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Todos conocemos a Alcibiades González Delvalle, excelente periodista, dramaturgo y escritor, que siempre se destacó por su trabajo en aras de la cultura, además de ser, en los tiempos más duros de la dictadura de Stroessner, un hombre combativo y contestatario, no amilanándose ante las persecuciones y las amenazas. Amén de su militancia a favor de la libertad y de los derechos humanos, supo conquistar un destacado espacio en el quehacer artístico y teatral. Todavía recordamos sus novedosas y muy buenas obras teatrales: “Perú Rimá” (1987), “Hay tiempo para llorar” y “El grito del luisón” (1972). Su talento y su innata curiosidad por la historia, en especial por la Guerra de la Triple Alianza, lo llevaron a escribir “Procesados del 70” (1986), “Elisa” (1986), “San Fernando” (1989) y “Nuestros años grises” (1985). También cabe decir que en su peculiar novela “Función patronal” ya pintaba de manera descarnada y crítica la realidad sociopolítica del Paraguay como lo hace en “Un viento negro” (Premio de Novela Lidia Guanes 2012), libro que acto seguido criticaremos; mejor dicho, vamos a analizar.
“Forma parte de la obra”
En el Paraguay todavía se considera que la crítica literaria es parasitaria de las obras y muy pocos escritores han emprendido la aventura creativa de la crítica. Sobran los dedos de una mano para señalar a los críticos. Me atrevería a afirmar que casi no existe la crítica literaria. Hay, sí, muy buenos críticos de las artes plásticas, pero el crítico profesional de literatura brilla por su ausencia. Seguramente existen, no me quepan dudas, y hasta pueden ser brillantes. Sin embargo, están escondidos, acaso desperdiciados, ignorados por diarios, revistas y editoriales. ¿No hay plata para pagarles? ¿No les interesa a los medios incorporarlos a su planta? ¿O no será, asimismo, que no se publican revistas literarias en las que puedan desplegar sus cualidades? Pero el motivo de este trabajo no es hacer una crítica de la falta de crítica, sino un comentario apropósito de una obra.
A veces, para el escritor, la lectura es parte del proceso, que le ayuda a explicarse a él su tarea de escritor. En mi caso, yo creo que uno es lector por placer; sobre todo a mí me gusta expresar mi gusto. Yo no escribo crítica negativa; celebro autores y libros que me gustan, es lo que hago, en particular cuando escribo como ahora sobre “Un viento negro”, novela de Alcibiades González Delvalle. Rara vez he escrito alguna cosa adversa, mucho menos negativa o vengativa, contra un escritor. Para mí, la crítica es, en primer lugar, una celebración, un goce, una albricia, un anuncio, una anunciación casi en el sentido cristiano religioso. Pero es más allá de eso: un intento de encontrar la correspondencia que la obra reclama, el mensaje, el nivel crítico que yo siento que esa obra está reclamando, y que la obra va a sufrir si no tiene esa respuesta, esa correlación. Cuando esto se da en el grado más alto, cuando realmente la crítica corresponde a la obra, es casi una obra tan buena como la que le dio origen. Hay cien respuestas críticas con las que podríamos ejemplificar… Jean-Paul Sartre en su introducción a “Saint Genet”, “Cuadrivio” de Octavio Paz, Beguín hablando de los románticos, habría muchísimos ejemplos que dar; Max Erns, Robert Curtius escribiendo sobre Balzac, D. H. Lawrence al respecto de Melville; muestras, repito, en que la crítica deja de ser una reseña, una guía del lector o una pieza de ocasión para convertirse en la hermana de la obra, la acompañante o, al decir de Carlos Fuentes, “quizá la handmaiden, como se pronuncia en inglés dama de compañía, la que lleva la cola de la obra, pero que a partir de ese momento forma parte de la obra”.
“La historia como hecho vivo”
Podríamos discutir la relación entre la objetividad de Alcibiades González Delvalle en la novela “Un viento negro” y la realidad que “refleja” su libro. En esa discusión, la idea de historia es un hecho fundamental. Sobre todo si consideramos que la idea dominante que tenemos de la historia es la del siglo XIX: descriptiva, lineal, narrativa, que da la ilusión de verdad, como sucede también con algunas novelas. Podríamos preguntarnos ¿hay una particularidad en la novela que la distingue de la historia escrita por profesionales?
Yo creo que la novela da a la historia como hecho vivo, en el presente en el que recordamos y deseamos. De hecho, en una novela el lado histórico está siendo vivido como memoria y como deseo (pruebas al canto: “Un viento negro”), es decir que no hay otro pasado que el de la memoria en el presente y no hay más futuro que el del deseo también en el momento actual. Esto es lo que la literatura, la poesía, la novela –en este caso específico– dan de una manera insuperable.
