La ciencia, el amianto y los humanes

Adiós al filósofo vasco Jesús Mosterín (24 de septiembre de 1941- 4 de octubre del 2017), fallecido la semana pasada.

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La semana pasada nos dejó Jesús Mosterín, de quien cabe decir muchas cosas y de quien hoy, por razones de tiempo y espacio, no podremos decir tantas, pero diremos algunas en atención a que él mismo dejó escrito que el «mayor favor que se le puede hacer a un autor consiste en discutir sus tesis y argumentos» (1) y en la creencia de que, profesor como fue casi toda su vida, hubiera apreciado conservar la capacidad de seguir enseñando tanto con sus aciertos –encomiables, sin duda– como con los desaciertos que, a fuer de ser humano, o de «humán», como él decía, no podía dejar de cometer.

Mosterín fue uno de esos –numerosos– señores que se dicen enemigos del fundamentalismo pero en realidad lo defienden con un fundamentalismo cientificista cuyo absolutismo de los métodos empíricos es de una naïveté que solo puede seducir –y seduce– a las masas. Que utilizan el pretérito imperfecto para hablar de cuanto quieren creer superado por muy vivo que esté, como si se refiriesen a profesiones de fe extintas. Que confunden el materialismo metodológico de la ciencia con el materialismo metafísico. Que no entienden que lo racional es reconocer los límites de la razón y que lo científico es reconocer los límites de la ciencia. Que, tal como el cura de mi barrio cree que la única vía a la certeza es la revelación, creen que la única vía para conocer el mundo es la ciencia –o, mejor dicho, su propia versión, acrítica y simplista, de la ciencia–. Que no se entienden con sus iguales en fundamentalismo porque si para el cura Pablo de Tarso es un santo –San Pablo– que tuvo una teofanía por gracia de Dios, para el cientificista estaba esquizofrénico y tuvo una alucinación por gracia de la dopamina, de modo que cientificista y cura habitan sendos sistemas perfectamente cerrados y no ven que ni el discurso religioso ni el científico pueden dar, ni tienen por qué dar, cuenta de todo (aberración metodológica que ningún científico serio defiende, obviamente, lo que no supone desmedro de la ciencia bien entendida). Que, pese a su reducción simplista y simplificadora de la complejidad a una supuesta verdad que descalifica cuanto queda fuera de ella, reducción que es lo más irracional y lo menos científico que existe, son tenidos por el gran público como representantes de la ciencia, ciencia a la que en verdad traicionan. Que, en su rechazo de la complejidad de lo real, de los límites de la capacidad cognoscitiva humana y del pluralismo metodológico, son lo más retrógrado y obsoleto del panorama académico contemporáneo. Que desconocen que para cualquier filósofo realmente digno de tal nombre el avance del conocimiento supone, y siempre ha supuesto, un correlativo avance de la ignorancia, y no lo contrario.

Hay en Youtube un video memorable grabado en el 2010 la noche en la cual el «polígrafo autodidacto» peruano Marco Aurelio Denegri tuvo a Mosterín como invitado en su programa de televisión La función de la palabra (2).

Les recomiendo que lo vean. Denegri empieza intentando conversar con Mosterín sobre las armas como posible origen oscuro de los procesos de hominización, pero la respuesta de su invitado es una sarta de obviedades de tal calibre que Denegri intenta rescatarlo pescando al vuelo la mención de Hiroshima y Nagasaki. Solo para obtener, lamentablemente, por respuesta que «esas bombas evitaron muchas más muertes de las que causaron», crasa afirmación tras la cual Mosterín prosigue con niñerías del nivel de «si me tienen que cortar los brazos, prefiero que sea uno y no los dos» (y de ahí pasa a los dedos, que si mejor tres que cuatro, y cuatro que cinco, etcétera) para concluir, eureka, que lo cuantitativo forma parte de «la esencia de la ciencia».

