Cuando se creó el “centro de gobierno”, muchos pensaron que quizás era una buena idea. Con tanta inoperancia en la gestión ministerial, con tanto operador político inútil en los puestos de decisión, con tanta corrupción imperante en los sucesivos gobiernos, quizás soslayar términos constitucionales en pos de una gestión eficiente no era tan mala idea. Después de todo, se han pasado por alto tantas obligaciones constitucionales que una más no parecía molestar a nadie.
No es posible saber a ciencia cierta si los constituyentes del 92 sabían lo que hacían cuando elucubraron la integración de una institución que tuviera como componentes dos de los sectores menos exitosos y más cuestionados de nuestra sociedad: la clase política y el servicio de justicia.
Si hay algo que otorga la experiencia de la radio es la sensación de inmediatez con los hechos. Sentados por horas ante un micrófono, los oídos se convierten en ojos porque con la descripción en los relatos, con los testimonios, uno no puede más que visualizar mentalmente cada una de las situaciones por las que atraviesa la gente. No en balde el video no ha podido matar a la radio.
Durante el primer período legislativo de la transición democrática, es decir, el primer Parlamento surgido después de la reforma constitucional de 1992, hubo algunos diputados y senadores que ya vislumbraban que, con las nuevas reglas de convivencia democrática, cooptar prosélitos, mantenerlos con base en prebendas y fomentar el clientelismo se iría convirtiendo poco a poco en la forma de supervivencia de los partidos políticos.
Cientos de veces hemos visto la imagen: mamás, solas o con la abuela, las amigas o los papás, llevando a sus pequeños hijos a una plaza para jugar. Es una estampa magnífica: chiquitos de grandes ojos, maravillados ante la pelota, corriendo detrás de las palomas, riendo en las hamacas, experimentando el mundo bajo el sol. Es la imagen de la paz, la tarde de domingo ideal.
Hace varios años, le pregunté al entonces ministro electoral Rafael Dendia cuántos dobles, triples o múltiples afiliados votaban en las elecciones, según el registro que ya entonces poseía el Tribunal Superior de Justicia Electoral en el padrón que ellos bautizaron como “iluminado”. Me había contestado que los casos de múltiple voto superaban los 300.000. Recuerdo que me escandalicé por lo que para mí era una enorme cantidad de gente cometiendo delito electoral, a sabiendas de las autoridades electorales, sin que nadie moviera un dedo por sancionarlos o al menos, controlarlos. Y es que me quedó claro ya entonces que semejante número de personas no podía obedecer simplemente a una situación fortuita, de gente desinformada que no sabe lo que está haciendo, sino a la preparación sistemática de operadores políticos que tienen por objetivo ser utilizados el día “D”, en el momento clave de las votaciones, a fin de distorsionar los resultados según conveniencia del candidato de turno.
Tuve el privilegio de compartir tres intensas semanas en un viaje con 17 maravillosos colegas de todo el continente, entre quienes estaban dos periodistas venezolanas. No fue poco lo que hablamos en esa oportunidad de la situación de su país y también del nuestro: ambas conocían lo que había pasado Paraguay con el impeachment a Fernando Lugo en el 2012, pero ninguna sabía el verdadero rol que tuvo en ese entonces su actual presidente, Nicolás Maduro, cuando encabezó una turba de cancilleres a quienes importó poco hacer volar por los aires todos los convenios y tratados internacionales respecto a la autodeterminación de los pueblos. El término de moda era la “soberanía relativa”, la “patria grande” y otros calificativos que buscaron los líderes chavistas para disfrazar la intención del extinto caudillo de ponernos a todos en una misma bolsa y alinearnos con proa hacia el estilo de los hermanos Castro.
El tufo a resultado adverso para el Partido Colorado en las últimas elecciones es, sencillamente, imposible de disuadir, por más que sus voceros, operadores mediáticos y estrategas de prensa intenten instalar que no es así. Por mucho que se publiciten mapas del Paraguay mayoritariamente pintados de rojo –el “sueño” confeso de Cartes–, la pérdida de Asunción y Encarnación e importantes ciudades de Central deja picando el sinsabor de la derrota oficialista.
Los que llevamos ya unos añitos en esto no olvidamos nunca lo que costó que la palabra institucionalidad tomara cuerpo en un Estado tan fallido como el paraguayo. Fue a sangre, sudor y lágrimas, literalmente. Nadie que haya vivido la transición democrática puede olvidar que en marzo de 1999 la gente resistió en las plazas en nombre de la institucionalidad de la República.