Pueblo tomado

Cuando el pitar del tren que llevaba pasajeros y mercancías a Asunción o a Encarnación surcaba temprano, por la mañana, y al caer la tardecita, los aires del paraje donde hoy se encuentra la ciudad de Ypacaraí, en los días en que aquel antiguo pueblo, por el nombre de la antigua estación del ferrocarril, era conocido como Tacuaral, tuvieron lugar muchos hechos cuya memoria aún se conserva entre sus pobladores. Estos hechos memorables son la materia de las Crónicas de la Vieja Tacuaral.

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Voy a contarles un misterioso caso que sucedió en la vieja Tacuaral.

Nos damos cuenta ahora, al volver a recordarlo, de que aquello fue lo peor que nos ha sucedido nunca.

Sucedió cuando aún estábamos cursando los primeros grados en la Escuela Número 82 República de Honduras. No sabríamos decir de dónde llegaron, pero tuvo consecuencias mortales en varios casos. Años después, Yito Morales, un amigo también envuelto en estos negros acontecimientos, dio con la definición perfecta:

–Entonces, en pleno día, se hizo de noche.

El zumbido, que era enloquecedor, se nos metía hasta en la médula de los huesos. Teníamos que taparnos los oídos con las manos para no enloquecer, y todos los alumnos comenzamos a llorar de pánico. Algunos incluso cuentan que hubo unos cuantos compañeritos que ese día vomitaron gusanos, lombrices y tornillos, aunque eso no nos consta. Nuestras pobres maestras no sabían qué hacer, excepto murmurar oraciones. Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar por sí solas, poniendo un toque mortuorio al paisaje, que de por sí ya era siniestro.

Apenas al cabo de un rato, todas las calles quedaron completamente desiertas, como si de pronto Tacuaral se hubiera convertido en un pueblo fantasma.

Y, como todo el mundo se vio obligado a encerrarse en sus habitaciones, se sabe poco acerca de lo que ocurrió afuera ese día.

No se sabe con precisión ni siquiera hoy cuáles pudieron ser los motivos de aquel inexplicable hecho, tristemente memorable, pero sí se especuló mucho y se dijeron muchas cosas al respecto, intentando encontrar una explicación.

Muchos afirmaron que se trataba de una maldición, proferida por un arribeño despechado, del que se decía que tenía ciertos poderes diabólicos, debido a que no había podido conquistar el corazón de una muchacha de la localidad por las buenas, de modo que había decidido utilizar esos poderes para vengarse de todo el pueblo.

Algunos otros apuntaron que lo sucedido fue una de las siete plagas bíblicas, la misma que Dios hizo caer sobre el faraón egipcio para liberar al pueblo judío y dejarlo partir con Moisés por el desierto.

También se comentó que podía haber sido un fenómeno extraterrestre, porque en aquellos días se notaban movimientos de objetos raros en el cielo.

Lo cierto es que ni siquiera la inundación que cíclicamente sumergía a Tacuaral bajo las aguas de los raudales, arrastrando cuanto podía, se podría comparar con esta catástrofe. Ni tampoco la tormenta que en 1953 hizo descarrilarse al tren «Inter», dejando un macabro saldo de más de trescientos muertos y heridos.

Aquello produjo más miedo que el Luisón, que, comparado con lo que vivimos en Tacuaral ese día, resulta un simpático peluche. Incluso superó en horror al legendario monstruo que desde hacía muchas generaciones asomaba cada cierto tiempo su prehistórica fisonomía entre las aguas del lago de la cantera, camino a Pirayú.

Lo sucedido aquel día terrible tuvo mayor impacto que el revólver vengativo del malevo Príncipe Chaparro. Fue letal en mayor escala, incluso, que las ráfagas de disparos que se cruzaban desde aquellos cantones con metralletas y fusiles instalados en las esquinas durante las sangrientas revoluciones de 1922 y 1947, cuando, desde los techos de las casas de dos pisos, los francotiradores hacían de las suyas, liquidando a cuanta gente se movía. Causó más daño y sembró más caos que los novillos salvajes cuando se escapan de los troperos para tomar por asalto los barrios y el centro.

Hasta los ahogados del lago Ypacaraí se refugiaron en el fondo del barro por temor, al igual que los muertos del cementerio, que aseguraron sus lápidas. Varios eucaliptos de la plaza se cayeron bajo el peso de las mismas. Se rezaron rosarios y se ensayaron sortilegios de toda laya para escapar del mortal peligro, pero nada dio resultado.

Estuvieron ahí, siete días con sus noches, al acecho, sin explicación humana posible.

Y, tal como habían llegado, se fueron.

Se fueron en masa, sacudiendo hasta las raíces de las plantas, para el profundo alivio de toda la población de Tacuaral, que, despacio, cautelosamente, salió de sus refugios, para encontrar afuera solo un tendal de cadáveres. Los cuerpos inertes de los desprevenidos que no habían logrado huir a tiempo.

Este es un episodio de la memoria reciente de la vieja Tacuaral del cual muchos no hablan nunca, algunos para no pasar por excesivamente fantasiosos; otros porque perdieron en aquella fatídica ocasión a alguno de sus seres queridos, y, por lo tanto, les es lacerante recordarla.

Pero no existen precedentes ni explicaciones hasta hoy de aquella invasión de abejas asesinas en toda la historia de la misteriosa Tacuaral.

jpastoriza.2008@gmail.com

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