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En un abismo sin fondo
Artista, creador, Hermann Guggiari comulgaba con sus esculturas. No era el escultor frío, el modelador de lindas figuras, el hábil artesano, sino un espíritu en tirantez vibrando al mismo tiempo que las esculturas que salían de sus manos, infundiéndoles vida y expresión. Sus creaciones nacían de un ardor casi místico y que, arraigadas en la naturaleza, parecían crecer hacia las alturas. Él ofrecía a su inquietud, a su impotencia ante las cosas, el refugio de una inalterable confianza y de una paciencia infinita. Era un ejemplo, un corazón ardiente, manos que hacían grandezas.
Fui en diversas oportunidades a su taller de España y General Santos a verlo trabajar en sus esculturas, de mirarlo vivir en su casa; casi con verdadero estupor descubrí la inmensidad de su obra, cada una de cuyas partes es otra cosa, cada uno de cuyos fragmentos es un conjunto, cada uno de cuyos torsos es una riqueza infinita.
Dejémosle hablar a él: “Fui compañero de Libero Baadi, Alicia Penalva, Curatello Manes y Lucio Fontana; con este último me desempeñé como ayudante en una exposición que se realizó en el año 1945, en la avenida 9 de Julio, con la dirección del grabador y pintor Alfredo Guido”.
Había recorrido Buenos Aires para conocer sus calles, su gente, sus museos y acumular materiales que debían constituir su obra sobre los metales. Por otra parte, él admiraba las obras de arte exhibidas en la capital porteña; su profunda intuición le había permitido ver todo lo que encerraban esos museos grandiosos y su buen gusto le había revelado el esplendor de las creaciones plásticas argentinas.
Cuando regresó al Paraguay, lo encontró convulsionado. Le aterraba ver que su país se hundía en una noche sin aurora, en un abismo sin fondo. Trabaja siempre. Produce. Pero su producción toma más bien el carácter del cumplimiento de un compromiso que el de fruto espontáneo, desinteresado, fluido, de una inquietud. Aunque lo diga, el contacto con la realidad paraguaya no le hace concebir esperanzas acerca de un gran resurgimiento. Rememoraba esos días con un poco de amargura. Lo escuchaba, con la boca ligeramente abierta, y parecía que aspiraba las palabras del Maestro.
Sus ideas libertarias y democráticas le valieron el destierro luego de la sangrienta guerra civil de 1947 —hasta 1954— y la marginación cultural y el apresamiento en varias ocasiones durante la dictadura de Alfredo Stroessner. Ante la carencia de un Salón Nacional de Artes Plásticas en el Paraguay, organizó anualmente —desde 1970 hasta 1995— exposiciones y ferias en la temporada navideña, en el denominado Bosque de los artistas, de su propiedad. Con el tiempo la feria se constituyó en encuentro obligado de la producción artística, llegando a contar con doscientos participantes en sus últimas ediciones. “Por muchas razones no nos hemos expresado en nuestro país a través de la escultura —volvía a ser Hermann quien hablaba—. Toda nuestra historia de guerras no nos ha permitido crear una cultura de manera continua o más regular… Como hombre y como artista, marcho hacia un mundo nuevo”.
“Pasado un tiempo la vida entera parecía no tener ningún sentido en absoluto —decía—. El Paraguay en más del noventa por ciento de su historia vivió bajo sistemas totalitarios y muy pocos años de libertad y oportunidad de creación tuvimos los paraguayos. De ahí que nuestras gentes sean un poco conservadoras en materia artística. Fuimos siempre dirigidos. El temor al ridículo impuso frenos a la búsqueda de identidades estéticas. La creación es libertad, crear es ser libre y en ese aspecto tenemos mucho que hacer; levantar este país en democracia va a ser difícil, llevará años.
“He luchado contra la dictadura de Higinio Morínigo y estuve siete años desterrado. Más tarde, me tocó la tiranía de Stroessner, que soporté mal e indiferente, porque ya con siete hijos no me pude dedicar de lleno a la política. Sufrí prisión varias veces, la última por querer hacer una escultura en homenaje a la libertad. Fue en el 63.
