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El 4 de mayo de 1954, el Teatro Municipal era un hormiguero de gente que entraba y salía, y Asunción, una gran fogata que se consumía crepitante en sus propias llamas. En el hall del antiguo edificio, el público, engalanado, se movía nervioso esperando el acontecimiento musical del año. Afuera, las calles estaban desoladas; todos se habían encerrado en sus casas, ateridos de miedo por los rumores de inminente levantamiento de militares, lucha armada entre civiles, muerte segura. Entre tanto, los políticos cocinaban en sus cubiles truculentos manjares que devoraban en jaurías. Y Lara Bareiro seguía el ensayo de la Sinfonía Heroica de Beethoven y de las obras de los autores nacionales que incluía el programa.
El padre Sudupe y quien borronea estos recuerdos concurríamos a todos los preparativos. Allí nos encontrábamos con otros incondicionales del maestro, como Aníbal Fadlala, Kurt Lewinson, Isis de B. Echeveste, Mares Lind, crítico de arte del diario La Tribuna, y varios más.
–Carlos es el mejor director que tenemos –decía el paí Sudupe.
El franciscano, siguiendo una antigua tradición de la curia romana, promovía por las ondas de Cháritas las bellas artes, en especial la música. Aunque siempre repetía: «Soy un músico frustrado. No como mi hermano». De la misma orden, su hermano era organista titular de la catedral de San Francisco de Nueva York.
Los jueves, a las 21:00 horas, el padre Sudupe, en su espacio «Una Noche en el Teatro», difundía grabaciones que le enviaban del exterior y conciertos que grabábamos del Ateneo Paraguayo, Amigos del Arte, las academias de canto de Sofía Mendoza y Nadinne de Tumanoff, el conservatorio del maestro Remberto Giménez, las zarzuelas paraguayas de la dupla Moreno González-Frutos Pane, piezas teatrales e interpretaciones de Vicky Alfaro, Susana de Codas y Cayo Sila Godoy, entre otros. En esos años nació en él un extraño fanatismo por los artistas paraguayos que mantuvo hasta que abandonó el país y le acarreó innumerables dolores de cabeza. Se convirtió, sin conocerlos nunca, en apasionado defensor de José Asunción Flores, Herminio Giménez, Epifanio Méndez Fleitas, y también de artistas populares como Eladio Martínez, Emigdio Ayala Báez, que lo hacía reír a carcajadas contándole chistes sobre clérigos, y Albino Quiñonez, los integrantes del célebre Trío Olímpico. Y del joven director de orquesta recién llegado de Río de Janeiro, Carlos Lara Bareiro.
En el historial de la emisora hay hechos que casi nunca mencionan los estudiosos de la lucha por la libertad, o que citan tangencialmente, sin darles ninguna importancia. Durante la larga tiranía, Radio Cháritas fue el único medio que transmitía composiciones de los desterrados, o, como decía «La Voz del Coloradismo», de los «libero-franco-comunistas enemigos de Dios y de la Patria». Discos o cintas grabados en el Río de la Plata o en Moscú, y que, mediante riesgosas maniobras, el tenor Emilio Vaesken, apodado por nuestro director el «Correo Secreto del Zar», tras eludir a la policía del general Duarte Vera y a la del torturador Pastor Coronel, jefe de los temibles «Macheteros de Santaní», entregaba en sus propias manos al paí Sudupe.
El Teatro Municipal estaba esa noche colmado de curiosos, admiradores, amigos y, por qué negarlo, de enemigos acérrimos de Lara Bareiro, que querían verlo fracasar. Entre sus fans figuraban don Fernando Oca del Valle, Isis B. de Echeveste, Roque Centurión Miranda, el doctor Juan Max Boettner, Josefina Plá, Aníbal Fadlala, el crítico de arte de La Tribuna, Enrique M. Lind, Elsa Wiezell, el doctor Alfonso Capurro, el pianista Kurt Lewinson, los creadores de la zarzuela paraguaya, Moreno González y Frutos Pane, e Ignacio Sudupe.
