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Es por eso que ya casi a fines de ese período –en 1998– de la mano del entonces vicepresidente segundo de la Cámara Alta, Diego Abente (PEN), los parlamentarios instituyeron lo que se presentó como un rubro indispensable para los noveles legisladores y que se denominó “asistencia parlamentaria”. La base argumental para incorporar un monto de dinero específico a los emolumentos de los honorables fue que los mismos necesitaban contratar asistentes y también personas que los puedan asesorar en campos específicos; es decir, asesores. El objetivo era –supuestamente– mejorar la calidad de las leyes.
El monto era modesto, no más de G 2.000.000. Algunos legisladores, efectivamente, pudieron contratar profesionales del sector privado que los asistieran en materias específicas; otros pagaron con ello secretarias o choferes. Pronto estuvo claro que ni un especialista que se respete podría ofrecer sus servicios por dicho monto pero, en cambio, prácticamente la mayoría de los operadores, punteros, paniaguados y bataclanas podía ser financiado con él. Así que el rubro no solo persistió sino que creció a niveles insospechados.
Hoy, los parlamentarios cobran unos G. 17 millones en concepto de asistencia parlamentaria. El total de lo que perciben alcanza alrededor de G. 30 millones, como mínimo. El rubro está completamente subsumido al salario del legislador y casi nadie recuerda que su objetivo primigenio era destinarse a contratar especialistas en materias específicas y de interés ciudadano.
Y es que, en la completa y absoluta distorsión del manejo de los fondos de las Cámaras, los parlamentarios resolvieron no tocar los fondos de la asistencia parlamentaria, sino cargar simple y llanamente al presupuesto oficial de sus cámaras los rubros para asesores vip, secretarias ídem, muy gentiles jefas de Recursos Humanos, niñeras, caseros, choferes, participantes de videos triple X, parientes y prometidos varios. Es decir, todos y cada uno de los contribuyentes paraguayos financiamos una legión de parásitos institucionales, paralelos a los propios funcionarios estatales. Nadie, ni una sola institución de control, ha hecho algo al respecto. Nadie, ni una sola autoridad pública, ha puesto siquiera un leve freno al monstruoso despilfarro de todo este dinero público. El modelo se reprisa en entidades binacionales, el TSJE, ministerios, entes autárticos y descentralizados, etc.
Mientras, la mayoría de los ciudadanos debe salir a ganarse el sustento del día trabajando mucho más que ocho horas, aguantando de todo, incluidos los 42 grados a la sombra, tratando de olvidar que sobrevive en la más absoluta desigualdad de derechos frente a la poderosa y cruel maquinaria gestada por el poder político.
ana.rivas@abc.com.py