Y puedo agregar: toda novela es histórica, ya que pasa en el tiempo. Y la de Alcibiades lo es. Es una respuesta al tiempo; además, lo crea. Hay una novela del tiempo y un tiempo de la novela. Las novelas más interesantes son las que crean un tiempo, las que recrean un tiempo, las que inventan un tiempo y no solo lo reflejan, por supuesto. Pero no hay novela que no sea histórica; no hay obra literaria ni artística que esté fuera del tiempo, fuera de la historia. Y “Un viento negro” tampoco lo está.
Permítaseme una ligera disquisición. Por ejemplo, en las grandes obras de la filosofía occidental, al lado de los temas ontológicos se esbozan, por lo general, una ética y también una estética, una poética; pensemos en los diálogos platónicos, en la obra de Aristóteles o en filósofos como Hegel, Dilthey, Heidegger, Adorno… En “Arte y poesía”, Heidegger afirma que la poesía es “instauración del ser” y posibilidad de aprehender las esencias: “Poetizar es el dar nombre original a los dioses. Pero a la palabra poética no le tocaría su fuerza nominativa, si los dioses mismos no nos dieran el habla”; y al preguntarse “¿cómo hablan los dioses?”, la voz de Hölderlin acude a su memoria: “Los signos son, / desde los tiempos remotos, el lenguaje de los dioses”. Las intuiciones del filósofo y del poeta se corresponden; la creación poética es, quizá, una de las formas perdurables que tiene el hombre para acceder a la divinidad. Un estrecho vínculo se establece entre la poesía y los mitos; a los dos los recorre la misma savia, los dos están animados por un parecido afán de trascendencia.
Escritores hispanoamericanos como Lezama Lima, Borges, Fuentes o Sabato resaltan la capacidad que tiene la literatura de actualizar los mitos y la historia sobre los cuales se construye la cultura, y acuden al pensamiento de Giambattista Vico, el primero en plantear la necesidad de escudriñar las tradiciones que permean la vida espiritual de los pueblos, que no se rigen por parámetros racionales, como las ciencias de la naturaleza, ni por criterios unívocos acerca de la verdad; la historia no es una relación concatenada de sucesos, sino la comprensión social y dinámica del quehacer humano, en la que la mente, la voluntad, el sentimiento y la imaginación determinan procesos discontinuos, avances y retrocesos que le dan cabida al azar, al caos, a lo impredecible y lo enigmático. Vico postula la peculiaridad de una “nueva ciencia” capaz de integrar el pensar filosófico y la vida social de las costumbres e introduce el concepto de “sensus communis” para referirse a la representación mítica, al culto religioso y al lenguaje que, según él, es la base sobre la cual se desarrolla la identidad de los pueblos. Dado que toda comunidad está marcada por la necesidad de conservar la memoria de aquellas costumbres, órdenes o leyes que la determinan, las lenguas son el vehículo a través del cual se difunde el espíritu de las naciones.
Las ciencias de la naturaleza
Con una perspectiva acorde con el mestizaje cultural de América Latina, José Lezama Lima afirma: “Recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie”. Quizá esa memoria y esa fuerza creadora son las que llevan a Alcibiades González Delvalle a rescatar del olvido la dictadura de terror del general Stroessner, que emana de la realidad paraguaya y que le da un sello particular a su obra. ¿De dónde proviene esa carga de culpas que se entreveran en el recuerdo, mientras la democracia olvida y se sacude y desentiende de aquel ayer terrorífico? ¿Por qué el olvido, el perdón y la indiferencia? A través de un lenguaje periodístico-literario, rico y sencillo al mismo tiempo, Delvalle actualiza el pasado y muestra la llaga, la herida todavía abierta; la esencia del lenguaje literario consiste en dar “sentido” y “pasión” a las cosas sensibles, tal como sucede con el juego infantil: es propio de los niños agarrar cosas inanimadas entre sus manos y, jugando, hablarles como si estas fueran personas vivas. Vico va todavía más lejos al resaltar los momentos que confluyen en la formación de imágenes míticas, pictóricas, poéticas, narrativas o musicales y puntualiza que sin la percepción, la memoria asociativa y la imaginación, a la razón le sería imposible realizar por sí misma el acto creador.
