La pirámide desmontada

Oír hablar en este país de los DD.HH., del principio de la legalidad, del constitucionalismo, de la pirámide de Kelsen y otras extravagancias jurídicas siempre resulta entretenido, porque, en realidad, pocos creen en su practicidad. Suenan elegantes en los documentos, en las declaraciones oficiales y en el blablá político cotidiano porque, como el cinturón del pantalón, nadie repara en él, pero cuando no se lo lleva puesto, todo el mundo lo percibe.

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La conocida figura de la pirámide de Kelsen, en nuestro país fue desmontada y reconstruida en forma de polígono irregular, que se delinea con la regla del que manda y funciona como la ley del gallinero. De este modo, se explica que un decreto pueda contra una ley, una ley contra un tratado internacional y un tratado de estos contra la Constitución. 

La primera parte de la nuestra está embutida con expresiones de principios, definiciones, derechos, obligaciones, garantías, etc.; todo eso que técnicamente denominamos normas declarativas. Entre ellas, hay dos citables: una que reza “El derecho a la vida es inherente a la persona humana” y la otra que “La familia es el fundamento de la sociedad”. El Estado, se establece, garantiza la protección de ambas: vida y familia. 

A pesar de la claridad de estos textos, una senadora quiso “reforzar” la Constitución, desconfiando de su solidez, reclamando una declaración de la Cámara de Senadores “por la vida y por la familia”. Ya teníamos un buen cinturón, pero la proponente quería ponerse uno más. Otros legisladores le explicaron que el concepto de familia no es unívoco y que en cada caso es una construcción histórica y cultural, por lo que forzosamente es variable. Otra propuso que, ya que se van a “reforzar” las disposiciones constitucionales con declaraciones senatoriales, había allí una larga lista de otros asuntos que merecían el mismo tratamiento. Pero la senadora proponente ya estaba montada en la mula, y esta ya había echado a andar. 

“Dejemos que un ser superior, que es el que nos creó –manifestó la legis predicadora– transforme nuestro corazón”, dejando en muchas personas la idea de que en la Cámara de Senadores hay opiniones y corazones que de ningún modo podrían estar iluminados por un ser superior. Prueba suficiente de esto fue que la superflua declaración acabara siendo aprobada por mayoría. En todo caso, concordemos en que es posible que algunos políticos reciban ayuda sobrenatural. Hanuman, el dios-mono de los hinduistas, por ejemplo, debe estar influyendo sobre algunos de los nuestros. 

Si lo escrito en la Constitución no posee suficiente fortaleza jurídica; si la pirámide de Kelsen fue desmontada y convertida en un polígono irregular, si lo que se pone en un decreto es más eficaz que lo que se establece en una ley general, si todas las ordenanzas municipales son inútiles frente a situaciones de hecho creadas por grupos organizados de cualquier índole y para cualquier fin, entonces, ¿de qué orden jurídico hablamos? A ver si en la estructura kelseniana queda lugar para encajar una piedra más: las declaraciones legislativas. 

Estas anécdotas hacen pensar en que, en tanto sociedad, vamos encerrándonos bajo domos acústicos –como el que cubrió a la Springfield de los Simpson– donde solo convivimos armónicamente quienes pensamos igual, abrigamos las mismas creencias, compartimos idéntico objetivos y gustamos de los mismos candidatos. Bajo el domo, la gente no se instruye en nada que no sirva para reforzar sus convicciones; no escucha opiniones adversas, no investiga; confrontar ideas le pone nerviosa, no sigue a medios ni a periodistas que no le transmitan los mensajes que desea escuchar; ni a los que lo hagan desde fuera de la cúpula.

Dicho sea de paso: a menudo tengo la impresión de que el predicador religioso es lo que queda del político después de que se le practicó la lobotomía. Es inevitable, por tanto, que cuando alguno de ellos consigue infiltrarse en los foros laicos de la República, uno se alarme.

glaterza@abc.com.py

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