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Rossana Villar, de 32 años, llegó hasta el hospital de mayor complejidad del país para buscar un aliento. Necesitaba de profesionales que la ayudaran a dar a luz a su hijo, pero el ser paciente del hospital no le garantizó un lugar el día que más necesitó.
Cualquier mujer en el lecho de su alumbramiento necesita la contención de las personas que se suponen se prepararon para servir. De profesionales mínimamente capacitados que entiendan de reglas básicas del proceso de parto.
Pero Rossana tuvo la mala suerte de ser pobre. De que su poder adquisitivo se limitara a aspirar el servicio de un hospital público. Un espacio que, cuando se proponen, los profesionales te pueden hacer sentir la peor miseria humana.
Donde la respuesta de una directora sea: “pero este es un hospital público no podés comparar con el privado” ¿Pero qué se andan creyendo los funcionarios públicos? Que al ser público, no estamos pagando nada. Tienen un concepto equivocado de lo que es público y lo que cuesta al Estado mantener un servicio público.
Quizás los recursos sean limitados por la mala administración, por la falta o el recorte del presupuesto, pero cuesta mucho dinero sostener un centro asistencial dependiente del Estado. Y los enfermeros, médicos y administrativos son empleados, y al parecer creen que al trabajar y ser asalariado del Estado están trabajando en un boliche.
Decía un conocido médico que trabaja en el sector público y también privado. “Si eso ocurriese en un sanatorio privado, al rato todo el plantel estaba en minutos en la calle”, y esto confirma que el sistema es muy permisivo.
Hay una necesidad apremiante de que haya más control sobre el servicio que prestan los funcionarios públicos en un hospital, para que la atención ya no sea miserable.