Julio Correa, cuerpo y alma del teatro en guaraní

Julio Correa formó su primer elenco reclutando gente del pueblo para formar sus actores. Obreros, campesinos, hombres de la tierra y del esfuerzo pusieron el hombro en el trabajo y se produjo el milagro. Las primeras representaciones consiguieron éxitos de tal magnitud que comprendió que se encontraba en presencia de su camino. A partir de ese momento, el áspero luchador que había en él, en lo sucesivo no explotó otra cantera, y se echó sobre la espalda la gran tarea: la creación del teatro en guaraní. Un día en que se hallaba ensayando una de sus obras, cuentan los cronistas de aquellos tiempos, vieron llegar a un albañil. Dejó su balde y su cuchara, y se acercó al ruedo. Se llamaba Luis Martínez y tenía aún sucias de cal las manos y la azul camisa proletaria.

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—Quiero ser artista de su conjunto —dijo resueltamente en guaraní con voz suave pero nítida y decidida—. Me gusta como hace su teatro.

—¿Lo dice en serio? —dijo Correa.

—En serio.

—Trabajar en teatro es duro, muy sacrificado.

—No me importa.

—Mire, amigo, le aconsejo que siga trabajando de albañil. Es un trabajo que por lo menos le dará de comer —replicó Correa, mirando de arriba abajo al recién llegado.

Los actores que se hallaban ensayando sus papeles minutos antes quedaron en silencio. Luis Martínez, que estaba por hablar, se petrificó por un segundo en esa posición. Nadie se movía ni hablaba.

Entonces Julio Correa dejó el ruedo del teatro y caminó hacia Martínez. El seco taconeo de sus zapatos era lo único que sonaba en el recinto. Entonces, mirando respetuosamente a Martínez, con admiración y una sonrisita feliz, Correa le preguntó:

—¿Está seguro de que quiere ser actor? Luis Martínez no titubeó.

—Muy seguro.

—¿Tiene alguna experiencia de actuación? —dijo Julio.

En la sala se produjo un rumor y alguien dijo:
—No perdamos tiempo don Julio. Sigamos con el ensayo.

Desde el fondo otro dijo:
—Ensayemos.

Pero Luis Martínez insistía.

—¿Usted es albañil, verdad? —le preguntó Correa.

—Sí, soy oficial albañil.

—Ah, sí —dijo Correa—. Bueno, le voy a tomar una prueba.

—Tómeme nomás —dijo Martínez—, lo que usted diga voy a hacer.

—Lea esto —le dijo Correa alcanzándole un papel—, vamos a ver cómo le sale.

Luis Martínez no pidió mayores explicaciones, tomó el papel, lo leyó pausadamente y al cabo de media hora “se mandaba la parte” con la soltura de un veterano. Se incorporó al elenco y luego resultó ser un actor de excepcionales condiciones que alternaba la cuchara de albañil con la escena.

Julio Correa es un clásico de nuestro teatro

Julio Correa era el artista del pueblo. Poeta, autor, actor y director teatral, se le debe, por encima de todo otro mérito, la formación definitiva del teatro en guaraní. Nació en Asunción, el 30 de agosto de 1890, en un hogar acaudalado y de elevada posición social; llevaba en sus venas la sangre de un valiente polaco, muerto en las trincheras de Curupayty, en la defensa del Paraguay: el coronel Leopoldo Luis Myskowsky, su abuelo materno. Su padre, Eleuterio Correa, era brasileño. Su madre, Amalia, lo dejó huérfano a muy temprana edad. Perdida la fortuna familiar, otrora bastante crecida, debió abandonar sus estudios para ganarse la vida. Mientras ejercía un modesto cargo en la Municipalidad, llenaba el dorso de boletas de multa y papeletas municipales con versos sencillos y espontáneos, inspirados por la musa popular; versos que, por timidez y modestia, nunca se atrevía a publicar. Hasta que, obligado por los amigos, comenzó a colaborar en periódicos locales adquiriendo pronta popularidad con sus poesías, sus cuentos de hondo sentimiento humano.

“Escribir un poema es ensayar una magia menor —escribía Borges—. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Solo que se ramifica en idiomas, y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas”. Con esos inasibles elementos, Julio Correa ha formado su poemario Cuerpo y alma.

