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La pregunta podría estar mal formulada o carecer de respuesta (de hecho, nunca tendría una concluyente), o aun valdría verla como irrelevante. Pero también podría generar otras preguntas y eso quizás no resulte tan aburrido.
CUENTOS CHINOS
Empecemos entonces por los dos primeros tercios adjetivos de la misma (atractivos, necesarios) e imaginemos una maquila que produce jeans para una importante marca internacional, no importa si eso sucede en un barco-factoría fluctuante en el mar de China o en un tinglado encallado en Pedro Juan Caballero.
En ambas «naves globales» (barco y tinglado), y salvando discrepancias regionales relativamente tolerables a los fines de una estimación preliminar, se fabrican prendas de entre 7 y 15 US$ (costo), por las que el consumidor final de Nueva York (o de Berlín) podría pagar entre US$ 200 y 600. Y hablamos de los de gama alta, porque los hay de gama altísima que, «personalizados» con piedras preciosas, pueden dispararse a US$ 250.000 y más.
Esto podrá parecer esnobismo (o tilinguería) del consumidor o codicia del maquilero o del propio sistema en general (y algo de eso también habría), pero la situación no es culpa de nadie. El propio sentido común nos sugiere que, existiendo costos básicos relativamente bajos y globalmente homogenizados (dicen que incluso los bienes manufacturados tienden cada vez más a comportarse como commodities), un producto deberá incorporar componentes aparentemente «externos» a fin de diferenciarse (como la incorporación de piedras preciosas a la prenda). Así, una marca A (de altísimo target) tendrá casi «obligatoriamente» que incorporar como modelos para su publicidad a las no menos preciosas y cotizadísimas Charlize Theron o a la Bundchen, en tanto que otra marca B (de target más sencillito) podrá perfectamente contratar para su campaña a alguna de las yiyis que el video de Calé dejó sin empleo.
La cuestión remite entonces a una sobreoferta estructural. La economía de escala abarató los costos al aumentar el volumen de producción, al punto que –reiterando– para que un producto encuentre un nicho rentable en un mercado saturado, no corren los US$ 7 a 15 del costo de producción (del mar de China o de Pedro Juan) sino los US$ 200 (base/aprox.) del precio de venta de los jeans de marca en Nueva York (o en Oslo); diferencial este dado por la imprescindible inversión en publicidad arriba comentada, el prestigio de la marca en cuestión, el status del diseñador, etc.
Un caso extremo sería el de las gaseosas: el costo del líquido (del producto en sí, digamos) es casi despreciable en comparación con el del transporte, el envase, la publicidad, etc.; con el costo de posicionamiento/visibilización que finalmente determinará si la gaseosa permanece (o no) exitosamente en el mercado.
ICONOS VIRALES
La sobreproducción (también estructural) de imágenes parece aumentar exponencialmente, dada la proliferación y accesibilidad de los dispositivos de producción, reproducción y difusión de imágenes (cámaras digitales, tabletas, grabadores de video, redes informáticas, teléfonos celulares, etc.)
Omitida (por ahora) la producción de las industrias culturales, lo cierto es que la oferta de bienes simbólicos, aun en los circuitos «eruditos» (y sobre todo en estos, a los fines de estos apuntes), ha alcanzado un volumen casi inconsumible. Y no hay que sufrir de «anorexia icónica» para afirmarlo, bastará asistir a cualquier bienal para constatarlo.
Ante esa sobreproducción, los sobrecostos anexos de visibilización (sean galerísticos, críticos o curatoriales, preferentemente los últimos) representarían un factor de progresivo peso a los efectos del ingreso y permanencia de las obras en el mercado simbólico; casi al punto –en una situación extrema– de coincidir con lo señalado por Gianni Vattimo: «El ser ya no existe. Se difunde».
LA LEY DEL EMBUDO
Retornemos a las gaseosas: el contenido, decíamos, se ha vuelto progresivamente irrelevante en términos relativos a otros componentes del costo del producto. Y no es que la Coca haya dejado de ser Coca (por más que también la haya Zero), sino que su valor (el de cambio, obvio, que el de uso resulta casi equiparable al «0» de su versión Zero, dada la posibilidad de que nos produzca un cáncer); su valor de cambio, decíamos, mismo que en gran medida es identificable a su propio estatuto de existencia, es cada vez menos «intrínseco» (líquido) y cada vez depende más de lo «extrínseco» (visibilización discursiva/publicitaria).
Y retornemos también a la maquila: inversamente, la porción de torta que está en juego para Juan o Xing no pasa por el precio de venta de Nueva York (o de Milán) de US$ 200 a 600, sino por el costo de US$ 7 a 15 de Pedro Juan o del mar de China. ¿La «ley del embudo»? (¿para Calvin Klein lo ancho y para Juan y Xing lo agudo? Aunque tampoco esto sucedería por culpa de alguien).
Curioso giro (neo) platónico mercadotécnico: ¿La esencia del producto se ha (casi) desprendido –por decirlo así– del producto mismo (dado que se ha esfumado el bien duro del arcaico taylor-fordismo de bienes tangibles, en el sentido de la Old Economy, metafóricamente asociables ambos al pensamiento crítico duro)? ¿La tónica actual es la del bien blando, propio de la lógica más laxa y volátil de la New Economy, por lo demás no poco vinculable –también figuradamente, claro? a ciertos sesgos de la praxis curatorial)?
¿Qué hace hoy a los curadores tan atractivos, tan necesarios, tan odiosos? ¿La respuesta estará en el mercado, en la publicidad, en el consumo, en la experiencia estética, en un apocalíptico fin del arte, en…? No te pierdas la segunda parte, con nuevas hipótesis aún más arrojadas, el próximo domingo. (Continuará…)
Arquitecto, crítico de arte y curador