Arsenio Erico, el Gardel del fútbol

Arsenio Erico estaba sentado tranquilamente en un rincón de su cafetería, en Ramos Mejía, firmando autógrafos y mostrándose cortes con todo el mundo. Otras veces, como en esa mañana específica que eligió el hombre de la capital para hacer su visita, Arsenio se mostraba feliz.

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—Soy periodista y vengo de parte de su amigo Elvio Romero —se presentó el hombre.

—¿Lo manda Elvio?
—Sí —respondió el hombre.

—Ah, sí. Elvio me habló de usted —le dijo Arsenio estrechándole la mano—. Ahora me acuerdo. Venga…

Tomaron asiento en una apartada mesita.

En ese entonces de casi cincuenta años, Arsenio Erico era un hombre de aspecto distinguido, que envejecía con la misma gracia con que había jugado en la cancha de fútbol, con trajes de corte impecable, sus cabellos bien peinados y un cuerpo de no muy alta estatura. El pelo con algunas hebras grises le escaseaban en la coronilla, pero solo un poco; tenía algunas arrugas prematuras y su expresión, la de siempre, sonriente.

Arsenio Pastor Erico Martínez nació el 30 de marzo de 1915 en Asunción. Hijo de Guillermo Erico y Margarita Martínez de Erico. Eran tres hermanos: Armando, Adolfo y Darío. Sus abuelos fueron italianos, que como muchos de sus compatriotas vinieron a “hacerse la América en el Paraguay”.

Estudió la primaria en la Escuela General Díaz, y la secundaria en el Colegio Nacional y luego en el Natalicio Talavera. Según cuentan, era buen alumno, inteligente y respetuoso, aunque un poco travieso.

“No me gusta la publicidad, le disparo a las poses y al exhibicionismo y a todas esas cosas que no conducen a nada. Todo el que me conoce sabe que soy sencillo, también saben que no me gusta hablar de fútbol. Más que hablar de fútbol, prefiero jugarlo. Aunque ahora, por supuesto, ya no puedo. No solo ahora no me gusta hablar de fútbol, sino siempre. En la historia de toda mi carrera —ya sea con mis compañeros— jamás hablaba de fútbol. De cualquier cosa menos de pelota. Ni siquiera con mi mujer lo hago, a pesar de que ella es hincha fanática de Independiente. Yo siempre le digo a quienes vienen a visitarme: ‘Entren, pero ya saben: nada de hablar de fútbol’. Eran otras épocas también. El fútbol era otra cosa. No quiero caer en eso de que todo tiempo pasado fue mejor. Al menos a mí me parece que fue más brillante. En la vida hay cosas buenas y malas que no se pueden explicar así nomás. Por ejemplo, tengo docenas de anécdotas sobre la responsabilidad que significaba en mis tiempos jugar al fútbol. No vivíamos vigilados ni concentrados rigurosamente. Había indisciplinados, igual que siempre, pero de lo que no se dice nada es de los centenares de jugadores que, ganando mucho menos dinero que hoy, nos cuidábamos más sin necesidad de ser encerrados. Yo nunca salí de Merlo, no teníamos como ahora dos automóviles por cada jugador. Viajaba en colectivo hasta Avellaneda y volvía y me encerraba solo a esperar el partido, y nos entrenábamos los martes y jueves, nada más. En la actualidad se entrenan como atletas no como futbolistas. Corren y corren. ¿Están mejor físicamente? ¡No! Si al fútbol no se juega físicamente, se juega corriendo, pero corriendo no se juega… El que juega quiere jugar y nada más. El fundamento del fútbol, lo principal, es el dominio de la pelota, y con ese dominio, la presencia del gambeteador que limpia la cancha. Ahora dicen que gambetear es un defecto”.

El fútbol y nada más que el fútbol

“La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber —dice Eduardo Galeano—. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin del siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez”.

Borges, en cambio, afirmaba: “Me gusta el box. Reconozco que, desde luego, es más atractivo que un match de fútbol. Al menos en el box hay dos hombres que se enfrentan. Pero un conjunto de muchachones entreteniéndose en patear una pelota es algo que siempre me pareció bastante estúpido”.

Cuando Erico tenía 20 años comenzó a jugar en Independiente. La gente decía que era un glotón porque gambeteaba mucho. “Claro que gambeteo. Es para abrirme paso y así poder darle al hincha el gol que es lo que espera y más le gusta”, recordaba.

“Ah, el fútbol y nada más que el fútbol, deporte que me apasionaba, me absorbía por completo. Además, minuto que me sobraba, era minuto para practicar con la pelota. Vivía prácticamente jugando, ensayando, practicando —decía Arsenio Erico mientras tomaba mate—. Nunca me cansaba de entrenar. Era una especie de enfermo del fútbol, por decirlo así. No existía otra cosa que me gustara más”.