A tan profundos conceptos les sigue otra intentona de Denegri de conseguir hablar desde enfoques menos simples mencionando la idea de Konrad Lorenz de que del mazo a la lanza, de la lanza al revólver, del revólver a la bomba atómica hay una trayectoria de desinhibición, y Mosterín responde con un «eso no es cierto» (¡toma ya, Lorenz!) tan suelto de huesos que hace esperar una réplica a la altura de la idea de Lorenz traída a colación, pero en vez de eso, por desgracia, lo que dice Mosterín es simplemente: «en los últimos cien años los cuchillos han matado más que las bombas atómicas». Y emprende otro recital de estadísticas sin ideas.

Indesmayable, Denegri vuelve a tratar de poner en la mesa algo intelectualmente más sustancioso insinuando hipótesis de metamorfosis culturales y antropológicas, pero, con alucinante sonrisita de superioridad –en extraño contraste con la elegante modestia de Denegri–, Mosterín lanza un dictatorial sermoncete acerca de que «las especulaciones están bien, pero lo racional es atenerse a los hechos y lo demás son meras intuiciones», y, ¡ay!, lo impide.

Seguimos. Risitas y sonrisitas petulantes del invitado, imperturbable, digna seriedad del anfitrión. Inquirido, recurso de emergencia, por el sentido de la vida, por si cabe hablar de la vida en términos teleológicos, da Mosterín por hecho su superioridad a tal punto que cree oportuno definir la palabra usada por el interlocutor en su propia pregunta y, siempre con su sonrisita soberana, empieza, doctoral: «El término vida significa en castellano…». Desistí de seguir, minuto 22, el resto de la entrevista.

Pero al despedir a una figura tan influyente como Mosterín subrayemos también lo saludable, a veces, de aquel «buen juicio» suyo que hace provechosas muchas de sus ideas, las de un autor sensible a su entorno y su tiempo, más allá de los acuerdos y desacuerdos, ojalá siempre fecundos, que quepa tener con ellas. Desde el último tercio del siglo pasado, Mosterín se consolidó como un divulgador atento a los giros de la investigación científica y a las preocupaciones de su época. Dedicó a la lógica obras meritorias, como Teoría axiomática de conjuntos (1971) o Un cálculo deductivo para la lógica de segundo orden (1979); su interés por la filosofía de la ciencia, que cimentó su fama y vertebró su trayectoria, dio a luz otras, como el Diccionario de lógica y filosofía de la ciencia (con Roberto Torretti, 2002); interesado en los temas más diversos, hizo más de una propuesta sensata; citemos como muestra un pasaje sobre su empleo del término humanes:

«La literatura española y francesa sobre el sufragio universal se prestan a veces a confusión por la ambigüedad con que usan las palabras “hombre” y “homme” […] La declaración de los derechos de “l’homme et du citoyen” (del hombre y del ciudadano), promulgada por la Asamblea Nacional francesa el 26 de agosto de 1789, se refiere unas veces al ser humano en general, al humán, y otras (las más) al ser humano macho, al hombre, con exclusión de la mujer; pero en ambos casos emplea el mismo sustantivo “homme” […] La mayor parte de las lenguas del mundo […] distinguen los dos conceptos, el de humán y el de hombre, pero el francés y el español no lo hacen, lo cual es un defecto, que aquí hemos subsanado echando mano del morfema castellano human-, que aparece en palabras como humano, humanidad, humanizar y humanamente, y convirtiéndolo en el sustantivo humán, que rima con orangután. La forma plural de “el humán” es “los humanes”, según la regla habitual. En español actual, “hombre” casi siempre se refiere al humán macho, al varón (término que ha caído en desuso, pues “hombre” ha ocupado su campo semántico)» (3).