También una de sus virtudes es haber jerarquizado al poeta en el medio; establecido de un tajo la distancia que separa al juglar del poeta, al recitador de frívolos salones, del auténtico escritor… Correa guardó siempre una actitud intransigente hacia la poesía que no fuese “de grito”, y hay testimonio de que miraba con escasa estimación la poesía “intelectual” de sus compañeros, aun la de Hérib y Elvio Romero, sus más afines y también amigos.

“Correa fue, al igual que Ortiz Guerrero —dice Carlos Zubizarreta—, el poeta mejor consubstanciado con el pueblo y el escritor más popular. Pero no ha sido la poesía lo que le brindó fama, sino su posterior condición de autor y actor teatral. En tal sentido, Correa debe ser considerado con justicia el iniciador del teatro vernáculo paraguayo.

“Estrenó su primera obra, Sandía ybigüy, el 5 de enero de 1933, en plena guerra con Bolivia, en el Teatro Nacional —hoy Municipal— con una compañía de aficionados extraída de la auténtica entraña del pueblo y en la cual el autor y su esposa, Georgina, representaban los roles protagónicos. El éxito fue resonante. Pronto siguieron a esta comedia, en rápida sucesión, Guerra ayá, Terehó yey frentepe, Peicha guarante, Nane mbaerá, Pleito riré, Ycuahúgüi reí, Po á nda yocoi, Yby yara Caraí Eulogio, Honorio causa y Karu pokâ”.

Allá por 1983, en junio, llegamos a Luque para entrevistar a Georgina Martínez de Correa. En medio de añosos árboles se alzaba la casa-museo del gran dramaturgo y poeta Julio Correa, que cuidaba su viuda. El recuerdo de su muerte todavía le resultaba muy doloroso y aun así, porque ella se lo guardaba, había personas que no se daban cuenta. A esa altura Georgina era una mujer entrada en años, vestía una ropa sencilla y limpia, y llevaba en los píes una especie de ojota de cuero. Indagar en la vida y la obra de su marido era el fin de la entrevista.

—Encantada de conocerlo —dijo.

—Mucho gusto —dije.

—Lo recibo porque viene recomendado por Josefina Plá, una poeta y persona a quien admiro y respeto mucho. No es que sea intratable ni cosa por el estilo, lo que pasa es que estoy un poco cansada de la gente que viene a molestar de balde. Vienen y piden cosas sobre mi marido, se llevan materiales y demás y nadie da un guaraní. No es que quiera cobrar para dar algo, solo que ya no tengo paciencia ni ganas de escuchar promesas que no se cumplen —nos informó Georgina, en tono amigable—. Ahora resulta que todo el mundo habla de Julio Correa, lo estudian, lo leen, lo critican. Vienen y me hacen entrevistas, me llaman de la radio, de la televisión, pero nadie me da un guaraní. Lo que le digo es verdad y puede escribirlo tranquilamente en su diario. Usted ve cómo está mi casa. Con sudor y sacrificios, con la pobre ayuda de algunos vecinos, más pobres que yo, hice esta especie de “museo’i” para guardar y exhibir los trabajos de Julio.

“Usted ve cómo se está cayendo a pedazos la casa y de qué forma se van arruinando los materiales, la ropa, los libros, las obras y todos los recuerdos dejados por mi esposo. Desde que él murió que lo vengo manteniendo a fuerza de pulmón y privaciones —hizo una pausa para tomar aliento y luego prosiguió—. ¿Adónde están las gentes que lo admiran, estudian y recuerdan con respeto y cariño? Nadie, pero nadie, puso ni pone un miserable guaraní para mantener esto. ¿El gobierno dice? No me haga reír. El gobierno jamás dio un centavo. Puro vulevureí. ¿Usted cree que al gobierno le interesa Julio Correa? No se preocupó cuando estaba vivo, que menos sería ahora. Al gobierno solo le interesa hacer sus negocios y santa pascuas… Ponga, escriba lo que le digo, no tenga miedo. A mí ya no pueden hacerme nada. Cualquier día de estos me muero y listo.

