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Jesús acepta el homenaje espontáneo de la multitud. Bien sabía que entraba por última vez a la ciudad santa y el amargo cáliz que tenía que beber: la negación de Pedro, la traición de Judas, la flagelación, el escarnio y la burla del pueblo, su crucifixión y muerte, y, al final, su resurrección.
Como en una pantalla gigante se proyectaba delante de él su sangriento Calvario. Antes de entrar a Jerusalén, Jesús se detuvo a la altura del Monte de los Olivos a llorar amargamente: “Y Jesús lloró”. Tal vez el versículo más breve y más expresivo en todo el evangelio. Lloró por la ingratitud de su pueblo que rechazaba la liberación que le ofrecía a cambio de su última gota de sangre. Lloró por esa multitud que cuatro días más tarde gritaría enardecida: “¡Crucifícalo!”.
Un pueblo pobre y sencillo puede ser hábilmente manipulado por dirigentes inescrupulosos. La masa es voluble. Fácilmente va detrás del que le promete pan y circo.
Ciertamente que las lágrimas de Cristo nos salpican a todos nosotros por la cobardía en la práctica de nuestra fe. Cuántas veces también nosotros hemos vitoreado al Señor con palmas en las manos cuando nos salió bien un negocio, cuando recuperamos la salud, cuando encontramos un empleo bien remunerado... No duró mucho tiempo nuestro “Hosana”. Fue muy fácil volver al redil de los cobardes, después de todo Barrabás es más interesante.
Y Cristo sigue llorando por nosotros, porque en más de una ocasión pretendimos ignorar su rostro ensangrentado: ... el que nos mendigó una moneda en los semáforos y le dijimos que vaya a trabajar, a la “cenicienta” de la casa que la esclavizamos con un sueldo de hambre, a la empleada que la despedimos porque es madre soltera... ¿Viva el rey! ¿Crucifícalo!
* Sacerdote redentorista.