Mosterín hizo aportes interesantes al conocimiento de la historia de la filosofía, tema en el que supo ser con frecuencia ameno. No, claro, exento de flaquezas –valga recordar, por dar aquí al menos un ejemplo, su tomo sobre Aristóteles (4), que leí cuando adolescente y que, si bien introduce ágilmente a la vida y la época del peripatético, cae en afirmaciones tan simplistas como la de que este reducía todos los enunciados al esquema «S es P» y, por ende, no conocía los relacionales, algo insostenible tras las investigaciones de Bochenski (5), por citar un solo autor, y pese a que ignora las inferencias no-silogísticas con las que Aristóteles anticipa a los estoicos, por no mencionar que escribe cosas como, textualmente: «La intuición intelectual nos suministra los axiomas; la ciencia demostrativa, los teoremas. Juntas constituyen la totalidad de la ciencia teórica, identificada así con la sabiduría» (6), algo estupefaciente dado el cuidado del Estagirita en apuntar que, si la sabiduría abarca el intelecto y la ciencia, no se reduce a la suma de estos, y que posee caracteres de intuición, concepto fundamental para admitir los principios indemostrables de la lógica, según expone, sabido es, en su Metafísica, en el libro IV… Bueno, menciono solo estos entre otros puntos similares que, en fin, comprendo que no es esta la mejor ocasión para enumerar en detalle–.

Mosterín es apreciado, además, por su loable intento de fundar científicamente una moral contraria al maltrato de los animales y una relación responsable con la biosfera, afán que ha dado obras como ¡Vivan los animales! (1998) o El triunfo de la compasión (2014). Dado, empero, que sus argumentaciones en ese terreno fueron un tanto endebles y, sobre todo, dado lo incoherente, en conjunto, de su postura –condenó la tauromaquia y defendió la ganadería–, para guardar una grata memoria suya preferimos recordar cómo, cuando joven, se embarcó –y la hermosa foto que ilustra estas líneas es de aquellos días solares– con el naturalista y documentalista burgalés Félix Rodríguez de la Fuente (Poza de la Sal, 1928 - Shaktoolik, Alaska, 1980) en la emocionante y bella aventura de extender, primero en España y luego en el resto del mundo, el aprecio por la naturaleza en general y por los animales salvajes en particular, una aventura que nos ha dejado la estupenda enciclopedia Fauna, publicada por vez primera en 1974 (7).

El pasado miércoles 4 de octubre falleció en Barcelona este filósofo bilbaíno, del cual cabe decir aún algunas otras cosas buenas. Una, y no la menos valiosa, es que en sus libros se distinguió por su esfuerzo de claridad expositiva, por su evidente deseo de ser entendido, un rasgo que marca su escritura, que orientó en buena cuenta sus proyectos y que presta hoy al conjunto de su vida y su obra una retrospectiva coherencia. Lo mató un mesotelioma, uno de los tipos de cáncer causados por el amianto, mineral cuya toxicidad fue demostrada ya en las décadas de 1950 y 1960 pero cuyo uso empezó a ser regulado mucho más tarde –para una enorme cantidad de personas, como el mismo Mosterín, de hecho, demasiado tarde– y aún no está regulado en todo el mundo –no lo está, por ejemplo, en Paraguay, entre otros países, y probablemente no lo estará mientras siga siendo rentable para la industria y mientras esta sociedad siga guiada por manejos sesgados de la información y a merced de una ciencia vinculada en gran medida a poderes venales e intereses económicos tan concretos como siniestros–, que cada año mata a miles de víctimas del modelo de progreso que él siempre defendió. Descanse en paz.

Notas

(1) Jesús Mosterín: «Respuesta a mis críticos», en: Limbo, nº 9, 1999, pp. 69-85.

(2) Marco Aurelio Denegri y Jesús Mosterín en La función de la palabra, abril del 2010. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=iD7_RnpWOJY

(3) Jesús Mosterín: La naturaleza humana, Madrid, Espasa Calpe, 2006, pp. 259-260.

(4) Jesús Mosterín, Historia de la filosofía, vol. 4: Aristóteles, Madrid, Alianza Editorial, 1984, 424 pp.

(5) Joseph Bochenski: Historia de la lógica formal, Madrid, Gredos, 1976, 592 pp.

(6) Mosterín, op. cit., p. 285.

(7) Félix Rodríguez de la Fuente: Enciclopedia Salvat de la Fauna (director editorial: Jesús Mosterín), Pamplona, Salvat, 1974, 12 volúmenes.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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