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CONFESIONES EN EL TAXI
«Le cortaron la lengua, no para impedir que hablara de las barbaridades que le habían hecho, sino para que no pudiera volver a cantar nunca más», me había confesado aquel taxista, evocando la trágica vida de su madre, y también la de sus hermanas menores, durante los años más duros de la dictadura paraguaya (entre agosto de 1954 y febrero de 1989). «Fueron violadas y humilladas por toda la soldadesca, empezando por los jefes, que se dedicaban a reclutar mujeres para los jerarcas más altos y para el Quetejedi. Y cuando se cansaron de ellas, las tiraron, convertidas en piltrafas, como perras, en el exilio, por subversivas, y nunca volvieron», me contó, sollozando, el hombre, hundida la cabeza en el volante. Los malvados habían instalado un puesto en su valle, con el nombre de Remonta Veterinaria, para justificar sus tropelías y vejaciones, o, directamente, sus crímenes de lesa humanidad. «¡Le tenían tanto miedo a la canción!», terminó el hombre, atormentado por sus recuerdos. Ella, hermosa, como poseída por un espíritu superior, entonaba de maravilla, sin que nadie le enseñara, «Despertar», de Maneco Galeano, «Viva», de Jorge Garbett y Carlos Noguera, «Pequeño Adrián», de Alberto Rodas. Algunos tableteos armónicos del Nuevo Cancionero. Imperdonable.
MENSAJES EN BOTELLAS
No hace mucho, en ocasión del estreno de una obra teatral que tocaba el tema de los legendarios prostíbulos de la zona marinera de Varadero, Karai José Karê, callado y sabio quinielero, hijo de la famosa negra María Tatá –llamada así por fogosa en la cama de los lenocinios, y por sus ideales–, nos recordó que, aparte de ejercer con nobleza la profesión más vieja del mundo, ella se encargaba de guardar las letras de las composiciones que, en esa época de torturas y persecuciones, figuraban en el temible Libro Jhú, el «cuaderno negro» de las prohibiciones. Y también nos recordó que, como, en la última época de su existencia de erotismo rotundo y compromiso social insobornable, María Tatá ya no confiaba ni en su propia sombra porque los delatores se infiltraban en todas partes, y el mejor confesionario era el quilombo, guardó todas esas letras en botellas que tiró al río para que alguien encontrara alguna vez esos mensajes de esperanza y de lucha.
Aunque, en realidad, ella hubiera preferido ponerlos en una nave espacial y enterrarlos en suelo lunar, para que sobrevivieran, después de que el mundo se hubiera ido al infierno tras la hecatombe nuclear y solo quedasen en la Tierra las hormigas y las cucarachas, los temas del Nuevo Cancionero paraguayo.
BAILANDO CON LA ESPERANZA
Nuestro primer acercamiento al mencionado movimiento ocurrió en una primavera de los años setenta. Estábamos ensayando Doña Rosita la soltera, de Federico García Lorca, con el elenco del TPV, bajo la dirección de Rudy Torga y Antonio Pecci. Éramos adolescentes, parte de un plantel de extras. Nos encontrábamos en el segundo piso del Teatro Municipal «Ignacio A. Pane», bastante tenebroso y lleno de fantasmas que arrastraban los pies en el momento menos esperado y desparramaban las páginas del libreto.
De pronto, como si invadiera el lugar una humareda invisible, escuchamos con una espantosa tristeza, que daba ganas de llorar sin saber exactamente por qué, la pieza «Obrerito», de José Asunción Flores. Subía desde la profundidad de los tiempos, y salimos a los ventanales.
Toda la querida Asunción parecía tener como música de fondo esa obra del creador de la guarania, como si estuviera siendo recorrida en tirabuzón por su melodía, que sugería otro horizonte al final de una noche demasiado larga, aunque a pocas cuadras custodiaran el orden los soldados.
Rudy Torga dio la noticia, nuestras bellas y jóvenes actrices nos llenaron de besos y comenzó el baile, que duró hasta el amanecer, entre petacas de caña, picadas y algunas declaraciones de amor. En Chile, había ganado las elecciones Salvador Allende. Yo comenzaba a entender muchas cosas.
El Nuevo Cancionero, también llamado la canción urbana, de insospechada profundidad y largos brazos, se inició como una protesta social y una posición estética nacidos del amplio afán de que los pueblos comenzaran a pensar por sí mismos, allá por los años sesenta, cuando Cuba acababa de estrenar su revolución. Era aquella una década en ebullición, ideal para que los jóvenes, influidos por los nuevos planteamientos de la crítica social, y por varios ismos, hicieran de la nueva canción latinoamericana una reacción a todas las dictaduras. Un género que comenzó a crepitar como una fogata en el Cono Sur y que se propagó, con cubiertas quemadas y manifestaciones estudiantiles y obreras, por toda Suramérica, atravesando Nicaragua y El Salvador y sin ignorar las tierras de Centroamérica, Puerto Rico y México.
