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Para dar frutos
En este tercer año del trienio de la juventud, somos invitados a verificar los frutos que nuestra vida cristiana está produciendo, pues cuando permanecemos unidos a Cristo los frutos empiezan a despuntar. Sin embargo, hoy, Viernes Santo, nos hace pensar al crucificado como el fruto bendito del árbol de la Cruz. Fruto que a través de la Eucaristía quiere ser comido por todos los que desean la salvación. En la dinámica sacramental, Jesús, el fruto del árbol de la vida, se hace alimento de todos aquellos que desean vencer la esterilidad de este mundo, para que puedan en sus realidades concretas, en la familia, en el vecindario, en las escuelas, en las fábricas, en las reparticiones producir frutos de servicio, de bondad, de amor. La cruz de Cristo se convierte en la mejor inspiración para romper nuestro egoísmo y salir al encuentro del otro que nos necesita. Daremos muchos frutos si participamos activamente de la misa de cada domingo, escuchando su palabra y alimentándonos de su cuerpo. Pues cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos la muerte de Cristo, hasta que él vuelva, y somos invitados a hacer lo mismo que él hizo, esto es, entregar nuestra vida por los demás.
La adoración de la cruz
Luego de que Santa Helena en el siglo IV encontró la verdadera cruz de Cristo, empezó en Jerusalén un culto a ella. Cuando se conmemoraba la pasión del Señor, el Viernes Santo en la Iglesia del Santo Sepulcro, se exponía la reliquia de la cruz de Cristo para que los fieles pasasen a besar. Después se llevó un pedazo de esta cruz a Roma, en la Basílica Santa Cruz de Jerusalén, donde también se hacía este rito. También a otros lugares se llevaron reliquias de esta cruz y siempre era venerada el Viernes Santo y en la fiesta de la Santa Cruz. Pasados los siglos, esta costumbre se generalizó a toda la iglesia, y donde no tenían una reliquia de la cruz verdadera, se usaba otra cruz de madera que le hacía las veces y los fieles la veneraban con el beso, pues en este gesto los cristianos reconocen el símbolo mayor de la entrega de Cristo. La cruz fue abrazada por el Señor que en ella pagó nuestro pecado. Ella fue para todos nosotros el instrumento de la salvación, y es signo de victoria.