“Los paraguayos —siguió diciendo—, en la época de Morínigo y luego en la de Stroessner, hemos sufrido la más grande derrota moral de nuestra vida. Todo cuanto esperábamos —una construcción pacífica del Paraguay— ha quedado en la nada. Todo cuanto amábamos —la libertad individual y la libertad de palabra— ha sido destrozado. Todo cuanto fue objeto de nuestra lucha ha quedado sin sentido; todo cuanto hemos creado, dicho y conseguido, no existió en aquel momento.
“Luego del momento inicial, donde pienso se formaron los escultores y artesanos, que fue en las Misiones Jesuíticas, no hemos tenido prácticamente momentos de expansión económica y tranquilidad que permitan la expresión del arte”.
El progreso moral
No. En hombres de este temple intelectual, no se dicen palabras de tal gravedad sin una larga maduración. Hermann ha debido sentir, pensar y pesar todo el alcance de la evolución que insensiblemente se operaba en el mundo del espíritu. Sensible, inquieto, soñador, el choque con una realidad que por momentos se hacía más brutal, debió impresionarle hasta el extremo de sus convicciones.
“Todo hombre espiritual alberga en sí fuerzas de una índole peculiar para dominar su destino, el que no sabe sobrellevar humanamente semejante prueba ya no cuenta tampoco como artista. Estamos en el deber de luchar por la unidad nacional, por la libertad de palabra, por el progreso moral de nuestra sociedad”.
No exageramos al decir que fue un artista fuera de serie. Su genio era único e irrepetible. Y no se cansaba de repetir: “La verdad es el gran secreto de toda vida y de toda creación. Aquel que, en sus palabras y en sus obras, es verdadero, es el único digno de que su nombre pase a la posteridad. A los mentirosos, aun piadosos, habría que extirparlos”.
La tercera y última vez que lo vi —la primera fue en 1980, la segunda en el 84—, en el 99, como señalo más arriba, lo encontré más pequeño y sin embargo más poderoso, más benévolo y más augusto. La frente amplia y la nariz parecían tallados en piedra, la boca de gruesos labios tapado por espesos bigotes blancos disponía de sonidos agradables y jóvenes; su risa era a la vez reprimida y alegre; la mirada de Hermann, cuando trabajaba, era firme, y pasaba por el aire como una red; las manos estaban hechas para hacer los gestos que moldeaban los fierros y el acero y le daban su forma. Era capaz de una inmovilidad de piedra, mientras sus ojos se aferraban a las cosas. En cuanto a los rasgos esenciales de su carácter, subrayo su bondad llena de espontaneidad para los seres y para toda la naturaleza; es ella, sin duda, la que le había permitido descubrir la belleza de las menores cosas, de la planta, las flores y el caracol. Por otra parte había en él una alegría profunda como la de un niño, y esta verificación era para mí una hermosa lección. Es que Hermann Guggiari había sabido ponerse en armonía con la vida. Era precisamente el secreto que él mismo buscaba. Daba prueba de un equilibrio absoluto, de una seguridad que no cesaba de entusiasmarme. “Vivir, tener paciencia, trabajar y no dejar escapar ninguna oportunidad de alegría —decía—. ¡Vivir con la seguridad apacible de los animales, de las plantas, de las cosas, que no conocen la angustia!”. Vivir con la serenidad de ese anciano, de ese sabio, cuya palabra era un himno a la vida, cuyo silencio era un zumbido de vida.
Las Malvinas son argentinas
“Me considero expresionista. Estoy en esa tendencia porque mis circunstancias —las circunstancias hacen al artista— me produjeron angustia debido a hechos que pasamos en nuestro país. El arte expresionista es resultado de las guerras y surgió en Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Todo arte de entonces tenía una impronta de la angustia, acentuando el dolor y el vigor del gesto, y esos motivos me llevaron a mí a que fuera expresionista”.
Hermann era una fuente de alegría porque sabía descubrirla en todas partes. Este sabio descubrió la alegría, una alegría inefable como esas alegrías de niño y que sin embargo estaban colmadas hasta el borde de las razones más profundas; las cosas más pequeñas llegaban a él y se abrían a él; una fruta, una piedra, un gusano en la tierra, todo hablaba, como si hubiera estado en el desierto y allí hubiera meditado y ayunado. Fue un vanguardista, un innovador, al imponer un estilo propio, rompió con la masa y aparte marcó los planos. En toda su obra se nota eso. A pesar de los estudios realizados en Buenos Aires, su formación no había sido metódica y su espíritu no rechazaba el exceso de conocimientos, pero sentía profundamente el deseo, la necesidad de una cultura más completa, y siempre se consideraba un estudiante a per-
petuidad.