A la hora señalada, el tintineo nervioso del timbre del teatro llamó a silencio a los presentes y las luces fueron apagándose lentamente hasta que la sala quedó sumida en la penumbra y el vocerío infernal se redujo, primero a un susurro, y después a un silencio absoluto.
Todo estaba listo para que comenzara el espectáculo; desde nuestro sitio y con la grabadora Telefunken preparada, escuchamos los pasos apresurados de los músicos que venían a ocupar sus butacas; luego apareció en el escenario el actor Ernesto Báez, maestro de ceremonias del recital. Al culminar su breve alocución, desapareció entre los gruesos cortinados, despedido con un efusivo aplauso.
Segundos después, se abrió en abanico el telón, aparecieron los músicos frente al público y estalló la estruendosa ovación cuando salió a escena el director, Carlos Lara Bareiro.
El maestro era alto, delgado, de pelo negro rizado caído al desgaire sobre los hombros y de frente ancha y abierta como su inteligencia, y llevaba con elegancia un frac negro. Sus ojos despedían fulgores inquisidores, cavidades profundas con un fuego interior en ebullición permanente. Su presencia imponía respeto, y, por qué negarlo, admiración.
Lara Bareiro, en el podio, hizo una leve inclinación de cabeza, irguió el cuerpo, miró a los instrumentistas, les dio unas indicaciones con la mirada y los dedos, lenguaje secreto que solo ellos comprendían, golpeteó, nervioso, tres veces el atril con la batuta, miró a Alfred Kamprad, primer violín de la orquesta, levantó los brazos al aire y los intérpretes atacaron con furia.
Sin embargo, algo ocurrió precisamente a la misma hora. La orquesta paró, y cuando nos disponíamos, acurrucados en nuestras sillas, a deleitarnos con la creación del genio alemán, nos llegaron voces confusas desde las calles que circundaban el teatro. Oíamos órdenes y contraórdenes que no eran las de Lara Bareiro. Y en medio de un caos de novela, el terror se apoderó de nosotros cuando el viejo teatro se llenó de una sinfonía de balas y de un olor azufrado de pólvora que penetraba por las ventanas abiertas de par en par.
Fue una terrible pesadilla de dos o tres minutos, seguida de una pausa sepulcral. Segundos después, Lara Bareiro reinició la ceremonia, igual que la primera vez. Nada había pasado.
Ya no recuerdo cuántos compases llegaron a sonar o cuánto tiempo duraron el temor y el asombro en el rostro del director y de los músicos; solo rescato apresuradamente que, en vez del allegro con brío del primer movimiento de la «Heroica», nuevamente en la sala, y esta vez con mayor intensidad, nos envolvió un tiroteo infernal de fusiles y ametralladoras, mientras los asistentes pedían socorro corriendo alocadamente por los pasillos o hacían cuerpo a tierra para evitar los proyectiles que silbaban, rebotaban en las paredes y el techo y caían como «amandau» sobre el piso de parquet; y recuerdo también la visión de los asientos que los melómanos dejaron vacíos. Adentro, la desbandada; afuera, el asalto, a sangre y fuego, del Cuartel General de Policía por los soldados del Batallón 40, comandados por el funesto coronel Mario B. Ortega. En aquella aciaga jornada de mayo del 54 hirieron de muerte al doctor Roberto L. Petit, jefe de Policía, querido por su don de gente y sus dotes de político en la ciudad de Concepción, en la que estuvo detenido cuando la sangrienta revolución de «los libero-franco-comunistas» del año 47.
Las columnas de hierro del alumbrado público de la esquina del Municipal que utilizaron como parapeto los soldados durante su funesta misión hoy están expuestas, según me contó un amigo que frecuentaba esos sitios, en el Museo de la Memoria del remozado Teatro, testigos mudos de aquella noche de muerte y de música, en la que un crítico anónimo rebautizó a la «Heroica» como la «Sinfonía Inconclusa de Beethoven».