“Recuerdo que una vez rompió todo una obra que acababa de escribir. Su pieza Karu pokâ la convirtió en pedacitos y la tiró. ‘No me gusta’, dijo, y chis, chis, lo rompió. Y como él se iba todas las mañanas en tren a Asunción a trabajar, recogí los papeles y puse los trozos en el suelo y los fui armando, pegando, hasta recomponerlo totalmente.

“Él acostumbraba a leerme todo lo que escribía. Si no me gustaba, lo volvía a rehacer. Me hacía mucho caso. Yo era su crítica, digamos. Otras opiniones no le interesaban. Mi juicio era lo único que escuchaba. Siempre me leía sus trabajos. Ni bien nos acostábamos, me leía. Nos pasábamos horas y horas hablando y viendo de qué manera superar o enriquecer una obra. Y yo le decía, por ejemplo: ‘¡Qué lindo!, ¡me gusta!, ¡está bien!’. Eso bastaba. Una noche le dije: ‘Te voy a leer una obra mía’. Y le saqué Karu pokâ, y dije: ‘Vos lo rompiste, lo mataste. Puesto que yo lo hice revivir otra vez es mi obra’… Karu pokâ tuvo un gran éxito. Lo que dura y prospera y perdura es lo que nació humildemente y se fue nutriendo de su propia sustancia”.

El teatro en guaraní

Con la Guerra del Chaco sobreviene la ascensión del teatro en guaraní a la escena de la mano de Correa. Este autor logra llevar la vida del pueblo con autenticidad al tablado. Como reseña, Rodríguez Alcalá, del 33 al 46, eclipsa a los autores de lengua española. Su teatro es de denuncia, contundente.

En plena guerra logra sensibilizar al público al punto que no podía entrar toda la gente al teatro por no dar abasto. Pero hay otro aspecto que destacar: su teatro adquiere ribetes de sinceridad en guaraní, no en español. De aquí que la importancia de Correa va más allá del teatro. Sin embargo, la Guerra del Chaco no produjo excelentes resultados literarios inmediatamente, pero preparó el terreno. Fue como un caldo de cultivo.

Se llegó a decir que solo en guaraní se podría escribir un auténtico teatro paraguayo. No se dijo lo mismo de los otros géneros, pero desde entonces se planteó el problema del bilingüismo en la narrativa paraguaya. Sobre Correa resta decir que si no fue el primero, fue el único autor que consiguió jerarquizar verdaderamente el teatro en guaraní.

Todas sus obras fueron estrenándose a medida que se fueron haciendo. De allí la batalla en dos frentes que tuvo que sostener. ¿De qué podría servir que se escribiera dramas y comedias si la tragedia estaba en la falta de elemento humano que llevara los personajes a escena? Correa no se amilanó ante la magnitud de tal dificultad. Se transformó él mismo en la cabeza del grupo escénico y salió a recorrer los campos y suburbios en busca de artistas para su teatro.

Y los encontró: él afirmaba que no tuvo dificultades de ninguna especie; que en el campo y en la ciudad había —ya lo señalamos más arriba—, preparados, magníficos artistas. La primera colaboración —la más valiosa por el fervor y compañerismo que puso en su trabajo— fue la que le ofreció su propia esposa, Georgina Correa, excelente actriz en roles protagónicos, y luego su sobrino Enrique Correa.

El grande Hérib Campos Cervera, compañero de Julio Correa, nos lo describe así: “Julio Correa es un hombre cuyas facciones parecen hechas como al apuro y a cuchilladas: irregular, desimétrico y hasta feo. Él mismo lo reconocía: ‘Mi cara, verdaderamente, no puede atraer las miradas de las mujeres’.

Abundan, no obstante, en su vida esas miradas. Unos ojos vivaces y llenos de dulzura le alumbran la cara como un relámpago de bondad que en la escena se transfigura hasta provocar lágrimas o rugidos en el público.

“En 1931, era todavía un plácido poeta lugareño que alternaba tímidamente su labor burocrática con la tarea improductiva de escribir versos. A veces el que escribe esta semblanza suya, lo encontraba atiborrando de octosílabos el dorso de sus papeletas de multas: él, inspector de pesas y medidas, no podía, a veces, hacer cumplir las ordenanzas, porque el contraventor se negaba a reconocer como válidas las boletas con reversos literarios de Julio Correa.