Y agregaba:

“Después que colgué los botines (siempre hay un momento para colgar los botines, te dediques a lo que te dediques), allá por el 49, por culpa de mi magullada rodilla izquierda. Tenía los meniscos hechos puré a raíz de las múltiples patadas, de los trancazos y los golpes recibidos en mi larga carrera futbolística. El jugador es un profesional que se gana la vida con las piernas. No tuve más remedio que colgar los botines y me dediqué por algún tiempo a ser entrenador —hoy se dice director técnico— de varios clubes como Nacional, Sol de América. Después me retiré definitivamente del fútbol. Sin embargo, seguí “jugando a la pelota”, ya que me hice comentarista deportivo en Radio Teleco. Fue una linda experiencia que duró poco; unos tres meses más o menos. Me acompañaba el querido actor Carlos Gómez, que recitaba poesías para amenizar mis comentarios, y el músico Neneco Norton. Luego volví a Buenos Aires, ciudad a la que siento como propia, puesto que la amo tanto como a Asunción. Aquí tengo a mis mejores amigos y estoy en mi elemento. El cariño y el respeto de la gente cuentan mucho en estos
casos.

La cafetería de Ramos Mejía

“No hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Al no poder correr más ni volar por los aires y cabecear una pelota, o dar un remate y meter un gol, volví a mi viejo amor: la lectura —decía—. Me pasaba leyendo novelas policiales (La bestia debe morir, de Nicholas Blake, me gusta mucho) y, luego, toda clase de libros. Un día, un amigo del alma, nada menos que el maestro José Asunción Flores, me regaló un libro de Augusto Roa Bastos (que después sería mi amigo), otro compatriota talentoso en lo suyo, El trueno entre las hojas e Hijo de Hombre, y quedé encantado. A raíz de estos libros trabamos una hermosa amistad. Venía a visitarme con Flores a la cafetería, aquí, que yo regenteo con mi amigo Pedro Ricciardi, Pito para los amigos…”.

En 1962 abrió sus puertas la Cafetería Baric SRL, en Ramos Mejía al 13.000, frente a la estación del ferrocarril. La sociedad funcionaba por sus dos accionistas fundamentales: Arsenio Erico y Pedro Ricciardi. Allí se vendía el famoso café Maranao. Era un lugar muy concurrido, no por el buen café, sino por la presencia del bueno de Erico, dice Roque Meza Vera, en su libro El Paraguayo de oro.

Arsenio tomaba poco café. Mucho mate en invierno y en verano el refrescante tereré con mucho pohâ ro’ysâ. Allí no faltaba la buena música paraguaya. De un viejo tocadiscos salían las melodías de las grabaciones en disco de nuestros artistas nativos. Le encantaba a Arsenio pasar el tiempo escuchando la dulce música paraguaya.

Además de los clientes de la cafetería, estaban siempre los amigos de Arsenio que lo visitaban para llevar adelante alegres tertulias. La mayoría eran paraguayos. Músicos, exfutbolistas radicados en la capital porteña. Con la presencia de Arsenio en el negocio, siempre había buena clientela y, por supuesto, las ventas aumentaban.

Arsenio almorzaba con Pito Ricciardi en un restorán de enfrente y luego volvían a su lugar de trabajo. Alrededor de las siete u ocho de la noche cerraban el local y cada uno a su casa. Erico iba derechito rumbo a su hogar, era muy casero. Allí, invariablemente, le esperaba algún amigo con quien tomaba un vermut mientras jugaban al truco disfrutando de la amistad.

“En una de esas visitas —proseguía Erico, sin dejar de tomar mate— le conté a Roa Bastos que yo había conocido a Armando Bo, cuando era jugador de básquet en Boca Juniors, antes de que fuera actor, y yo jugaba en Independiente. A Armando también le gustaba el fútbol y venía a verme jugar. En cambio, a Roa no le agrada este deporte. Él es, lo que se dice, un verdadero intelectual. Sin embargo, su sencillez, humildad y camaradería lo hacen muy agradable. Asunción Flores era vecino mío, vivía en Ramos Mejía, y yo en Castelar. Ahora se mudó al centro, creo. Me dijeron que está muy enfermo del corazón. Tendré que ir a visitarlo… Solía armar unos impresionantes encuentros musicales en su casa, asado de por medio. Allí se daban cita la mayoría de los paraguayos que vivían en el exilio. No era mi caso, puesto que no soy un exiliado político. En una de esas fiestas, de aquellos encuentros musicales, conocí a otro paraguayo famoso, el poeta Elvio Romero, que también fue y es todavía mi amigo. En aquel tiempo, los paraguayos éramos muy unidos, fuéramos del bando político que fuéramos. Fiesta que había, allí estaban. Y yo, a veces, participaba con ellos. Cuando tenía que hacer algunos trámites en el centro, caía por el Café Berna, lugar de reunión de estos amigos, e invariablemente los encontraba en plena reunión ‘conspirativa’. Los que siempre estaban, después de las cuatro o cinco de la tarde, eran Roa Bastos, Elvio Romero, Asunción Flores, Francisco Alvarenga y Édgar Valdez; este último, una especie de escritor o crítico literario, me parece. Se ponían contentos de verme y si hablaban de política, enseguida cambiaban de tema para que yo no me sintiera incómodo. Ellos sabían que mi fuerte no es la política y que no milito en ninguna fracción o partido. Entonces hablábamos de bueyes perdidos, como se dice, y al volverme para mi casa, Asunción Flores me acompañaba a tomar el tren en Once y veníamos juntos”.