Vivir en alegría, tal era, pues, la condición primaria de una creación artística. E indicaba aun una segunda: trabajar para él, esa fue la ley de su vida entera; ese fue el consejo que no cesaba de dar a sus hijos y a sus discípulos. Esta palabra dicha con un tono apresurado, autoritario y fatigado al joven que venía a consultarlo: “No tengo otra cosa que decirles; trabajen, modelen, hagan pies, manos, cabezas, y tráiganmelos y les diré lo que pienso de ellos”. Aconsejaba a esos jóvenes principiantes que creían engendrar obras maestras, siendo que, solía decir, “el genio es una larga paciencia”.
“En la época de la guerra de la Argentina por las Malvinas, acá se creó una comisión proayuda. Entonces, como gratitud al pueblo argentino, esculpí el monumento que no fue vendido y hoy se encuentra en el Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires; es una obra en acero forjado y representa a las Malvinas sangrando, soportando su sangría, es un tributo que yo, como muchos otros paraguayos, le debemos a la Argentina, que ayudó y ayuda a tantos conciudadanos artistas, obreros y desterrados”.
Observando las esculturas de Guggiari, notamos una maqueta que nos llama la atención y antes de que preguntemos al respecto, nos dice: “Este es un trabajo dedicado al gran Borges, fue pedido por la Sociedad Suiza de Difusión de la Literatura Latinoamericana, presidida por el poeta argentino Sergio Chávez, quien reside en Ginebra. Representé al escritor apoyado en su bastón sobre un mundo destrozado —es la América fragmentada—, en dimensión de eternidad, porque él está más allá del tiempo, cuando hablaba de ‘mi yo plural’. Creo que el ser humano tiene los mismos problemas, los que se repiten en el tiempo y en cada uno de nosotros y a ese humanismo lo captó a Borges en su obra y le dio una dimensión atemporal. Lo muestro como símbolo de libertad surgiendo de un espejo de agua en el que se refleja su figura y nosotros en él. El estanque va a tener cuatro metros de diámetro cubierto por una cúpula de cristal y de ahí en proporción estará el busto del maestro, lo que conformaría una altura de dos o tres metros. La obra será erigida en una plaza de Ginebra, donde realizaré los trabajos a mediados de este año. Borges estaba en contra del totalitarismo y era un defensor de la personalidad individual, y en este monumento está triunfando el hombre sobre las ideas y los símbolos”.
El milagro del arte
De todos los misterios del mundo, ninguno es más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido —cuando nace un niño o, de la noche a la mañana, germina una plantita entre grumos de tierra— nos vence la sensación de haber sucedido algo sobrenatural, de haber estado obrando una fuerza sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a un máximo, casi diría se vuelve religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera, cuando no se desvanece como una flor ni muere como el hombre, sino que tiene la fuerza para sobrevivir nuestra época propia y todos los tiempos por venir, la fuerza de durar eternamente; como el cielo, la tierra y el mar, el sol, la luna y las estrellas, que no son creaciones del hombre sino de Dios.
A veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es dado en una esfera sola: en la del arte. Les consta a todos ustedes que año tras año se escriben y publican diez mil, veinte mil, cincuenta mil, cien mil libros, se pintan cientos de miles de cuadros y se componen cientos de miles de compases de música. Pero esa producción inmensa de libros, cuadros, esculturas y música no nos impresiona mayormente. Nos resulta natural que los autores escriban libros, como el que luego los impresores los impriman, los encuadernen y los libreros, por último, los vendan. Es este un proceso de producción regular como el hornear pan, hacer zapatos y fabricar ropas. El milagro solo empieza para nosotros cuando un libro único entre esos diez mil, cincuenta mil, cien mil, cuando uno solo de esos cuadros y estatuas incontables sobrevive, gracias a su entelequia, nuestro tiempo y muchos tiempos más. En este caso, y solo en este, nos apercibimos, llenos de asombro, de que el milagro de la creación vuelve a cumplirse aun en nuestro mundo.
