Mercado amistoso

Los Sex Pistols se rieron de sí mismos con la Gira del Lucro Indecente en los noventa, pero no es necesario ser punk, sino que basta tener un gramo (qué medida devaluada hic et nunc, ¿no?) de cerebro para saber que, estimulando el consumo mediante la publicidad, el mercado integra, a los valores y la cultura que definen el orden social vigente, todos los discursos y prácticas que, por el motivo que fuere, hayan desafiado, en algún momento, su hegemonía. Esto es elemental. No es sociología: es el abecedario. Lejos están los tiempos de la Dialéctica de la Ilustración, cuando a Adorno y Horkheimer les inquietaba que la industria cultural asimilara toda dimensión crítica; hoy sabemos desde hace mucho que el mercado lo asimila todo. Por eso, el uso mercantil de nuevos lenguajes o temas no supone cambio alguno en un proceso de mercantilización por definición excluyente en lo económico que ha colonizado los valores y la cultura. Como dice David Brooks en Bobos en el paraíso, son los gurús empresariales los que insisten en “romper esquemas”; es Burger King quien dice que “a veces hay que quebrantar las reglas”; es Apple Computer quien “se pierde” por “los locos, los inadaptados, los rebeldes, los revolucionarios”; es Nike quien toma al yonqui Burroughs y el tema Revolution de los Beatles como símbolos corporativos.

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El placer que se oponía a los valores –ahorro, austeridad, trabajo– del puritanismo weberiano en la fase acumulativa del desarrollo económico, en la fase siguiente, basada en el consumo, pasó a ser fomentado y puesto al servicio del interés comercial. Hay que ser un niño de tres años no muy despierto para creer que eso supone algún tipo de cambio real desde algún punto de vista y que la publicidad lo refleja por alguna especie de acuerdo interior o aprobación humana, moral o de otro tipo que no se relacione con su función: la publicidad lo refleja porque su función es vender y porque para vender refleja cuanto pueda ser vendido; es lo que Zygmunt Bauman llama el “marketing infinito”. Es la peculiaridad de la sociedad de consumo, la absorción indiscriminada y la conversión de todo, aun del disenso, en recurso para su propia reproducción incesante.

La publicidad es como el bricolaje del que habla Lévi-Strauss cuando estudia el pensamiento salvaje, solo que, en vez de un universo instrumental cerrado y un conjunto de herramientas y materiales finito, cambia siempre, sin cambiar nada: renueva sus materiales según las tendencias del momento, a fuer de sistema abierto y voraz cuyas reglas de juego son apoderarse de cuanto sirva a sus fines y trabajarlo o reelaborarlo. Por eso Jon Savage dice en England’s Dreaming que el problema para los “que quieren cuestionar la base de nuestra sociedad es: ¿cómo evitas acabar formando parte de aquello contra lo que protestas?”. Por eso Jameson señaló, ya en los noventa, que, con la expansión del capital multinacional, el consumo lo coloniza todo, incluso las ideas, que se reabsorben “en un sistema del que pueden considerarse como parte, al no poder distanciarse de él”.

Sé que esto es palmario, pero a veces, al parecer, lo olvidamos. Así, la inclusión de la diferencia en la publicidad –como en el caso de la campaña de una marca de café por el día de los enamorados que el pasado domingo derritió, con perdón por lo circense de la imagen, los corazones de medio país e hizo brotar las iras de la otra mitad– no representa ningún cambio: por el contrario, reproduce los mecanismos de inclusión y exclusión de siempre; y no representa ni puede representar ningún cambio en nuestra sociedad porque la publicidad sencillamente es el propio orden social, que funciona económicamente segmentando en targets la población para crear estrategias más acotadas y eficaces de consumo, pero que, por supuesto, finalmente resuelve toda segmentación en la indistinta masa de los consumidores que cumplimos unánimemente nuestra homogénea función reproductora de estos mecanismos, ya globales, y del modo de vida a ellos aparejado. Por eso Zizek habló ya cien mil veces de la capacidad del mercado de absorber los antagonismos de toda índole dentro de una cultura de la afirmación diferencial. Por eso, entre otras cosas, Heath y Potter, en Rebelarse vende, repiten lo que se sabe desde hace por lo menos medio siglo, id est, que la contracultura hoy es uno de los pilares del consumismo competitivo. La publicidad utiliza todo; ese trabajo funciona así, por apropiación estratégica de todas las ideas, todos los lenguajes, todas la formas artísticas, todas las preferencias sexuales, todas las modas. No importa lo que hagas: siempre podrá ser convertido en publicidad. Esto ya lo dijo hasta Marcuse en el siglo pasado. En la primera mitad del siglo pasado.

Y por eso el capitalismo es tan amistoso. Porque el capitalismo es muy amistoso: es eco-friendly, es gay-friendly, es friendly universal, con la única salvedad de que haya dinero; nunca veremos productos homeless-friendly; no existe un capitalismo amistoso con los limpiavidrios. Y esta es la cara excluyente y discriminatoria de un modo de vida a primera vista tan amable, esa cara que todos, al parecer, olvidan o ignoran cuando celebran masivamente los supuestos avances o cambios que, por lo visto, creen que la publicidad respalda o que el mercado apoya. Semejante idea es absurda. No hay nada que esperar de la publicidad en ese sentido; no es su función, y no importa, porque solo es un trabajo como muchos otros, nada más. Sus mecanismos de inclusión nunca son justos, porque el mercado excluye, por simple lógica, al que no le es útil; sus cambios nunca son verdaderos cambios, por la misma razón. Son, precisamente, todo lo contrario. No me sorprende, obviamente, lo inclusivo, en términos publicitarios, de esa publicidad de café, ni de la publicidad de muchas otras marcas, ni me alegra, ni me entristece; es solo eso, publicidad, y así funciona. Lo que sí encuentro francamente asombroso es la reacción del público. Y lo que encuentro decepcionante es que haya homosexuales que se sientan orgullosos de verse reflejados por un sistema que sigue siendo tan discriminatorio y tan excluyente como siempre (¡oh, el reconocimiento del mercado! Ser incluidos en campañas publicitarias como target apetecido por el comercio, ¿a qué clase de seres les puede hacer proclamar con orgullo que “las grandes marcas saben de negocios”?) solo porque todo potencial consumidor se vuelve aceptable para el sistema económico vigente y, en consecuencia, como he podido comprobar en estos días, para los valores de la sociedad que lo acompaña, si tiene dinero. Y encuentro triste todo este asunto porque creo que si alguien ha sufrido discriminación (y también si no la ha sufrido, idealmente) por ser pobre o negro o raro o loco o analfabeto o sintierra o de la Chaca o villero o gay o alien o lo que sea, lo que le corresponde es no permitir nunca que se cometa algo tan terrible contra otras personas, repudiar la discriminación contra cualquier otro ser humano, y hasta contra cualquier otro ser vivo, por el motivo que sea, aunque no se trate de “su causa”: saber ver más allá de su ombligo y entender que la causa de cualquiera, aunque a mí no “me afecte” el motivo por el cual sufra o sea discriminado, es mi causa, y hacer de lo que se representó como un estigma su orgullo. Y si no es capaz de tanto, entonces nunca quiso cambiar realmente nada, y lo que en el fondo quiere es que todo siga igual, con todas las inequidades y las injusticias y las exclusiones intactas, pero con un detalle: que se le incluya ahí también; id est, no es más que un conserva, y no es más que un careta, y no aprendió la lección que a otros los hizo grandes, más grandes que sus enemigos.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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