UN LISTADO QUIZÁ PARCIAL
En Venezuela sonaban Alí Primera y Soledad Bravo. En Chile, Inti Illimani, Quilapayún, Violeta Parra y Víctor Jara; en Argentina, Atahualpa Yupanqui, Facundo Cabral, Alberto Cortés, la «Negra» Mercedes Sosa; en Uruguay, Alfredo Zitarrosa, los Olimareños y Daniel Viglietti; en México, Amparo Ochoa y Oscar Chávez. Y en todas partes, la «Nueva Trova» cubana, con Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Vicente Feliú y Noel Nicola, por citar a algunos. Los poetas, guitarra en ristre, a la manera de los juglares medievales, llevaban la canción a los poblados más distantes y perdidos, y todo esto fue fundamental para instaurar algunos de los parámetros de lo que sería aquel Primer Festival de Protesta que, en 1967, auspició la Casa de las Américas.
POR NUESTRAS TIERRAS
Aquí prendió la semilla, sobre todo, en los festivales universitarios. Reunieron a muchos talentosos y osados músicos paraguayos, que desafiaron (no sin bajas y desaparecidos) la dictadura de Alfredo Stroessner con el Nuevo Cancionero, de textos contestatarios «como banderas», en palabras de uno de sus cultores. Aparecían como una provocación en la antigua sala del Centro Cultural Paraguayo Americano, o en el sitio de peñas La Guarida del Matrero, o en el local de la Misión de Amistad, y a veces en esos eventos había más policías disfrazados, o pyragüés, que público normal. Tenemos entendido que más de uno de aquellos salió silbando algún estribillo o convencido de lo podrida que estaba la realidad que vivía.
Como dice uno de los fundadores del movimiento y de sus principales referentes e historiadores, José Antonio Galeano, «se abordaban los eternos temas vinculados a la condición humana desde una perspectiva novedosa y clara e inequívocamente libertaria y, por ello mismo, crítica y subversiva en el más lato sentido el término» («Una aproximación a la música popular paraguaya» en: Acción. Revista paraguaya de reflexión y diálogo, número 204, junio del 2000, pp. 13-16).
Así surgieron nombres clave, como los de Maneco Galeno, Mito Sequera, Carlos Noguera, Jorge Garbett, César Cataldo, Juan Manuel Marcos. Con letras encendidas de Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, José Luis Appleyard, Luis María Martínez, Vicente Marsal, Esteban Cabañas, Rudy Torga. Y música de grupos como Juglares, Sembrador, Vocal Dos, Ñamandú. Y de Arnaldo Llorens, Alberto Rodas, Marcos Brizuela, Marcos Prado, Justy Velázquez, aparte de los compositores antes recordados. Otro momento importante fue la creación del Festival Mandu’arã (1982 - 1986), que se inició como una propuesta musical, con Fernando Robles, Carlos Noguera y Rudy Torga, y después se enriqueció con otras disciplinas artísticas, como las artes plásticas.
MENOS LA DIGNIDAD
Hay una importante discografía, en varios formatos (desde el LP y los casetes hasta los más actuales CD), del Nuevo Cancionero paraguayo. Sin duda, en las botellas enviadas a las aguas profundas del futuro por María Tatá habrá temas emblemáticos como «Canto de esperanza», «Soy de la Chacarita», «La Chuchi», «Poncho de sesenta listas», «El ejecutivo», «José Trombón», «Ceferino Zarza compañero», «Los hombres», «Polcarera de los lobos», «Qué felicidad», «Hazme un sitio a tu lado», «El silencio y la aurora», «Dos trocitos de madera», «San si Juan no que sí», «Para vivir», «Ojavea», «Mundo loco», entre otros. Por entonarlos en los vientos de la historia, como narrábamos al principio del presente artículo, le cercenaron la lengua con pinzas a aquella mujer anónima que seguramente lo habrá perdido todo –quizás hasta la vida–, menos la dignidad.
El compositor encarnaceno Jorge Garbett (7 de noviembre de 1954 - 11 de octubre del 2015) fue uno de los integrantes más reconocidos del Nuevo Cancionero paraguayo, y miembro, desde su fundación, en 1982, hasta 1988, del grupo Sembrador. Licenciado en Educación Musical por la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, fue, además, profesor de armonía del Ateneo Paraguayo y profesor del Taller de Música Popular del Festival Mandu’arã. También condujo programas de radio sobre música y músicos del Paraguay, como –hasta el domingo pasado– Mandu’arã, y compuso música para obras de teatro (La casa de Bernarda Alba, La esperanza S. A., Tartufo, Las criadas, Doña Rosita la soltera, El herrero y la muerte, etcétera). Entre sus canciones más conocidas cabe citar «Ceferino Zarza compañero» (en coautoría con Félix Roberto «Maneco» Galeano), «Soneto para Roberto» (en coautoría con José Antonio Galeano), «Los hombres» (marcha, con textos de Augusto Roa Bastos), y «Qué felicidad» (con letra de Luis María Martínez).
jpastoriza.2008@gmail.com