Cuando se lee “Un viento negro”, lo primero que llama la atención es la singularidad de la técnica. ¿Por qué Alcibiades ha roto el tiempo de su narración –amén de seguir un orden cronológico– y revuelto sus trozos? ¿Por qué la primera ventana a este mundo novelesco es el presente? El lector siente la tentación de buscar puntos de referencia y restablecer por sí mismo –después de los flashbacks– la cronología: “La viuda de Arzamendia abre la puerta con cuidado. La reciben los estruendos de las armas de fuego. Rápidamente vuelve a la radio cuando la voz firme del general Andrés Rodríguez, líder del alzamiento, anuncia los motivos que alientan a los militares a salir de los cuarteles. Uno de ellos es la defensa de los derechos humanos. Piensa en su hijo y se humedecen de lágrimas los ojos. Aumenta el volumen de la radio. Ya no teme que la escuchen y la vean deleitarse con la noticia de una sublevación…”. Aquí, el lector se detiene, pues se da cuenta de que el autor relata una historia conocida: Delvalle ha concebido, desde el vamos, pequeñas historias narradas en tiempo presente, que habla de un pasado que ya no existe; no podía relatar las cosas sino como lo ha hecho. En la novela clásica, la acción implica un nudo: por ejemplo, es el asesinato del padre Karamazov o el encuentro de Edouard y Bernard en “Les faux-monnayeur”. Se encuentra ese nudo en “Un viento negro”. Cada episodio o capítulo –que son cinco–, tan luego como se lo mira, se abre y deja ver tras sí otros episodios, todos los otros episodios. Todo sucede; la narración se desarrolla: se la descubre bajo cada palabra, como una presencia embarazosa y obscena, más o menos condensada según el caso. Se haría mal en considerar esas técnicas como ejercicios gratuitos de virtuosismo; una técnica novelesca nos remite siempre a la metafísica del novelista. La tarea del crítico consiste en descubrir esta antes de juzgar aquella. Ahora bien, salta a la vista que la metafísica de Alcibiades González Delvalle es una metafísica de la historia y del tiempo.
El orden de la razón
Lo que se descubre entonces es el pasado. No el límite ideal, cuyo lugar está marcado prudentemente entre el pasado y el porvenir: el presente de Alcibiades es fantasmagórico por esencia; es el acontecimiento que se lanza sobre nosotros como una piedra, enorme, impensable; que se lanza sobre nosotros y nos hace recordar. Más allá de ese pasado hay todo, está el presente. El presente surge del pasado, expulsando los recuerdos; es una suma que vuelve a empezar perpetuamente.
El orden del pasado es el orden del corazón. No hay por qué creer que el presente, cuando pasa, se convierte en el más próximo de nuestros recuerdos. Su metamorfosis puede hacerlo caer en el fondo de nuestra memoria, como también dejarlo en la superficie; solo su densidad propia y la significación dramática de nuestra vida deciden su nivel.
Tal es el tiempo de Alcibiades. ¿No se lo reconoce? En el presente de su narración y que vuelve de atrás para adelante, sus bruscas invasiones del pasado, su orden afectivo, opuesto al orden intelectual y voluntario que es cronológico y habla de la realidad, esos recuerdos y obsesiones monstruosas y discontinuas, esas intermitencias del corazón, ¿no se vuelve a encontrar el tiempo perdido y recuperado de Marcel Proust? No se me ocultan las diferencias: sé, por ejemplo, que la salvación, para Proust, está en el tiempo mismo, en la reaparición integral del pasado. Para Alcibiades, al contrario, el pasado nunca está perdido –por desgracia–, está siempre presente, es una obsesión. No se evade del mundo temporal sino por medio de catarsis. Para Alcibiades, hay que recordar el pasado.
Para él, como para Proust, el tiempo es, ante todo, lo que separa. Uno recuerda los estupores de los personajes proustianos que ya no pueden volver a sus amores pasados, a esos amantes que nos escriben “Los placeres y los días”, aferrados a sus pasiones porque temen que pasen y saben que pasarán. En Alcibiades se volverá a encontrar la misma angustia.
La novela ha sido siempre un hecho cumplido más que un proyecto, una realidad sólida antes que un experimento azaroso. Por lo mismo que el nacimiento del género fue indirecto, derivado, al surgir como un desgajamiento del mundo épico, debió afirmarse con cristalizaciones, no con ensayos. Aunque Lukacs (“Teoría de la novela”) afirma que “la novela es la forma de la virilidad madura, en oposición a la infantilidad normativa de la epopeya”, más cierto resulta que la novela debió luchar largamente para imponerse como tal, para ser tomada en serio. En una palabra, tardó en ser reconocida como arte. ¿Por qué? Por la carga sustancial del elemento antiartístico que la lleva encapsulada. Y este elemento retardatario, este gravamen oneroso de la novela es el mismo que determina, simultánea y contradictoriamente, su bajeza y su nobleza: es la realidad.
