Con actividades en la Estación del Ferrocarril, el Teatro Municipal, el Centro Cultural de España Juan de Salazar y el antiguo barrio asunceno Ricardo Brugada, más conocido como La Chacarita, tuvo lugar esta semana en la capital paraguaya la XI Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo. Uno de los proyectos realizados en La Chacarita es la «Casa Visokolán», a cargo del arquitecto Lukas Fúster, restaurada con materiales donados y con la ayuda de los estudiantes del Taller E de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional y de la Escuela Taller de Asunción. Ese edificio, la casa natal del recordado actor Rubén Visokolán, «Visoka» (y morada otrora, según cierta leyenda, del escritor Narciso R. Colmán, «Rosicrán»), albergó en estos días la exposición «Ciudades invisibles, ciudades imposibles».
Nacida de una paraguaya y un austrohúngaro llegado a Paraguay después de la Primera Guerra Mundial en el distrito de Cambyretã –el «País de la Leche», en guaraní– del departamento de Itapúa, a orillas del río Paraná, en 1925, la reconocida artista plástica María Carlota «Lotte» Schulz falleció el pasado viernes 22 a los noventa años. La siguiente mirada retrospectiva sobre su trayectoria vital y creadora –marcada, pese a su extensión temporal, por el momento de actualización formal de nuestra modernidad artística– la redescubre para nosotros en su preocupación central por los aspectos matéricos y, pese a ello, en la no subordinación de lo sintáctico a lo semántico en su obra, entre otras cosas, y sugiere nuevos sentidos posibles de la impronta que deja en nuestra historia.
Generalmente, se da por sentado que los premios artísticos son beneficiosos por definición. Pero ¿es tan simple el asunto? Sin negar lo plausible de estas iniciativas, ¿desde qué posiciones, y según qué criterios, las instituciones culturales legitiman (o no) la producción simbólica de una sociedad?
En un viaje vertiginoso desde la aparición de los melanesios y de Henry Moore en los apuntes de Livio Abramo hasta el jazz incorporado por Debussy y vuelto en «formato Bártok» al bebop del descendiente de esclavos «aculturados» Charlie Parker, que inspiraría ficciones al «sudaca» Cortázar, las siguientes líneas problematizan muchas de las nociones a partir de las cuales se juzga o se prejuzga la producción iconográfica misionera en nuestro medio, en particular, y la creación artística en general, así como, por ende, la posición desde la cual se evalúan la una y la otra.
Treinta y cuatro años después de la aparición del estudio de Pablo Alborno mencionado en la entrega anterior, Josefina Plá publicó El Barroco Hispano Guaraní, obra de sesgo crítico que influyó notoriamente en los trabajos locales posteriores sobre el arte misionero; al menos en los más difundidos.
Promediado el siglo XVIII, en tiempos de las Guerras Guaraníticas, la ficción literaria de Voltaire llevó a Cándido –personaje principal de su novela homónima, quien recorría el mundo tras su amada Cunegunda– a una reducción jesuítica del Paraguay también (¿algo?) ficcionada, dado que allí, bajo una glorieta ornada «de una muy bonita columnata de mármol verde… estaba servido en vajilla de oro un excelente almuerzo; mientras comían granos de maíz los Paraguayeses [sic] en escudillas de palo y en campo raso al calor del sol».
Después de las hipótesis arrojadas el domingo pasado en la primera entrega, esta parte final enfoca las funciones sociales y las relaciones de poder entre los distintos actores del juego del arte.
Si hasta los ochenta, e incluso los noventa, el actor principal en la película del arte aún era el artista, hoy el curador ha cobrado una notoriedad que lo hace atractivo, necesario, odioso. Con osados y divertidos paralelos entre ciertos mecanismos culturales y económicos, este artículo (en su primera parte, la «entrega» de hoy) ensaya con ingenio posibles respuestas al porqué