El giro guaranítico

En un viaje vertiginoso desde la aparición de los melanesios y de Henry Moore en los apuntes de Livio Abramo hasta el jazz incorporado por Debussy y vuelto en «formato Bártok» al bebop del descendiente de esclavos «aculturados» Charlie Parker, que inspiraría ficciones al «sudaca» Cortázar, las siguientes líneas problematizan muchas de las nociones a partir de las cuales se juzga o se prejuzga la producción iconográfica misionera en nuestro medio, en particular, y la creación artística en general, así como, por ende, la posición desde la cual se evalúan la una y la otra.

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«Y si una máscara (africana) pudo influenciar a un artista como Picasso, y la escultura de los “salvajes” de la Melanesia influenció de manera decisiva el arte de Henry Moore –y los ejemplos serían muchos–, entonces ¿por qué excluir de esa maravillosa facultad humana solamente al indígena del Paraguay?». Estas y otras reflexiones sobre el estatuto artístico de las expresiones visuales de culturas «primitivas» y «carentes de tradición visual» (así la guaraní, obviamente, inserta en el proyecto reduccional colonial) fueron formuladas por Livio Abramo en diversos apuntes, algunos vinculados con el catálogo de la muestra de arte misionero «La Fe y la Flor», que organizó en 1977, dos años después de la publicación de El Barroco Hispano Guaraní, obra de Josefina Plá que comentamos en la entrega anterior.

COMPROMISO

El interés de Abramo por la preservación y difusión del patrimonio artístico local no se inició con esa muestra: desde fines de los cincuenta, antes de radicarse en nuestro país, se vinculó (y, más que eso, se comprometió) con diversas expresiones culturales de Paraguay. Además de colaborar en la inclusión de las Misiones jesuíticas en el catálogo patrimonial de la Unesco –y descontada la síntesis local/universal que propuso su obra plástica–, Abramo contribuyó a la valoración y preservación de nuestro patrimonio como director del Sector de Artes de la Misión Cultural Brasileña (hoy Centro de Estudios Brasileños). Ante el raudo deterioro patrimonial a fines de los cincuenta e inicios de los sesenta, inició acciones institucionales como el curso de restauración que en 1964 impartió en Asunción Edson Motta o la creación, en 1966, de la primera institución estatal específicamente dedicada a la preservación patrimonial, el Departamento del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional.

La exposición «Arte de las Antiguas Misiones Religiosas del Paraguay», que, en colaboración con Ramiro Domínguez, Saturnino de Britto y otros, Abramo presentó en la VI Bienal de São Paulo, de 1961, dio a conocer por primera vez en un foro de esas características el acervo misionero local y tuvo una entusiasta acogida de parte de críticos como Gómez Machado, Pedrosa, Langui, Sweeny y Stanislawsky, que difundieron internacionalmente los valores artísticos de un patrimonio hasta entonces desconocido fuera de nuestro país (o aun en él, salvo en círculos relativamente restringidos).

REFERENCIAS Y DIFERENCIAS

Aquella exposición de 1977, «La Fe y la Flor», podría tenerse como referencial en el tema, por su escala y por proponer un primer intento local de clasificación de la imaginería misionera.

(Según habíamos señalado en la entrega anterior, Plá había identificado ciertos rasgos formales de la imaginería misionera, pero consideró problemática una clasificación.)

En esa muestra, Abramo, colateralmente, contrastó los juicios entonces vigentes sobre el arte misionero (los contenidos en El Barroco Hispano Guaraní, sobre todo), contrastación que resultó la primera y poco menos que la única en casi cuatro décadas, dado que cabría identificar una cuasigenealogía cristalizada en la línea interpretativa de Plá. En esta podrían inscribirse diversos ensayos de Ticio Escobar, que empiezan a ser producidos aproximadamente pasada una década de la aparición de El Barroco Hispano Guaraní. Este crítico, si bien, por razones obvias, tomó puntual distancia de Plá en cuanto a la «incapacidad» del indígena (y, de hecho, contribuyó significativamente en varias publicaciones al estudio de las expresiones visuales de los pueblos originarios), adscribió en lo fundamental a las tesis de la citada autora.