“Es voluntarioso, impulsivo, orgulloso, manirroto, locuaz; de inteligencia activa y, cuando la vida no lo maltrataba, de humor fresco y risueño. Para su arte, muy exigente, está lleno de ambiciones; un tanto bohemio, suele caer en ensueños líricos”.

El idioma adecuado era el guaraní

Sigamos leyendo a Georgina Martínez de Correa: “Aquí, en el Paraguay, a nadie le interesa la cultura. Y a los que les interesa de verdad no pueden hacer nada porque no pueden o no los dejan. Julio era un hombre que sabía palpar lo que —prácticamente casi la totalidad de los autores de su época— no supieron captar. La aparición protagónica de las clases campesinas en el proceso de defensa del país, de la guerra contra Bolivia (los campesinos del Paraguay y de Bolivia marchaban al matadero), a la vez la aparición de los grandes pleitos de la tierra, de las injusticias a que estaba siendo sometido el campesino por obra de los latifundistas, de los terratenientes. Un hecho repetido una y otra vez en nuestra historia contemporánea. Entonces, digo, Julio, al captar el fenómeno popular que se dio, captó una serie de hechos sumamente importantes y los lleva a la escena. Porque, como usted sabrá, él fue autor, extraordinario actor y director. Con su propia compañía consiguió lo que de otra manera no se podía conseguir. Él escribía sus obras, las representaba y las llevaba a todos los rincones: pueblos, compañías, aldeas, donde hablaba a la gente en su lengua natural, el guaraní. En ese guaraní nada académico, sino el guaraní pleno de vitalidad porque él lo poseía totalmente. Estaba impregnado de ese idioma. A la vez de manejar bien el castellano, como lo demuestra su poesía, él supo encontrar en el teatro que el idioma adecuado era el guaraní. Entonces, el ochenta por ciento de su obra está escrita en guaraní, en un lenguaje en el cual todavía no se había expresado la gente.

“¿Qué pasó? Pasó que en la escena paraguaya aparece por primera vez el hombre paraguayo con todas sus inmensas peleas, con sus dramas, con sus detalles de su vida cotidiana y su lucha por la tierra, y de su anhelo por una vida mejor. Surge, lo saca Julio, algo que no había aparecido hasta ese momento. Y a pesar de que gran parte de las cosas que escribió Julio son dramas, apareció también con una veta de humor desconocido”.

Sus personajes son sencillos y queridos. No solo por una afinidad, una simpatía dramática, sino fundamentalmente porque vienen con toda su vida encima; con sus chistes, sus pasatiempos, sus pequeños ñe’engá. En una palabra: un teatro dirigido al pueblo. Y ese teatro logra la adhesión de ese pueblo al cual se dirige. Algo muy difícil. Porque hubo muchos actores bien intencionados que jamás llegaron a comunicarse en la forma que ellos —Correa y su compañía— se comunicaban con el pueblo.

Julio logró ese milagro, y eclipsó a los escritores de lengua castellana por quince años largos.

“Era el rey de la escena paraguaya —siguió diciendo Georgina—, querido y adorado por su público al cual se dedicó. Los pobres, los humildes de la tierra; aquellos que no teniendo nada lo dan todo. Y él mismo experimentó eso. Era un hombre que llegaba a los pueblos y tenía a toda la comunidad a su servicio, ayudando, prestando elementos. Las gentes nos pedían que no nos fuéramos, que nos quedáramos por dos o tres días más. Lo que hizo mi marido, yo que tuve la suerte de vivir a su lado, es un fenómeno excepcional que todavía no se ha analizado correctamente en el Paraguay; este caso del que los paraguayos no han sabido sacar las conclusiones, establece las raíces de un teatro auténticamente popular en cuya veta, en cuya corriente, se van a inspirar luego las generaciones más nuevas”.

Creatividad y humildad

Lo de Correa sigue siendo el aporte más extraordinario y fecundo de aproximación de un artista a la comunidad dentro de la cual él vivió. Su obra es una muestra acabada de cómo debe proceder el intelectual que está interesado humanamente en servir a su pueblo y de la astucia, creatividad y humildad que tiene que tener para saber captar las profundas resonancias que se dan en el seno de una colectividad y transmitirlas al escenario. Es bueno aclarar, además, que Julio Correa no fue “el padre del teatro en guaraní”, sino Francisco Martín Barrios, Benigno Villa y Félix Fernández, entre otros. Es justo decirlo porque a raíz de esto hubo muchos malentendidos.

