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Hoy día, con la creciente secularización y la invasión de una corriente de neopaganismo en la vida, la Semana Santa se ha vuelto, para mucha gente, la semana de los “trucos” bien regados con bebidas, a veces con lamentables saldos trágicos. También a nivel popular suelen ser los días del “karu guasu”, con comida típica de la temporada.
A nivel de gente pudiente, se ha tornado la semana del turismo, de las excursiones, principalmente a los lugares atractivos de los países vecinos. Para muchos otros son días vacíos, aburridos, en que de una u otra forma se procura vencer el tedio. El televisor tiene la varita mágica. Y es que el ritmo de la vida moderna nos acostumbra a tener los sentidos despiertos y el alma dormida.
En este contexto, la Semana Santa es un invitación a la reflexión, la oración, la meditación, el encuentro personal consigo mismo y con Dios, para una profunda revisión de nuestra vida, introduciendo en ella las necesarias rectificaciones a la luz de las exigencias de la muerte del Redentor. Más que unos días de búsqueda de algunas celebraciones folclóricas o pintorescas, “karu jegua”, o de sentimentalismo estéril, el cristiano debe asociarse íntimamente a Cristo para revivir con él su Pascua, es decir, su paso de una condición de vida a otra.
Por eso San Pablo nos invita a “hacer morir los miembros que están sobre la tierra: lujuria, impureza, pasión, deseo malo y la sed de lucro, que es una idolatría”. Después de dar muerte y sepultura a nuestra condición de “hombres viejos” hay que revertirse del “hombre nuevo”.
(*) Sacerdote redentorista