paraguayo. Con ¿Éramos tan felices…? (2009) ponía encima de la mesa el debate acerca de la aceptación de la felicidad en el régimen de Stroessner, y en ella se unía el exiliado con sus compatriotas al retornar después de su caída. Su segunda novela fue La princesa triste del Mercado Cuatro (2010), era una novela del progreso social por medio del sexo. Con mayor o menor acierto, Rubén Sapena es un contador de historias nato, con una escritura muy correcta y con un conocimiento de los entresijos de la novela cuya pretensión es la pura narratividad.
Sí, Encarnación también tiene actividad literaria. No podemos olvidar a la infatigable y tristemente desaparecida Lucía Scosceria de Cañellas, que nos deleitó sobre todo con sus cuentos. Ni aquella antología de poetas de Itapúa de principios de los años 90.
Desde Pedro Juan Caballero, y no desde Asunción, escribe novelas una persona: Cristian González Safstrand. Me sorprendió el que los mejores conocedores de los autores paraguayos, dentro del mismo país, no tuvieran noticias de él allá por los años noventa. Sin embargo, en 1990 había publicado ya cuatro novelas: Aventuras de un comisario de campaña y Sueños y conflictos (1984), en un mismo volumen, La vida y sus secuencias (1985), y La pesadilla (1989). Extraño era el que un autor paraguayo tuviese varias obras narrativas editadas por aquellos años, pero más sorprendente es que, en un país donde los escritores se suelen conocer entre sí, Cristian González Safstrand permaneciera apartado del mundanal ruido y del centralista ambiente literario asunceno.
Café con leche con pan y manteca tiene un arranque engañoso. Su primer capítulo, “Cuando llegan las sombras”, se sujeta a la estética realista con dos páginas iniciales descriptivas y, a continuación, un diálogo en el que aparece por primera vez el protagonista: César, a la edad de ocho años. Sin embargo, nada más lejos del realismo esta nueva novela de uno de los escritores más importantes que ha dado el Paraguay, como es Augusto Casola.