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Por medio de sus redes sociales, el presidente Santiago Peña anunció la promulgación de la ley contra las ONG, conocida como la “Ley Garrote”, que busca perseguir y amedrentar a aquellas organizaciones de la sociedad civil que trabajan en temas contrarios a la agenda estatal o cuyos directores son considerados “enemigos del Gobierno”.
En nada importó al presidente Peña las sendas recomendaciones de expertos en materia constitucional que ya avizoraban las graves violaciones de esta ley a derechos y libertades fundamentales; tampoco importaron las cartas remitidas por la relatora especial de Naciones Unidas sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, la relatora especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión y la relatora especial sobre la situación de los defensores de derechos humanos, quienes manifestaron su preocupación sobre los peligros que implica esta ley para la vigencia de derechos como la libertad de asociación, la privacidad, la libertad de expresión, la libertad de reunión pacífica, entre otros.
Tampoco importó el comunicado de prensa realizado por el relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos quien, al igual que las relatoras de Naciones Unidas, manifestó su preocupación en cuanto a la aprobación de esta ley, diciendo que podría obstaculizar y restringir el funcionamiento de las organizaciones sin fines de lucro en Paraguay. Esta Oficina exhortó a Santiago Peña a considerar las normas y estándares interamericanos de derechos humanos y analizar el veto de la ley.
Mucho menos importó la evaluación de la calificadora de riesgos Fitch Ratings, que mantuvo a Paraguay por debajo del grado de inversión, citando entre los factores que influyeron en esta decisión “un nivel moderado de derechos para la participación en el proceso político... un Estado de derecho débil...”, entre otros. Bajo el eslogan de “transparencia” el Estado ha logrado crear una ley cuyo objetivo no es solo tener el control de derechos antes protegidos por la privacidad, sino servir de garrote político para quien no se adecue al interés coyuntural. En tiempos del dictador Stroessner la política de represión era contra todo aquello que amenace la “seguridad nacional”, la cual quedaba a la discrecionalidad de lo que el dictador consideraba contrario a la misma, en especial, los opositores y disidentes considerados “comunistas”. Hoy, la política de represión por medio de esta ley será aplicada a la sociedad civil que la línea dictatorial del Gobierno no considere “transparente”, dejando a su total discrecionalidad perseguir, amedrentar, sancionar e impedir su participación en la construcción de políticas públicas.
La “Ley Garrote” dispone, entre otras cosas, que las entidades del Estado no podrán “firmar ni ejecutar acuerdos, convenios de empréstitos, donaciones u otros instrumentos jurídicos” con organizaciones que no estén inscritas en el Registro Nacional de Organizaciones sin Fines de Lucro. También señala que las transferencias de recursos, bienes y servicios deberán estar “consignadas en el Presupuesto General de la Nación” y en el de las municipalidades y otros organismos del Estado. Estos requisitos amenazan la autonomía y el financiamiento de las organizaciones defensoras de derechos humanos para silenciar a opositores políticos y críticos del Gobierno.
Por otro lado, la ley introduce procedimientos y trámites adicionales a los ya existentes en leyes vigentes. Estos procedimientos acarrearán cargas administrativas excesivas sobre las organizaciones. En el Registro Nacional de Organizaciones sin Fines de Lucro deberán inscribirse todas las organizaciones incluidas en la ley, así como las extranjeras que operen en el país. También se exige a las organizaciones mantener un registro de los fondos y bienes que reciban o administren, así como de las acciones financiadas y ejecutadas con esos recursos, acompañados de sus correspondientes “comprobantes legales” y demás documentos que respalden el “uso y destino” de los fondos recibidos.
Asimismo, deberán presentar un “informe anual” que detalle los gastos de sus actividades, un balance contable y patrimonial, y una lista de todos los profesionales y entidades, nacionales o extranjeras, que hayan prestado servicios a la organización durante el período correspondiente. La imposición de semejantes requisitos, muy por el contrario de fortalecer la mentada transparencia que pregonan como eslogan, facilitará la obtención de información sobre aspectos financieros y operativos de las organizaciones, poniendo en riesgo la privacidad y seguridad de donantes, beneficiarios e integrantes de estas organizaciones. Entre otras cosas también podemos citar las sanciones por incumplimiento de las obligaciones establecidas en esta ley y su posterior reglamentación, las cuales podrían restringir significativamente la operatividad de las organizaciones, con sanciones desproporcionadas, como inhabilitación para ejercer cargos por hasta cinco años y la suspensión de actividades de la organización por un período de tres a seis meses.
Finalmente, y como si todo esto fuera poco, existe una marcada violación también a las garantías del debido proceso ante la ausencia de un procedimiento legal establecido con anterioridad, recursos adecuados y efectivos y un juez imparcial e independiente que determine las eventuales sanciones.
Un cúmulo perfecto de violaciones constitucionales, y viniendo de Santiago Peña no era de esperar una postura valiente en contra de ellas; no obstante, no deja de causar decepción.