Abramo, sin embargo, evaluó ciertas tesis de la obra de Plá a la luz de su conocimiento directo de la producción misionera, luego de dos décadas de trabajo de campo, y de un razonamiento evidente en apariencia, pero de implicancias en absoluto evidentes dados los parámetros valorativos entonces vigentes: «Todas las imágenes realizadas por los indígenas –anotó– llevan una marca indiscutible de dualidad estilística. No existe una sola escultura religiosa misionera (excluyendo las traídas de Europa o las realizadas por los religiosos europeos) que no muestre esa mezcla de “maneras” o de estilos […], la indígena y el estilo barroco». Por otra parte: «[Podría decirse que] el artista indígena no consiguió así jamás “imitar” el estilo barroco, [y por] esa imposibilidad […] fue considerado como falto de capacidad creadora original. Ahora bien, si el [indígena] tenía la habilidad de imitar perfectamente cualquier cosa –en la opinión unánime de aquel tiempo–, ¿por qué entonces jamás fue capaz de “imitar” el estilo barroco? Probablemente por una inconsciente actitud interior, un sentimiento íntimo (psicológico) de resistencia a la intrusión [sic] de una forma que no era la suya […] Debía traer “algo” en su fuero íntimo, digamos: una visión determinada de [la] forma tan fuertemente solidificada ya en su subconsciente que no le fue posible substituirla por otra […] y por tanto su propio concepto de forma se mezcla siempre con el “modelo” que él tenía que copiar, y la obra [resultante] no es, casi siempre, ni legítimamente barroca, ni legítimamente indígena […] Nos parece que [esto puede solucionar] esa contradicción aparentemente insoluble y que solamente puede ser explicada por medio de un razonamiento dialectico: habilidad + imposibilidad [por los motivos expuestos] resultará, concretamente, en una síntesis de los dos elementos». Esa síntesis ocurre «justamente con el artesano/artista indígena cuando tiene que “conciliar” su habilidad manual con su imposibilidad (“incapacidad”, de acuerdo a los “colonialistas”) de “sentir” el estilo barroco. […] Los dos factores se funden, mejor, se mezclan en una forma nueva –síntesis– que en términos plástico-artísticos asume la forma de piezas escultóricas en las cuales son evidentes (en proporciones no iguales) tanto la visión de forma del indígena –volúmenes densos, macizos, severidad como elementos predominantes– cuanto las […] imágenes religiosas impuestas por la fe dominante».

En base a esas inferencias, Abramo propuso –de modo «tentativo»– en el catálogo de «La Fe y la Flor» categorías taxonómicas definidas por la mayor o menor presencia en las obras de rasgos formales indígenas o barrocos; reunió piezas (cuando era posible, registrando su lugar de origen y época) por sus semejanzas formales en cuatro grupos: I) «Barroco-misionero»: en ellas «la participación directa o indirecta del padre-maestro fue preponderante y la colaboración del indio quedó sometida a aquella dirección, no excluyendo(se) totalmente el aporte indígena»; II) «Barroco-guaraní»: en ellas «el estilo barroco es todavía respetado como “tradición” adquirida, pero alterado en sus características esenciales (relieve alto y bajo, pasión, suntuosidad, movimiento, etc.), operándose el sincretismo barroco-indio y dando nacimiento a una nueva forma»; III) «Misionero-guaraní»: en ellas «sobreviven algunos rasgos de la tradición estilística barroca, pero ya “adaptada” al concepto de forma del indígena». Finalmente, incluyó en un grupo IV la imaginería religiosa popular, «que aparentemente ha olvidado toda tradición formal barroca pero que, indudablemente, deriva en sus conceptos genéricos formales» de ella: podemos clasificarla, dice Abramo, «como “barroca-popular”, fusionando así la veta creadora del artesano popular, sea indio o no, con la ineludible y única gran tradición artística que existió y todavía permanece en las iglesias e imágenes religiosas existentes en el país: la barroca».

Con estas y otras reflexiones contenidas en el texto del catálogo (no menos que con las implicancias taxonómico-iconográficas del criterio de organización del material de la muestra), Abramo trazó –de manera más o menos explícita– otras vías interpretativas para el arte misionero. No se trató –como en El Barroco Hispano Guaraní– de explicar los rasgos formales de la producción reduccional en términos de aculturación derivada de factores convergentes (como el carácter heterónomo, «conservador» y «regresivo» del proyecto visual jesuítico o la «ausencia de tradición visual» del indígena o su «incapacidad creativa»). Por el contrario, se la valoró positivamente y se señaló en sus rasgos formales (distintivos, por lo demás) su carácter sincrético emergente –precisamente– de la fusión de la tradición visual indígena (verificable en las obras) y el componente barroco incorporado en el proceso reduccional.

Complementariamente, se propuso la continuidad –en muchos aspectos– de esa tradición en la santería popular, expresión entonces (y hoy) significativa en el universo cultural local: «La sensibilidad del indio […] despojó [a la tradición barroca] de su grandilocuencia y sensualidad e hizo aparecer “su” forma, enteriza, dura si se quiere, pero al fin y al cabo siempre una forma nueva y valedera. Para la sensibilidad del indio, en efecto, la forma que salía de sus manos, maciza, pesada, más allá del barroco, estaba tan impregnada de fe y significado cuanto las más legítimas creaciones de arte barrocas, justamente por el contenido espiritual que dominaba enteramente sus creaciones en el ámbito de las Misiones religiosas» (catálogo, cit.)

