Cuando el pitar del tren que llevaba pasajeros y mercancías a Asunción o a Encarnación surcaba temprano, por la mañana, y al caer la tardecita, los aires del paraje donde hoy se encuentra la ciudad de Ypacaraí, en los días en que aquel antiguo pueblo, por el nombre de la antigua estación del ferrocarril, era conocido como Tacuaral, tuvieron lugar muchos hechos cuya memoria aún se conserva entre sus pobladores. Estos hechos memorables, mezcla de realidad y fantasía, son la materia de las Crónicas de la Vieja Tacuaral.
Cuando el pitar del tren que llevaba pasajeros y mercancías a Asunción o a Encarnación surcaba temprano, por la mañana, y al caer la tardecita, los aires del paraje donde hoy se encuentra la ciudad de Ypacaraí, en los días en que aquel antiguo pueblo, por el nombre de la antigua estación del ferrocarril, era conocido como Tacuaral, tuvieron lugar muchos hechos cuya memoria aún se conserva entre sus pobladores. Estos hechos memorables, mezcla de realidad y fantasía, son la materia de las Crónicas de la Vieja Tacuaral.
Cuando el pitar del tren que llevaba pasajeros y mercancías a Asunción o a Encarnación surcaba temprano, por la mañana, y al caer la tardecita, los aires del paraje donde hoy se encuentra la ciudad de Ypacaraí, en los días en que aquel antiguo pueblo, por el nombre de la antigua estación del ferrocarril, era conocido como Tacuaral, tuvieron lugar muchos hechos cuya memoria aún se conserva entre sus pobladores. Estos hechos memorables son la materia de las Crónicas de la Vieja Tacuaral.
Cuando el pitar del tren que llevaba pasajeros y mercancías a Asunción o a Encarnación surcaba temprano, por la mañana, y al caer la tardecita, los aires del paraje donde hoy se encuentra la ciudad de Ypacaraí, en los días en que aquel antiguo pueblo, por el nombre de la antigua estación del ferrocarril, era conocido como Tacuaral, tuvieron lugar muchos hechos cuya memoria aún se conserva entre sus pobladores. Estos hechos memorables son la materia de las Crónicas de la vieja Tacuaral.
El domingo pasado, en el cementerio de la Recoleta, los jóvenes integrantes del ensamble de vientos que fundó antes de morir, el Paraguay Sax Club, tocaron para él por última vez como despedida. El saxofonista y compositor Alejandro Cubilla –«Alecú», como muchos lo llamaban, por el sonido de su nombre artístico al frente de la orquesta de los Caballeros del Jazz, Alex Cull– fundador –en 1960– y director de la legendaria Banda Koygua, falleció el sábado 16. Juan Pastoriza recuerda en este artículo su última ronda de tereré con el maestro.
Murió en la indigencia. Tenía por todo mueble, en su ranchito con techo de paja, una cama con trama de tientos de cuero. También tenía un cántaro y un sapo rojo como mascota. Y un arpa con cuerdas de liña de pescar como testimonio de su paso por el mundo. Y un talento agreste, espontáneo, con el que iba por los bailes «arpillera yeré», las calesitas y los circos pobres de carpas parchadas y equilibristas suicidas que a veces pasaban por los pueblos. O, bajo los mangales, para los amigos, tocaba las dos o tres composiciones que le pedía la gente. Eso le permitía comer, y ahogar sus penas en alcohol de quemar con jugo de pomelo. Cuando falleció de cirrosis, en medio de la colecta para pagar su féretro de cuarta, un conocido suyo afirmó que tenía más de trescientas obras en la cabeza, que tocaba cuando estaba solo, tomando su fuerte bebida, o reunido con gente de confianza. Que incluso tenía una ópera dedicada a su valle. No llegó a difundirlas y todas se perdieron en la nada. No lo aceptaban porque no lo conocían, y viceversa. Dura vida y dura muerte que resumen el contexto del cancionero popular.
A propósito de la partida, ocurrida el pasado domingo, a consecuencia de una afección cardiaca, de uno de los principales exponentes del «Nuevo Cancionero», el músico Jorge Garbett (Encarnación, 7 de noviembre de 1954 - Asunción, 11 de octubre del 2015), Juan Pastoriza evoca la atmósfera vital de una generación y de una época cuyas circunstancias, compromisos y pasiones se reflejaron en la estética de este movimiento musical.
Los autores evocan cierta terrible noche de tormenta del 10 de febrero de 1978 en medio de la cual los desdichados pasajeros de la embarcación «Miriam Adela» , violentamente sacudida por las agitadas aguas del río Paraguay, se tropezaron con su fatal destino, tras haber partido la víspera de Asunción con rumbo al puerto de Vallemí. Un melancólico capítulo del pasado reciente, el que ha sido considerado el más grande naufragio de la historia del Paraguay.
Ya entrado el siglo XXI, y a más de medio siglo de distancia de los comienzos del rock paraguayo, el siguiente artículo evoca aquella atmósfera en la que muchos, como escribe su autor, se contagiaron «de una sana locura difícil de curar, a pesar de los años, con nada, excepto el conformismo»