Puedo empezar preguntando qué es la poesía, aunque la poesía no se hace para los críticos y para la crítica del propio poeta, pero la estética es inevitable. Creo en la realidad de la poesía. Y la entiendo como la eterna y fatal belleza contraria que tienta con su seguro secreto a tal hombre, o mujer, de espíritu ardiente. La relación que tiene Gladys Carmagnola con la poesía es la de las apasionadas. Ella tiene escondida en su casa, en su alma, por su gusto y amor, a la poesía.
Víctor-Jacinto Flecha es poeta, sociólogo, investigador, un hombre de letras; en síntesis: un verdadero intelectual que ha crecido sin cesar. En efecto, su ascenso ha sido un factor clave en la configuración cultural del Paraguay de hoy. Visto desde su larga perspectiva literaria y periodística, es —en muchos sentidos— un protagonista relevante. Es cierto que como intelectual ha afirmado su derecho de contribuir con la sociedad desde un primer momento. Era y es una suerte de custodio de la cultura, de todas las artes, ya fuese en décadas pasadas o en la actualidad. Siempre fue un espíritu libre, un aventurero de la mente, un mentor.
De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
En la esquina de las calles Estados Unidos y República de Colombia, casi en el corazón de la ciudad de Asunción, encaramada sobre un promontorio a modo de ciudadela, allí está todavía la enorme casa –escondida y triste– que parece un barco encallado en la cumbre de una pequeña selva exuberante, astillero silencioso de árboles, sostenida por carcomidos muros de ladrillos y piedras fortificadas, la casa en donde vivió su larga vida de escritora solitaria doña Josefina Plá hasta el día de su muerte. Allí se yergue todavía en medio del tráfago de los colectivos y los automóviles, como despertando de un letargo de siglos con su peculiar y desafiante fisonomía mostrando aún una humilde grandeza. Es como mirar la cara de otra época, porque el aire que domina a las construcciones modernas contrastan con la soledad y la tristeza que la embargan.
En la esquina de las calles Estados Unidos y República de Colombia, casi en el corazón de la ciudad de Asunción, encaramada sobre un promontorio a modo de ciudadela, allí está todavía la enorme casa –escondida y triste– que parece un barco encallado en la cumbre de una pequeña selva exuberante, astillero silencioso de árboles, sostenida por carcomidos muros de ladrillos y piedras fortificadas, la casa en donde vivió su larga vida de escritora solitaria doña Josefina Plá hasta el día de su muerte. Allí se yergue todavía en medio del tráfago de los colectivos y los automóviles, como despertando de un letargo de siglos con su peculiar y desafiante fisonomía mostrando aún una humilde grandeza. Es como mirar la cara de otra época, porque el aire que domina a las construcciones modernas contrastan con la soledad y la tristeza que la embargan.
Julio Correa formó su primer elenco reclutando gente del pueblo para formar sus actores. Obreros, campesinos, hombres de la tierra y del esfuerzo pusieron el hombro en el trabajo y se produjo el milagro. Las primeras representaciones consiguieron éxitos de tal magnitud que comprendió que se encontraba en presencia de su camino. A partir de ese momento, el áspero luchador que había en él, en lo sucesivo no explotó otra cantera, y se echó sobre la espalda la gran tarea: la creación del teatro en guaraní. Un día en que se hallaba ensayando una de sus obras, cuentan los cronistas de aquellos tiempos, vieron llegar a un albañil. Dejó su balde y su cuchara, y se acercó al ruedo. Se llamaba Luis Martínez y tenía aún sucias de cal las manos y la azul camisa proletaria.
Arsenio Erico estaba sentado tranquilamente en un rincón de su cafetería, en Ramos Mejía, firmando autógrafos y mostrándose cortes con todo el mundo. Otras veces, como en esa mañana específica que eligió el hombre de la capital para hacer su visita, Arsenio se mostraba feliz.