AUSENCIA DE CONTRASTACIONES

Según se mencionó, no fueron usuales las contrastaciones de puntos de vista sobre este tema; al menos, no las institucionales/explícitas. Una de las pocas legibles, por la variedad de posiciones nítidas –y han pasado ya más de tres décadas de eso– se dio en ocasión de la citada muestra de 1977.

Excede el alcance de estas notas explicar esta circunstancia: nos limitamos a señalar –a modo de muy preliminar redondeo– que denota (en opinión nuestra) un estado presente de la reflexión no poco ambiguo, en tanto que ni cabría caracterizarlo como resultante de un proceso dialéctico de contrastación de hipótesis interpretativas ni como una sedimentación que sugiera la convivencia pluralista de diversas construcciones de sentido (dado que en la práctica se verifican visibilizaciones –e invisibilizaciones– muchas veces a expensas de criterios históricos o iconográficos consistentes).

Para constatar lo señalado –y yendo a un caso reciente– puede citarse la publicación local de Imágenes Guaraní-Jesuíticas, Paraguay, Argentina, Brasil, del académico de la UBA y director del Instituto de Teoría e Historia «Julio E. Payró» Bodizar Darko Sustersic (CAV, 2010; se publicó poco después en Buenos Aires con el menos circunspecto título de Arte Jesuítico Guaraní y sus estilos, Buenos Aires, EFFL/UBA; Sustersic publicó también Templos Jesuítico-Guaraníes, Buenos Aires, EFFL/UBA, 2004).

Siendo quizá la más sistemática y completa investigación sobre el tema misionero aquí difundida desde finales de los setenta, y pese a haber revisado no poco radicalmente muchos de los criterios sobre el arte misionero vigentes en nuestro medio (los más difundidos), tanto de carácter general (la naturaleza del proyecto artístico misionero, los márgenes de libertad creativa del indígena en él, las posibilidades de mestizaje, etc.) como específicamente formales (estilos, fases, escuelas, posibles criterios taxonómicos aplicables a la imaginería misionera, autoralidad, datación, etc.), tuvo un «retorno» local –entendemos– algo laxo y aun ambiguo –por decirlo así–, considerando las tesis contenidas en esta investigación.

Así, puesto como ejemplo el tema del mestizaje, vinculado a la libertad expresiva del indígena –por cierto, una cuestión de importancia capital en tanto posibilitante (o no) de una síntesis cultural–, Sustersic examinó críticamente el punto vista de Ticio Escobar, que antes señalara: «[…] de nuevo nos encontramos con la posibilidad de que sólo el hecho cultural mestizo –al suponer respuestas originales– pueda alcanzar un estatuto artístico. Lo que equivaldría a negar esa categoría artística a toda la vasta obra misionera […] los Jesuitas ni siquiera intentaron promover un arte genuinamente misionero y se opusieron a la posibilidad de que el indígena desarrollara cualquier impulso creativo» (Escobar, Ticio, Una interpretación de las artes visuales en el Paraguay, I, apud Sustersic, Arte Jesuítico-Guaraní y sus estilos, cit., p. 428, entre paréntesis anexos).

A eso, Sustersic objetó la imposibilidad de desarrollo del impulso creativo del indígena en las misiones asumida como argumento «por diversos autores cuya concepción del “arte por el arte” se basa en planteos teóricos muy compartidos en la actualidad»: de aplicarse dichos criterios restrictivos, «quedarían fuera de esta categoría todo el arte funerario egipcio y toda la escultura y arquitectura griegas, que tenían finalidades religiosas [así como] todas las producciones de la época románica y gótica [y] las del Renacimiento [y el] Barroco. Podríamos seguir enumerando ejemplos –concluyó Susteric– que permitirían no solo desechar este argumento sino convertirlo en una razón más para confirmar y apoyar el valor artístico del arte pensado y confeccionado con fines de evangelización ya que es justamente el Arte la base de su eficacia y las creencias religiosas, las fuentes de su inspiración» (Arte…, cit., p. 429).

Paralelamente, en el prólogo mismo de dicha obra de Sustersic, Escobar rectifica en parte sus juicios de 1984 y otros posteriores y similares: «Creo con dicho autor que existe, sin dudas, un arte específico de las misiones del Paraguay, definido por rasgos formales marcadamente originales, reveladores de mundos propios y creadores de un régimen estético particular [… pero] considero que la diferencia es que Sustersic cree que ese arte se afirmó gracias a los misioneros y yo creo que lo hizo a pesar de ellos». Estas diferencias de interpretación, continúa Escobar, «ayudan a enriquecer las perspectivas acerca de un tema complejo que en ningún caso puede ser reducido a lecturas maniqueístas o simplificaciones binarias» (p. 24).

