La libertad del Sr. Hugo Sosa Palmerola, asesor de negocios de Ara SA de Finanzas, imputado como instigador en el vaciamiento de dicha entidad financiera, donde se presume un perjuicio patrimonial de 14 millones de dólares, pinta de cuerpo entero el funcionamiento de la “justicia de privilegios”, es el esquema de los poderosos, de los que trafican influencias, de los que deciden libertades y condenas en un asado, en un partido so’o. Es aquella justicia despreciable y absurda. Aquella que nos toma por tontos y muestra una realidad que no existe sino para unos pocos.
La Corte Suprema de Justicia (ojalá no me instruya otro sumario por ejercer mi derecho constitucional de libertad de pensamiento y expresión) así como los Poderes Legislativo, Ejecutivo y entes autónomos y autárquicos como el Banco Central del Paraguay, el Ministerio de Hacienda, el IPS, el Banco Nacional de Fomento etc., se manejan con criterios de una informalidad despreciable.
La fragilidad democrática que se visualiza dramáticamente en cada elección donde el dinero malhabido permite que personas con dudosos antecedentes y vínculos directos con el crimen organizado accedan a una banca en el Congreso, nos debe llamar como sociedad a una profunda reflexión.
Una característica ineludible de un Estado de derecho es la institucionalidad. Desde una perspectiva genérica podemos decir que una sociedad o Estado poseen fortaleza institucional en tanto y en cuanto las leyes se aplican y no se advierten distorsiones en las regulaciones y resoluciones dictadas por los organismos que integran el Gobierno.
A partir de esta importante decisión (dejar de manejar dinero y nombramientos) ninguna plenaria de la máxima instancia judicial debe dedicar más del 10% del tiempo a tomar decisiones referentes a la política económica y administrativa del Poder Judicial; la prioridad deben ser las cuestiones institucionales, debe ser devolver a la ciudadanía la credibilidad a través de fallos impecables que hablen de la honestidad, de la probidad y de la seguridad que nos permita concluir que vivimos en un estado de derecho donde la ley se aplica a gobernantes y gobernados.
En un país donde las instituciones no funcionan, los ciudadanos afectados por las injusticias cometidas tanto en el Poder Judicial como en el Ministerio Público buscan canalizar su impotencia y frustración por otros medios (prensa, redes sociales, manifestaciones callejeras, organizaciones de la sociedad civil etc.). La situación planteada no es la ideal, pero no existe otra salida cuando son los propios encargados de brindar soluciones los que se “hacen los desentendidos” y apañan a aquellos operadores de justicia que actúan al margen absoluto de la ley.