Si algo nos enseñó Sócrates en el ágora es que en filosofía no existe nada incuestionable, que a los adversarios se les responde, no se les «cancela», y que las ideas no se imponen, sino que se demuestran.
Adiós al filósofo vasco Jesús Mosterín (24 de septiembre de 1941- 4 de octubre del 2017), fallecido la semana pasada.
En vez de esa especie de mítico edén democrático de la pequeña polis griega antigua, el ágora ateniense, hoy tenemos la disputa por el poder llamada democracia representativa, y en vez de diálogo y debate, comunicación de masas mediada por los intereses de los sectores en disputa y más orientada, por ende, a convencer que a informar.
Las polémicas bien entendidas son parte de la vida cultural de todas las épocas; también lo son las mal entendidas, y los vicios que las rodean y estorban su buen desarrollo. El lector dirá a cuál de estas dos categorías corresponde lo que sigue. Advertencia: Siga bajo su propio riesgo; la hoja no se hace responsable de bostezos, aullidos ni plagueos; si la necedad de esta página lo abruma, quémela viva.
Dejando por ahora de lado el incómodo hecho de que los grandes premios suelen generar argumentos de autoridad, efecto muy fastidioso en el caso de la ciencia, por principio –y por el necesario imperio de la lógica en el pensamiento deductivo– contraria a todas las formas del «Magister dixit», hay un detalle interesante en los Nobel de ciencia de esta semana: la aparición de las Matemáticas, a través de la Topología, en el caso del Nobel de Física.
Sherlock Holmes está inspirado en una persona de carne y hueso, que, como su método, eminentemente científico –razonar, formular hipótesis, verificarlas–, perteneció originalmente, en la vida real, al campo clínico.