No obstante, cuatro años más tarde, en su texto curatorial de la exposición «Las Misiones Jesuíticas. El Giro Barroco» (CAV, 2014) –parte de cuyo guion resultó, precisamente, de la investigación «del historiador Darko Sustersic […] la más completa en este tema»–, Escobar reincide: «El desafío tradicional de la transculturación (sintetizar los opuestos dominante/dominado) resultaba difícil, pues los términos se encontraban trabados en la extrema diferencia que los enfrentaba. No resulta por eso conveniente concebir el arte de las misiones jesuíticas como el fruto de una resolución dialéctica, el resultado de una conciliación capaz de subsumir los momentos opuestos. Los diferentes casos de acuerdo y discrepancia; las victorias, capitulaciones o empates se dieron de manera contingente».

(Esa muestra incluyó las mencionadas investigaciones de Sustersic «para considerar un momento específico de la historia del arte en el Paraguay: el marcado por la llegada del hermano José Brasanelli a las reducciones misioneras en 1691, cuando él pretende aportar un programa claro que ayude a definir y consolidar la práctica de los talleres jesuíticos»).

LAS PALABRAS, LOS GIROS Y LOS SOBREGIROS

Con las disculpas del caso por la –necesaria– extensión de las citas, y en resumen, tendríamos entonces que:

1. La naturaleza del proyecto misionero no dio lugar a una síntesis cultural, dado que «los Jesuitas […] se opusieron a la posibilidad de que el indígena desarrollara cualquier impulso creativo» (1984-2010)

2. Existió una síntesis cultural –si bien «a pesar de los misioneros»– porque en Misiones hubo un arte con «especificidad», «rasgos formales originales» y un «régimen estético particular» (agregaríamos nosotros: ya que misión = indígenas + sacerdotes; y no se produjo allí –por separado– ni solo el barroco –de los misioneros– ni solo la visualidad sintética neolítica –de los indígenas–) (2010-2014).

3. No existió una síntesis cultural, ya que no puede considerarse el arte misionero jesuítico «como el fruto de una resolución dialéctica». Y al no haber existido esta, no se verificó el proceso dialéctico: de la tesis (visualidad de los misioneros) y la antítesis (visualidad de los indígenas) no resultó en Misiones una síntesis, un arte misionero «específico» de «rasgos formales originales», «régimen estético particular», etc.

Que cuestiones relativas a lo simbólico no quepa reducirlas a lecturas maniqueas o simplificaciones binarias resulta inobjetable. Pero también creemos necesario preguntar: ¿implica eso que no hay cuestiones centrales que necesiten ser mínimamente dirimidas para construir un piso conceptual relativamente operativo que –justamente– ayude a enriquecer las perspectivas y a avanzar en el debate?

LIBERTAD Y CREACIÓN: ¿SENDEROS QUE SE BIFURCAN?

Al respecto –y como cierre de estos sumarios apuntes– cabría una digresión (¿o no tanto?) sobre un proceso histórico-cultural distinto (¿o no tanto?). En la Gazette de Virginia en 1767 (¿fecha sugestiva?), un anuncio «publicitario» poco edificante ponía a la venta «un valioso y bello Joven Negro de cerca de 18 o 20 años de edad que toca la trompeta [y] trae consigo dos juegos de ropas nuevas y su trompeta, que el comprador podrá llevar junto con el muchacho» (Muggiati, Roberto, O Jazz, San Pablo, Brasiliense, 1983, p. 18).

Sin embargo, es probable que por entonces aquel esclavo (violentamente inserto en el asimétrico régimen –esclavista– de aculturación refractario al arte en tanto «manifestación espontánea de condiciones propias») ya hubiera compuesto algún que otro Cake Walk, cuya síncopa heredó el Ragtime. Y también el Jazz, que Debussy incorporó a alguna de sus composiciones «libres» y occidentales. Libertad musical (occidental y europea) que, inversamente y en «formato Bártok», un descendiente de aquellos esclavos «aculturados», Charlie Parker, agregó a su versión bebop del Jazz. Versión que, a su vez, entusiasmó a un escritor «sudaka» (¿culturalmente «mestizo»?), Cortázar, cuyo cuento «El Perseguidor» se inspiró en Parker… Entonces –glosando (inversamente) al protagonista del relato de Cortázar y (directamente) el espíritu de otro cuento de su cuasi mentor Borges–: ¿cabría inferir que aquel y otros procesos culturales similares «ya sucedieron mañana»?

(*)Crítico

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