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Mis clases eran divertidas, sí, porque hacía hasta lo imposible por ver felices a mis alumnos de jardín: les dejaba pintar con crayolas, leíamos fantásticos cuentos infantiles, les enseñaba a contar y deletrear con unas ingeniosas dinámicas e íbamos al arenero en las horas de recreo. De todos los niños, solo uno permanecía callado e indiferente a lo que ocurría a su alrededor. En varias ocasiones, intenté conversar con él, pero mis esfuerzos fueron inútiles, pues sus respuestas eran unos simples monosílabos.
Una vez, cuando la encargada de Jaime fue a buscarlo a la escuela, le comenté los problemas que tenía con su hijo, pero ella solo asintió con la cabeza y prácticamente arrastró al niño hasta la salida. Llegué a creer que se sintió ofendida y cambió al pequeño de institución, pues él no apareció durante una semana en la escuela.
Harta de ver a Jaime en tan malas condiciones, decidí ir hasta su casa y hablar seriamente con sus padres. Mediante los documentos de inscripción, averigüé la dirección y me dirigí hasta el lugar. Ver la fachada de la casa me llenó de pena; las paredes estaban descoloridas y la maleza se trepaba por los oxidados hierros del portón. Antes de que empezara a golpear con las manos, una señora se acercó a mí y me dijo: Usted parece una muy buena persona. Ojalá pueda ayudar a Jaime; a los vecinos se nos para el corazón cada vez que escuchamos que lo golpean e insultan de una manera muy cruel.
A pesar del impacto que tuvieron en mí las palabras de la mujer, seguí con la conversación y pude enterarme de varias cosas. La madre de Jaime había viajado a España, por lo que él quedó al cuidado de su tío y su esposa. Estos, en lugar de protegerlo, lo maltrataban y gastaban el dinero que enviaba la mamá en bebidas y juegos.
El caso parecía muy complicado, pero era necesario salvar al pobre niño de su sufrimiento. Así que empecé a moverme, hablé con abogados y personas que me aconsejaron acerca de lo que debería hacer. El primer paso fue tratar de conseguir el teléfono de la mamá de Jaime; aunque no fue fácil, lo logré. Ella no sabía nada y creía que su hijo era feliz, pues confiaba ciegamente en la bondad de su hermano.
La mamá de Jaime, Sonia, me suplicó que manejara la situación hasta que ella regresara de su viaje. Me dijo que iba a arreglar las cosas allá para quedarse de manera definitiva en nuestro país, pues todo lo que hacía era por el bien de su hijo y estar alejada de él ya no tenía sentido en ese momento.
Durante ese mes no alerté a los tíos del niño acerca de lo que iba a ocurrir, pero hice de todo por demostrarles que estaba atenta y podía ser una piedra en sus zapatos si es que veía algo extraño en Jaime. Finalmente, Sonia llegó y lo primero que hizo fue solicitar mi apoyo para empezar el proceso en contra de sus parientes. Con lágrimas en los ojos, me comentó lo triste que se sintió al ver la desdicha de su hijo y el deplorable estado en que se encontraba la casa, a pesar del dinero que había enviado para los arreglos.
Después de un tiempo, las aguas se aclararon; los tíos de Jaime fueron a la cárcel tras comprobarse la manera tan terrible en que trataban al niño. Con mucho cariño y atención, Sonia fue curando las heridas que su hijo tenía en el alma y, de a poco, ambos aprendieron a ser felices.
Mi mayor recompensa la obtuve el día en que Jaime se acercó hasta mi escritorio en el aula, me dio un fuerte abrazo y me dejó ver por primera vez su sonrisa, una sonrisa gigante de dientes blancos que demostraban felicidad pura y verdadera.
Por Viviana Cáceres (19 años)