Ahora bien, ¿cómo realizó aquel hombre este milagro? Llevando a cabo simplemente aquel acto divino de la creación, en virtud del cual surgía algo nuevo de la nada. Su cuerpo terrenal y su espíritu terrenal han creado algo indestructible, y el esfuerzo singular de ese solo hombre nos ha permitido convivir con el arcano más profundo de nuestro mundo: el misterio de la
creación.
El ansia del arte y la belleza
Semanas atrás, Sebastián Guggiari, de profesión arquitecto y artista como su padre, decía en una entrevista de ABC Revista: “La escultura de papá era fuera de serie. Para mí es así, yo lo siento así. La creatividad, el genio de papá es único. Él nos transmitió una fuerza y unas técnicas que las utilizamos en el proceso creativo durante nuestro trabajo. Algo muy interesante que nos hizo ver fue el camino a tomar para crear algo, pero la genialidad que tenía el viejo era única e irrepetible”.
Y Justo Guggiari, residente en Areguá, desde donde se encarga de mantener viva la llama de la escultura en hierro, dice, en la entrevista compartida con sus hermanos: “Papá, para mí, siempre fue un tipo muy consecuente con su espacio y con su tiempo, no dejó nunca de ser hombre, padre y esposo. Eso de hacer las ferias de arte acá en su casa, promocionar a los artistas jóvenes, él siempre impulsaba a
todos”.
Javier Guggiari, ingeniero y escultor, afirma: “Yo creo que el mérito de papá y de muchos artistas a quienes admiro mucho es que, siendo humanos, llegaron a un nivel de perfección tremendo, pero ellos no nacieron así, llegaron ahí porque laburaron; es lo que más admiro de papá: su coherencia y su convicción”.
Poco antes de morir, Hermann Guggiari terminó una escultura de Augusto Roa Bastos. Muestra el rostro tranquilo del escritor, se ve la abundancia de vida que había reunido en esos rasgos; que no hubiera sobre ese rostro plano simétricos, que nada en él se repitiera, que ningún sitio hubiera quedado vacío, mudo o indiferente. Ese rostro y esa mano no solamente había sido tocados por la vida: estaba revestido de ella, así como en los torbellinos de un agua que limpia y roe. Cuando se mira la escultura, sorprende el cambio continuo de los rasgos de la cara, ninguno de los cuales es debido al azar, vacilante o impreciso. No hay sobre ese rostro y esa mano línea alguna, ninguna intersección, ningún contorno que Hermann no haya visto y querido.
Este Maestro conocido internacionalmente nació un 20 de marzo de 1924, en Asunción. Fueron sus padres Ana Brun y Pedro Bruno Guggiari. Realizó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San José. Falleció a los 87 años, el 1 de enero de 2012, hace pocos meses. Sus obras se cuentan por docenas, citamos algunas: Cristo, El parto, Brote, en homenaje a su padre, intendente municipal que arborizó Asunción. “El tiempo del escultor es totalmente diferente del tiempo del pintor en la creación. Hay como una eternidad en el tiempo del escultor. Cada paso que da está relacionado con el futuro y no con el momento.
“Trabajar por la expresión de un arte paraguayo sin perder su universalidad ha sido siempre mi preocupación fundamental. Pienso que lo paraguayo está profundamente relacionado con lo humano. Con la esencia del Ser en su circunstancia. Por eso tal vez mi obra se desarrolla dentro de una corriente expresionista. Siento y percibo al Paraguay como una humanidad sufriente en búsqueda de su futuro”, afirmaba.
Hermann Guggiari ha creado belleza con sus esculturas de acero. Ha dado la vibración armoniosa de su alma para satisfacer el ansia de arte y de belleza de su vida. Podemos decir, sin lugar a dudas, que fue un verdadero creador, porque crear es arrancar algo de sí que a los demás y solo a ellos debe pertenecer. Son momentos admirables que lo compensaban de los sufrimientos de la duda, puesto que entonces comprendía que aquello que vivía en él pasaba a tener vida propia, que aquello que lo conmovía pasaba a conmover a otros, y que lo que se movía en su larga existencia se proyectaba en un plano al alcance de sus manos. También aprendió a ganar sin sentirse Dios y a perder sin sentirse nadie, sabidurías difíciles, y aprendió algunos misterios del alma humana, en cuyos laberintos supo meterse después, en peligroso viaje, a lo largo de sus esculturas.