Estamos en la cuaresma, tiempo santo y penitencial que nos conduce a la celebración de la Pascua. El Domingo de Ramos es el último domingo de cuaresma, pues esta concluye recién el Jueves Santo por la tarde, cuando empieza el Triduo Pascual, esto es, los tres días de Pascua (Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección).
Este día es vivido como un acompañar a María en su dolor. Ella que siempre meditaba todas las cosas en su corazón, y había alabado a Dios por sus grandes hechos, ahora estaba sin palabras. Igualmente, se recuerda el momento en que Jesús estuvo entre los muertos.
En este día en todo el mundo católico recordamos la pasión y muerte de Jesucristo. En la misma hora en que eran sacrificados los corderos en el Templo, Jesús el verdadero cordero de Dios, capaz que quitar el pecado del mundo, se ofrecía en la cruz, por amor a nosotros. Inútil es buscar el culpable de la muerte de Jesús, pues él mismo ya había dicho: “Mi vida nadie me la quita, sino la doy por mi voluntad”. Jesús tenía todo el poder para rechazar la cruz, pero sabiendo el bien que nos proporcionaría, la abrazó y llevó hasta el calvario. Fue capaz de vencer el miedo al dolor porque su amor era mayor. Fue capaz de amarnos más que a sí mismo, mostrándonos a través de su ejemplo que ahora el viejo mandamiento, amar al prójimo como a ti mismo, estaba superado. De hecho, los cristianos recibieron de él un mandamiento nuevo: “Ámense los unos a los otros como yo les he amado”. Solamente quien entra en la escuela de la cruz, aprende a amar al otro más que a sí mismo.
La celebración del Domingo de Pascua empieza con la vigilia pascual que se debe celebrar después de que anochezca el sábado y terminar antes de que amanezca el domingo. Por algunos siglos esta era la única celebración eucarística que se tenía el domingo. Sin embargo, cuando en la Edad Media la vigilia fue trasladada a la mañana del sábado, la misa del domingo adquirió una importancia fundamental.
Antes de la reforma de la Semana Santa llevada a cabo por el Papa Pío XII en 1955, este sábado se llamaba Sábado de Gloria, pues la “vigilia” se celebraba ya por la mañana, y en ella se volvía a cantar el Gloria que había sido omitido durante toda la cuaresma. Pero cuando esta celebración volvió a ser una verdadera vigilia –esto es en la noche que precede al domingo–, el sábado pasó a ser llamado Sábado Santo.
Este día posee una muy rica liturgia con dos momentos muy fuertes. Por la mañana en las iglesias catedrales la llamada misa crismal en la cual se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y se confecciona el óleo del santo crisma y también los presbíteros delante del obispo renuevan sus promesas sacerdotales. Por la tardecita, en todas las parroquias se tiene la misa de la cena del Señor con el lavatorio de los pies, y después, por lo menos, algunas horas de adoración al Santísimo.
El Viernes Santo es un día muy especial: en él la Iglesia celebra el misterio de la pasión y muerte de Jesús en la cruz. No se reza misa. Se escucha la lectura de la Pasión de Cristo según San Juan; se ora por las grandes necesidades de la Iglesia y del mundo y se venera con profunda devoción el leño de la cruz en el cual Cristo estuvo clavado. Es el día penitencial por excelencia y debe estar marcado por el ayuno y la abstinencia.
El tiempo ya se está cumpliendo. Las celebraciones de la fiesta de la Pascua ya están por empezar. Es necesario preparar todos los detalles para que ella pueda producir sus frutos. En Israel esta era una celebración familiar. En sus propias casas era preparado todo el ritual. Es por eso que el Señor envía a algunos de sus discípulos a la casa de un conocido para que preparen allí su pascua.
En este itinerario que nos lleva hasta la Pascua, el Martes Santo nos invita a mirar hacia nosotros mismos, que somos discípulos cercanos del Señor, reconociendo que muchas veces también somos sus traidores, a veces a causa de nuestra maldad y otras a causa de nuestra debilidad.