Una breve pincelada histórica sobre la rentabilización de las emociones en la Modernidad, a propósito del inminente jueves, Día de San Valentín.
«He escuchado hablar del odio a los ricos; no sé si existe, pero sí me consta que existe el odio a los pobres», escribe Montserrat Álvarez.
Los Sex Pistols se rieron de sí mismos con la Gira del Lucro Indecente en los noventa, pero no es necesario ser punk, sino que basta tener un gramo (qué medida devaluada hic et nunc, ¿no?) de cerebro para saber que, estimulando el consumo mediante la publicidad, el mercado integra, a los valores y la cultura que definen el orden social vigente, todos los discursos y prácticas que, por el motivo que fuere, hayan desafiado, en algún momento, su hegemonía. Esto es elemental. No es sociología: es el abecedario. Lejos están los tiempos de la Dialéctica de la Ilustración, cuando a Adorno y Horkheimer les inquietaba que la industria cultural asimilara toda dimensión crítica; hoy sabemos desde hace mucho que el mercado lo asimila todo. Por eso, el uso mercantil de nuevos lenguajes o temas no supone cambio alguno en un proceso de mercantilización por definición excluyente en lo económico que ha colonizado los valores y la cultura. Como dice David Brooks en Bobos en el paraíso, son los gurús empresariales los que insisten en “romper esquemas”; es Burger King quien dice que “a veces hay que quebrantar las reglas”; es Apple Computer quien “se pierde” por “los locos, los inadaptados, los rebeldes, los revolucionarios”; es Nike quien toma al yonqui Burroughs y el tema Revolution de los Beatles como símbolos corporativos.