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Ana Raquel Soto es una odontóloga venezolana y desde hace 10 meses lleva sobre sus hombros el calvario de ver a su esposo, el teniente coronel Víctor Soto, tras las rejas, diariamente torturado física y psicológicamente. ¿Su pecado? “Instigar a la rebelión y traición a la patria”.
Bueno, eso es lo que dice el gobierno, pero en realidad, el esposo de Ana Raquel está preso por negarse a darse por vencido, por atreverse a enfrentar con coraje a un gobierno ilegítimo que está matando de hambre y enfermedades al pueblo venezolano.
Tras una tenaz lucha, la mujer logró que su esposo fuera llevado a los tribunales, buscando al menos un atisbo de justicia en un país donde esa palabra parece haberse borrado del diccionario.
Allí, aprovechando que sacaron a Víctor del encierro en el que estaba, lo pudo volver a ver por primera vez, y fue ahí que toda la fortaleza que había empujado a luchar sin cansancio por la libertad de su esposo comenzó a flaquear.
A Ana le costó mantenerse en pie cuando vio los signos de tortura sistemática en todo el cuerpo de Víctor. Heridas cortantes, hematomas, tabiques rotos, todas evidencias de una crueldad sin límites que divertía a los verdugos de la cárcel de Ramo Verde, que descargaban su furia contra los que se atrevieron a cuestionar al tirano.
Y como si ya no fuera suficientemente angustiante ir cada día a la penitenciaría a intentar infructuosamente ver a su esposo, Ana también tiene otra lucha, menor quizá, pero necesaria para seguir con fuerzas.
Ana, como cada venezolano, también tiene que comer. Y esta odontóloga profesional que estudió para asegurarse una vida digna hoy no cuenta con los alimentos más básicos, y ni hablar de los medicamentos.
No puede evitar llorar de impotencia cuando cuenta que ha considerado abandonar el país, pues el desespero no le da tregua ni le deja otra opción. Pero Víctor está preso y, mientras él esté encerrado, ella debe sostener la cuerda desde afuera, con las pocas fuerzas que le quedan.
Una problemática más es el cerco comunicacional en el que se sienten atrapados. En Venezuela, nadie puede quejarse a través de un medio de prensa, porque los únicos micrófonos que existen son los que hacen loas al poder. Está prohibido no adorar al Gran Hermano. Está prohibido pensar.
Ana siempre fue de la filosofía de que “los trapos sucios se lavan en casa”. Es por eso que, dice, le hubiera gustado que su país pudiera solucionar sus conflictos sin tener que molestar a los vecinos.
“Desde un punto de vista geopolítico nos estamos convirtiendo en un problema para nuestros países hermanos”, lamenta Ana Raquel, antes de enfatizar que la segunda asunción de Nicolás Maduro es “ilegítima”.
Una de las aristas más sensibles para Ana, como mujer, es ver a sus compatriotas embarazadas ir corriendo a parir a Colombia para que no se les mueran sus bebés, porque en Venezuela no hay medicamentos necesarios para asegurar el desarrollo pulmonar de un recién nacido, ni la vida de la madre.
En medio de este infierno en la Tierra, la fe aún sale a flote y esta profesional de la sonrisa saca esperanzas desde donde no las hay, para decirnos que cree firmemente que “Dios no puede abandonarnos, no podemos perder la fe”.
Y si hay algo que alimenta sus esperanzas de que el calvario termine eventualmente es ver cómo se han tirado del barco algunos personajes que antes le besaban los pies a Maduro y han empezado a hablar, a contar cosas “comprometedoras”, han empezado a ir contra sus directrices.
Finalmente, hizo un llamado a la Fuerza Armada Nacional a prestar oídos a este pedido de justicia, una justicia que no desea la violencia ni la muerte, que no pide nada más que “este señor se vaya, porque es un usurpador”.