Con una proyección estética, “la forma” de la novela puede interpretarse literalmente como expresión del desamparo trascendental y como conciencia de temporalidad; el estado de ánimo que la engendra es, en esencia, el pasado, la nostalgia; más concretamente, la nostalgia del ser y, en este sentido, se hermana con la poesía. La novela aparece como la posibilidad de representar lo que para siempre quedó perdido en el pasado (como las historias de “Un viento negro”) o en la aurora de los tiempos.
La novela puede ser la encarnación de la necesidad trágica de “apuesta” a los orígenes y su estructura representa la expresión simbólica del eterno retorno. En la novela –“fabular”– se vivencia esa especie de hueco que atrae a la representación y, por ello, la fuerza que la anima es la añoranza; a partir del ritmo, el tono y las voces narrativas, la novela confronta y desentraña los múltiples interrogantes por el origen, por la soledad, por la historia, por el dolor y la muerte, que le dan sentido y proyección a la existencia humana, tal como se evidencia en la obra de Alcibiades González Delvalle que, a partir de hechos verídicos, parece replegar la historia paraguaya a los orígenes de la dictadura de Stroessner.
Un viento negro
Una de las ventajas de la novela sobre el ensayo y, en general, sobre el periodismo y la filosofía, es que puede responder, digamos así, a los más oscuros dilemas de la existencia; Dios, el destino, el sentido de la vida, la esperanza. Además de ideas, la novela responde con símbolos, mitos e historias, con los recuerdos del pensamiento mágico.
En “Un viento negro”, Delvalle materializa el pasado stronista para recuperar el tiempo histórico; más que una novela, parece un documental feroz y atroz al mismo tiempo; es un viaje por el tiempo, un peregrinaje hacia un pasado del Paraguay bajo el dominio de la dictadura de casi 35 años, hacia un universo de torturas y muerte: “El viento negro del miedo envuelve a todos en el sordo gemido de terror que es corolario del grito de la carne torturada en los sótanos del Departamento de Investigaciones, la prisión de Emboscada o la de Abraham Cué, en San Juan Bautista, reino de los Pastor Coronel, Cantero, Saprisa, que apagan sus cigarrillos en los genitales de la víctima, hombre o mujer”, dice Augusto Casola.
Recuerdo y expiación, recreación de esos extremos que en el Paraguay forman parte integral de la visión de la historia. Entre nosotros la dictadura fue una explosión, un estallido. Muertes, persecuciones, cárceles y lamentos, rezos y aullidos se aliaban en nuestro pasado. Nuestro recuerdo es también un duelo todavía no resuelto. “Un viento negro” se erige en una especie de memorial que hace girar el universo de la historia a ese único plano del ser que se realiza en el recuerdo del pasado y que es el ámbito para la identidad; allí todo confluye y se reencuentra, se desdobla y se une, resuena y se silencia, se extingue y germina. Sus personajes son de carne y hueso: Blas Arzamendia, Dionisio Rojas, Ramón Segovia, Rainundo Flores y Eva Alonso. Tienen sangre, voz y dolor. Gracias al designio de “Un viento negro”, el pasado se eterniza en el presente y el presente es, en sí, futuro y un eterno retorno.
Alcibiades convoca el pasado para que renazca del olvido; como si la memoria fuera el verdadero rostro y la palabra, su máscara, va urdiendo un laberinto que se materializa en cuerpos y voces, y que, por el impacto de los sucesos, obliga a buscar, a olvidar, ese destino desventurado en el que torturas y muertes son “encuentros” posibles con el desamparo social, con la realidad desnuda y la necesidad de escapar. El Paraguay es la encrucijada que alberga todas las culpas de los hombres, por eso los sobrevivientes escapan de la muerte hacia otros países. Ellos sabían del cielo y del infierno. La memoria es el vínculo entre la vida y la muerte. Félix Grande llama a la memoria “ese cordón umbilical del tiempo”. Gracias a ella, la voz de Alcibiades se torna presente.
Los ecos del pasado rebotan en ese espejo del tiempo que es “Un viento negro”; tal vez sea posible concluir que el universo rescatado y recreado se proyecten como un reflejo solar y quemante, y que, desde nuestra memoria de pueblo, no olvidemos y no permitamos que nunca más soplen vientos negros… Por su estructura histórica y circular, y por su canto a la libertad, “Un viento negro” cierra un trágico ciclo pasado y prefigura el porvenir que vendrá; un porvenir posible de libertad en el que se pueda imaginar, más allá de fanatismos, culpas y pecados, una democracia en paz en la que el paraguayo vuelva a caminar libremente y pueda soñar.
armandoralmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)