Nuestros mayores recuerdan que en el pasado próximo, la Semana Santa era un tiempo de recogimiento y profunda vivencia de los mayores acontecimientos de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, incluso con cierta exageración en la austeridad y mortificación.
Todos los años, al filo de la más tierna de las noches, los hombres parecieran olvidar por un momento sus rencores, sus egoísmos y mezquindades, sus pesadillas… y se abrazan y se felicitan y se desean bienaventuranzas a la vista de un Dios envuelto en pañales que al nacer ha dividido en dos partes la historia de la humanidad.
De casi todos los rincones de la patria, como si de repente olvidáramos nuestras prerrogativas o infortunios sociales o nuestras rivalidades y rencillas políticas, sin más compromiso de conciencia que la de querer llegar junto a la Madre milagrosa, nos unimos a la “caravana de los promeseros que asciende la loma de Caacupé”.
Desde que comenzó la campaña proselitista de los intendentables, se libró una sostenida pulseada dentro del espacio de la prensa radial y escrita. Esta práctica tan común y hasta auspiciosa en países de acendrada cultura democrática, a nosotros nos parece aberrante y hasta antiética, dependiendo de nuestra preferencia política.
Con su pico y garras manchadas de sangre, vuelve a revolotear por el cielo de nuestro Parlamento el tenebroso buitre de la ley del aborto. Es que estamos viviendo en una sociedad donde la vida se equipara a la voluntad de un Parlamento o de los falsos profetas de una “libertad” que reclaman como derecho la subordinación de la misma vida. Herodes, rey de Judea, tuvo un poco más de sensatez. Por temor a perder su trono, mandó degollar a todos los niños judíos menores de dos años.
La resurrección de Cristo es una verdad de fe que trasciende fechas y lugar, pero con destinatarios muy específicos: todos los crucificados, clavados sobre el tosco madero por sus propias trasgresiones contra la vida y el grito de una sociedad sedienta de víctimas: ¡Crucifíquenlo!