Café con leche con pan y manteca, de Augusto Casola

Café con leche con pan y manteca tiene un arranque engañoso. Su primer capítulo, “Cuando llegan las sombras”, se sujeta a la estética realista con dos páginas iniciales descriptivas y, a continuación, un diálogo en el que aparece por primera vez el protagonista: César, a la edad de ocho años. Sin embargo, nada más lejos del realismo esta nueva novela de uno de los escritores más importantes que ha dado el Paraguay, como es Augusto Casola.

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Ese pasado del primer capítulo da paso a un César adulto, casado con Estela, en vísperas de la ceremonia de matrimonio de su tercera hija: Celeste. La ruta de la novela irá transportándonos a diversos episodios de su vida, siempre marcados por la preparación de la boda. Este protagonista deambula entre la fantasía y la realidad, pero representa a un ser que no se adaptó al sistema de la dictadura y no supo obtener los beneficios que merecía, sobre todo económicos, representados por una posición social al menos media, como anhelaba su esposa. Recuerda esta sensación a la que Miguel Delibes exponía en su monólogo Cinco horas con Mario, salvando las distancias históricas recientes entre España y Paraguay. En el caso de César, su no afiliación al Partido Colorado en el poder y su decisión de mantenerse al margen del arribismo político le impiden progresar y escalar.

Pero esta historia, esparcida a lo largo de los 57 capítulos de la novela, no es tan simple como hemos relatado hasta ahora. Y no exclusivamente por el salto temporal del protagonista desde el presenta hacia el futuro o el pasado. Fuera del espacio físico paraguayo, existe otro de carácter ontológico en el que un inquisidor se encarga de reunir los testimonios del matrimonio como de la amante Zoraida. Ella estuvo enamorada después de haber iniciado su relación con César. Pero es ella quien mejor lo ha conocido y revela su afición al pensamiento, puesto que Estela anda más preocupada por un papel de mater familias que le ha correspondido vivir. Este inquisidor será el encargado de suministrar al autor de la novela los datos y situaciones de los tres personajes, encadenando sus acciones con una suculenta teoría de la creación novelística y de la capacidad de conexión entre ficción y realidad. Estas reflexiones del inquisidor son un aspecto no solo fundamental en la obra, sino también un sustento esencial de su estructura y de la propia acción.

Por otro lado, encontramos un lado metafísico. El fantasma del padre de César se manifiesta en su imaginación y permite enhebrar la conexión del pasado lejano con el presente del personaje… ¿o futuro? Una conjunción temporal que ese fantasma subraya para dar pie a la verdadera realidad vivida por el protagonista. Como él mismo manifiesta: “Un muerto es una realidad estéril, prescindible”, y “no necesita de nada ni de nadie”. Es un edificio derrumbado, ante lo cual la actitud de César será la de un muerto en vida. Una existencia tediosa, ansiosa de escape. Digamos que su mundo está rodeado de sueños, deseos y anhelos rotos, hasta incluso en el aspecto económico, puesto que observa cómo se han perdido los ahorros depositados en una entidad financiera por tanta gente, episodio real acaecido en 1995.

No obstante, también existe un fondo: el de la dictadura de Stroessner. Ahí tenemos al personaje que observa su paisaje de manera distanciada. De nuevo vemos ese universo casoliano de su novela Segundo Horror. Los favores y caídas en desgracia están a la orden del día, y César es un testigo de este universo. Episodios realmente acaecidos, como el del avance de los carperos aludiendo a épocas recientes, y para ello el autor ha seleccionado recortes de prensa incluidos a lo largo de la novela; una forma gráfica de establecer la relación entre el personaje desconocido y la historia, en una marcha dinámica en la que los acontecimientos superan a los deseos.

El destino se convierte en algo incierto, informe, para lo cual se necesita un genio creador que lo ordene. Un autor que nos dice que cuando se escribe sobre las propias experiencias, esa telaraña de acontecimientos que a lo largo del tiempo moldea un espacio, termina por adjudicar al conjunto la ambigüedad de la personalidad del autor. Es por ello que la obra también ofrece toda una teoría personal sobre la creación literaria y el carácter delator de la palabra para cualquier persona. Lo escrito es una confesión y en muchos casos una redención. No sabemos si Casola pretende redimirse, pero sí trazar una novela bien escrita, personal y original con la que transmitir un proceso observado a lo largo de su vida. Su experimentalismo no es fatuo, no es un simple juego: la novela aborda tanto la inspiración (sobre todo con el personaje del inquisidor) como su composición, además de relatar acontecimientos en una atmósfera que recuerda a la de su primera novela: El Laberinto, de la que ahora se cumplen 40 años de su edición. Al fin y al cabo, César se aproxima mucho a la protagonista de aquella novela, Susana, aunque esa soledad del mundo, inaccesible, también se percibe en Estela, quien, como ella, no tiene claro el objetivo por el que lucha, y termina por aceptar las imposiciones de un matrimonio vulgar y corriente y con hijos. En esta nueva novela son César y Estela quienes se encuentran en un laberinto de la mediocridad.

Posiblemente estemos ante la novela más redonda del autor. Se traslada ese universo tan personal manifestado en otras obras como Segundo Horror o los cuentos de Firracas y pandorgas. Es Casola un creador convencido, un examinador de una realidad asfixiante que traslada a su novela Café con leche con pan y manteca, incluso con sentido del humor en ocasiones, o al menos ironizando sobre su sociedad. Como manifiesta en el prólogo, es un privilegiado que conoce la vida a plenitud. Y la tarea narrativa. De resultas de este conocimiento, nos brinda una novela culta, más amena de lo que puede pensarse al examinar su estructura, y llena de emoción dentro de un mundo abrumador y tedioso.

Editor: Alcibiades González Delvalle - alcibiades@abc.com.py

 

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