La felicidad

“Es un hombre extraordinario, justo y honesto a carta cabal. Solidario y servicial. Siempre está atento para hacer el bien. La dulzura, la intransigencia, la lealtad, todo en él es excesivo. Nunca me voy a olvidar cuando el día de mi cumpleaños, un 30 de marzo, me trajo una serenata con un grupo de músicos amigos. Tiene esa bella costumbre. Mi esposa, Aurelia Blanco, le guarda mucho aprecio a Flores. A veces, sabiendo que le gusta con locura el mate cocido quemado y el so’o josopy, se lo prepara especialmente. Y él se pone feliz como un niño, o un perro con dos colas. En realidad, es un niño grande. Le gusta comer y nunca se sacia; gordo, comilón y mujeriego como él solo. Y Flores se muere de gusto. Con estas cosas simples somos muy felices. No necesitamos más. La felicidad está a veces muy cerca de nosotros, al alcance de la mano. Depende de saber descubrirla y disfrutarla”.

Independiente sale campeón de la AFA con Erico en los años 1938 y 1939. El centro delantero paraguayo se consagra máximo goleador de los años 1937, 1938 y 1939 en forma consecutiva. En su trayectoria por los campos deportivos integra varias delanteras, pero la que alcanzó fama fue la compuesta por Maril, De la Mata, Erico, Sastre y Zorrilla. Esta vanguardia ha dejado recuerdos imborrables para los amantes del buen fútbol. Jugaban de memoria, se divertían y hacían divertir al público que llenaba los estadios para verlos jugar. Los jugadores actúan, con las piernas, en una representación destinada a un público de miles o millones de fervorosos que a ella asisten, desde las tribunas o desde sus casas, con el alma en vilo. Estos cinco jugadores de Independiente entraban a dar buen fútbol porque les gustaba y lo llevaban en el alma. Y jugaban por el gusto de jugar. Las ganas de jugar le hacían cosquillas en el cuerpo. Esa fue la fórmula del éxito. Estos muchachos, alegres, cuando perdían tenían este lema: “Perdimos, pero nos divertimos”.

“Ya no le llamaban Erico, le decían: El hombre de goma. El paraguayo de oro. El hombre de mimbre. El mago. El aviador. El duende rojo. El diablo saltarín. El saltarín rojo. El rey del gol. Mister gol. El hombre de plástico. El virtuoso. El semi-Dios… Esos fueron sus títulos y los elogios de la prensa no tuvieron límites”.

(Testimonio recogido por Roque Meza Vera).

“Él tenía, escondidos en el cuerpo —dice Eduardo Galeano en su libro El fútbol a sol y sombra—, resortes secretos. Saltaba el muy brujo, sin tomar impulso, y su cabeza llegaba siempre más alto que las manos del arquero, y cuando más dormidas parecían sus piernas, con más fuerza descargaban de pronto latigazos al gol. Con frecuencia, Erico azotaba de taquito. No hubo tacó más certero en la historia del fútbol.

“Cuando Erico no hacía goles, los ofrecía, servidos, a sus compañeros. Cátulo Castillo le dedicó un tango:

Pasará un milenio sin que nadie repita tu proeza del pase de taquito o de cabeza”.

Una máquina de picar carne humana.

Amagaba tirar fuerte y le pegaba de taquito donde nadie lo esperaba. Aparecía la gambeta zigzagueante y veloz como un rayo esquivando las piernas alevosas de los adversarios que no podían pararlo. De alto, un trampolín. De bajo, una gacela. Siempre se escurría a toda vigilancia. Y comenzaba la cosecha de sus goles magistrales que hacían temblar cualquier
estadio.

—¿Qué opina de los magnates de hoy en día que compran clubes y jugadores? —se le preguntó.