“Cuando Correa y su gente trabaja —opinó de su teatro Hérib Campos Cervera—, se nota que el contacto emocional es permanente, que hay una comunicación viviente —tal como quería Tolstoy que fuera todo arte humanamente social— entre el público que mira y oye y los actores que trabajan. Por momentos, la multitud ruge, apoya o desaprueba, en voz alta, lo que se dice en escena… A medida que el drama desarrolla su acción, va desapareciendo todo ese límite convencional que separa al espectador del espectáculo…”.

Sus últimas comedias fueron Karaí Eulogio, representada en 1944, y Honorio causa, el año siguiente.

Julio Correa falleció en Luque, el 14 de julio de 1953, dejando una obra póstuma, Sombrero ka’a. Sus poesías se recopilaron en un libro titulado Cuerpo y alma. Además de sus Dialoguitos callejeros, que aparecían en el semanario Guaraní, escribió también cuentos llenos de gracejo como Nicolasita el Espíritu Santo, El hombre que robó una pava, Ruperto, El borracho de la casa, dispersos en distintos periódicos de la época. Carlos R. Centurión dijo en elogio de Correa, en Historia de las letras paraguayas: “Amó y sirvió a su pueblo. Fue en mayúsculas de bondad y lealtad el amigo y compañero.

Poseyó la sabiduría que es la ciencia del corazón asistida por el mágico poder de la intuición. En el crisol de su iluminado talento, vida y obra se fundieron en un gran acto de fe”.

Volviendo a Karu pokâ, hubo un momento en que fue prohibida por el tema que tocaba. Dicha obra estuvo a punto de levantar una revolución. Es una obra universal. No solo en el Paraguay interesa su temática revolucionaria. Ataca, denuncia, enseña, muestra el egoísmo de los poderosos y los políticos corruptos. Muestra de qué manera se le juega al campesino paraguayo —especialmente a los sintierras— y a sus hijos y cómo pisotean sus derechos humanos.

En un momento dado Georgina Martínez de Correa nos miró con una mueca de pena. Finalmente habló:

—En 1947 lo metían a cada rato en la cárcel por cualquier cosa. Vivía más preso que en casa. Julio amaba y comprendía a su pueblo, y ellos lo comprendían y amaban. Creo que allí está el asunto de su arte, pero también tenía otra cosa. Era tenaz, duro, trabajador. Yo lo admiraba por su tenacidad; él vencía cualquier clase de obstáculos. Nada lo atajaba. Era un hombre de una gran voluntad. La voluntad es lo que hace marchar al mundo… Murió de un infarto. Yo diría, más bien, que murió de pena al ver que el Paraguay estaba metido en un pozo negro… Solo el que ha muerto es nuestro, solo es nuestro lo que perdimos.

“Mi marido admiraba a Rafael Franco, era febrerista pero no le gustaba la política. Se parecen tanto unos a otros los partidos que la única manera de distinguirlos es ponerles color. Lo que sí era un hombre comprometido hasta los tuétanos con su pueblo. No podía vivir de otra manera. Él se dio a los demás y también recibió. Y le voy a decir más. Él hizo mucho bien, sacrificó su vida en pos de sus compatriotas y de su patria. Fue el gran compañero de mi vida, esposo ejemplar. Pero, sobre todo, fue un patriota. Un patriota de verdad y a su manera.

“Escribía de un tirón y no usaba borradores. La obra quedaba como salía en el original. Terminaba sus piezas en un día. Se colocaba en cualquier sitio cuando le venía la inspiración y escribía, le daba al lápiz; hasta en la calle escribía. No le importaba nada ni nadie. Él no precisaba estar solo o tranquilo. No corregía ni arreglaba nada”.

Luego de más de dos horas, terminamos la entrevista. Georgina nos acompañó hasta el portón. Ya cuando salíamos, a modo de despedida, dijo:

—Vuelva cuando quiera. Todavía tengo varias docenas de anécdotas que le pueden interesar para otra entrevista o, tal vez, algún libro que quiera escribir sobre Julio. La vida tiene muchas vueltas… Uno nunca sabe.

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