—¿Qué quiere que le diga? —dijo—. En vez de abrir bancos, financieras o sociedades anónimas, o comprar obras de arte, invierten en futbolistas. Es una moda que está empezando a imponerse. Ellos buscan jugadores de primera, de pura sangre, como pasa con los caballos, y los compran. El fútbol, en el mundo entero, de la noche a la mañana se está convirtiendo en uno de los negocios más lucrativos, en una mina de oro. Y la explotan y la seguirán explotando. Mejor dicho, explotan a los jugadores. Porque, a pesar de que les pagan bien, existe una mafia que se las sabe todas para sacar sus ventajas. Y siempre, siempre, por más letrado que uno fuera (aunque la mayoría de los jugadores no tienen nada de letrado, salvo unos pocos), salen mal parados de las transacciones que hacen los clubes y la AFA. Son muchos los que meten la mano en la lata y todos quieren grandes ganancias. Existen muchos mercenarios. Uno de ellos, lo que hoy se llama ‘representante’, y el otro, director técnico. De esta manera el fútbol (que ayer fue amor, pasión, fantasía y belleza) hoy se convirtió en una tecnocracia del orden, un aparato de reventar gente, en una máquina de picar carne humana.

En el año 1940 mientras jugaba un partido contra Racing recibió un tremendo puntapié en la rodilla izquierda. Esa lesión fue la que le obligó, años después, a abandonar el fútbol. Luego, en 1941, tuvieron que operarlo de los meniscos y ya no quedó bien. Sin embargo, en 1946, con la camiseta de su querido Independiente, marcó su último gol frente a Huracán.

El otro grande, Alfredo Di Stéfano, “La zaeta rubia”, dijo de Erico al diario Marca, de Madrid, en 1964: “Mi ídolo de pibe fue el máximo goleador del fútbol argentino, Arsenio Erico. Porque era un artista del gol, un acróbata, un bailarín del área, un genio para jugar balones aéreos con la cabeza o con los tacos y, sobre todo, porque metía goles”.

—Arsenio, ¿qué tal si nos cuenta cómo fueron sus últimos partidos?
Y entonces Erico se acomodó en su asiento y regresó a la cancha, reviviendo una de sus penúltimas jugadas.

—El arquero del equipo contrario patea con fuerza la pelota y la manda hacia el cenit, cerca del sol, se detiene un momento, se inmoviliza, y luego cae veloz, como una flecha, y la mayoría de los jugadores corremos ansiosos hacia donde va a caer y allí la esperamos, empujándonos, viendo quién la puede recibir primero. Entonces yo salto, elevado por un resorte misterioso y salgo disparado por los aires, arriba, más arriba que los otros que pujan por tocar la redonda, igual que un águila, cabeceo, y de nuevo el balón sale disparado en el espacio y va a caer, después de hacer una larga e interminable parábola, cerca del arco enemigo. El público, los hinchas, rugen en las tribunas como fieras, algunas gargantas se convierten en alaridos, no se sabe si es de alegría o de enojo, y el grupo de jugadores corre detrás de la pelota, pero tarde porque el arquero ya la tiene en sus manos y la tira de nuevo hacia el arco enemigo, ahora el de nosotros, y yo corro como un felino y la pelota cae en mi pecho, la bajo sobre el muslo derecho, la paro bajo mis pies; miro a mi alrededor, rápido, y veo que se me vienen encima una docena de hombres con los tapones de punta, dispuestos a todo, a destrozarme si no les entrego el balón. Siento dolor en mi pierna izquierda, son los meniscos; los eternos meniscos magullados o rotos, pero sigo jugando. No puedo ni debo detenerme. Si me quedo, pierdo. Empiezo a correr gambeteando, la mía, y acrobacias mediante llego a unos metros del arco contrario, me preparo para patear un gol seguro, cuando siento que me caen encima de las piernas dos moles, que me tiran sus patadas para matarme, y ruedo sobre el pasto con un fuertísimo dolor en la rodilla izquierda, mi rota rodilla, y tengo la sensación de que está cargada de vidrio molido que me apuñalan las carnes. La tribuna lanza un alarido de dolor, como si fueran ellos los golpeados, y el pito del referí marca penal. La cabeza me da vueltas, siento un mareo extraño, todo gira a mí alrededor y la rodilla me duele cada vez más. Borrosamente veo que dos personas con una valijita me rodean, preguntan cosas que entiendo a medias, hacen señas y dicen que me tranquilice. Muevo la pierna golpeada y siento que un millón de agujas me punzan la rodilla. Entonces, respiro hondo, muerdo los dientes, y me digo, mejor dicho pienso: “Arsenio, esto es el principio del fin…”.

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