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Los senadores aprobarían mañana un proyecto de ley sobre la función pública y la carrera del servicio civil, cuya versión modificada fue presentada por el Poder Ejecutivo el último 16 de septiembre. El mismo excluye de sus normas a los Poderes Judicial y Legislativo, entre otros varios órganos, lo que significa que quienes allí presten servicios como funcionarios o contratados no se ceñirían por la nueva norma y se regirían por regulaciones especiales aún no concebidas. La iniciativa en cuestión deroga explícitamente la Ley N° 1626/00, de la Función Pública, de modo que el Congreso y las demás entidades, cuyas respectivas competencias regulatorias en materia de función pública son reconocidas en el proyecto, deberán reglamentar –a gusto y paladar, se podría decir– la ley que llegue a promulgarse, según Andrea Picaso, viceministra de Capital Humano y Gestión Institucional del Ministerio de Economía y Finanzas. En su opinión, el Poder Ejecutivo pretende que la futura ley incluya todos los Poderes, a lo que cabe agregar que una reglamentación no debe vulnerar la letra ni el espíritu de una ley.
Es presumible que el actual jefe de Estado no haya consultado con su líder Horacio Cartes, quien en 2016, siendo presidente de la República, vetó una ley relativa solo al personal del Poder Legislativo y que sus seguidores con fueros seguramente tratarán ahora, mediante su propia ley, proseguir con el nepotismo y el clientelismo desaforados imperantes en el Congreso, pese a la vigente Ley de la Función Pública. A tal punto llega este desbarajuste que su titular, Basilio “Bachi” Núñez (ANR, cartista), ya anunció que en 2025 se propondrá una Ley de la Carrera del Personal Legislativo, lo que significaría la peculiaridad de que la eventual Ley de la Función Pública y la Carrera del Servicio Civil no sea reglamentada por un decreto o una resolución, sino por una normativa de igual jerarquía, lo que supondría el inconveniente de qué ley sería aplicable si la reglamentaria se opusiera en algún punto a la principal. No puede descartarse esta posibilidad, pues es de suponer que si el Congreso pretende aprobar su propia ley en materia de personal legislativo es porque piensa seguir abusando de los “nepobabies”, de los “nepoloros”, de los “nepobachis” y otros “nepos” con que han sido bautizados los apadrinados que con cualquier pretexto han sido agregados al presupuesto de ese Poder del Estado, sin que su necesidad quedara justificada claramente.
Por lo demás, existe el serio riesgo de que la falta de uniformidad en las regulaciones del personal público conlleve que se ignore el principio constitucional de igualdad ante las leyes, según el rigor o la generosidad de las autoridades de los diversos órganos reglamentarios.
Nada de lo antedicho supone que una nueva ley sea innecesaria, dado que la teóricamente en vigencia Ley 1626/00 ha sido objeto de numerosas acciones de inconstitucionalidad, una de ellas promovida por la propia Corte Suprema de Justicia contra su art. 1°, razón por la que la misma no rige en el Poder Judicial. Con todo, la cuestión de fondo radica en que la citada es ignorada sistemáticamente en todo el aparato estatal, empezando por las normas sobre los requisitos para los nombramientos y las contrataciones del personal, como la realización de un concurso público de oposición y la existencia de “necesidades temporales de excepcional interés para la comunidad”, respectivamente. Para peor, también se la viola en el propio Congreso, así como la ley que al racionalizar el gasto público prohíbe, entre otras cosas, designar a parientes cercanos de los miembros de órganos colegiados como funcionarios, contratados o personal de confianza, salvo previo concurso público de oposición, casi nunca realizado.
Esta es la cuestión crucial: servirá de poco o nada que se aprueben normativas que rigen la función pública y la carrera civil mientras sean vulneradas sin ningún disimulo, incluso en el propio Palacio donde son sancionadas. Es que en nuestro país, las leyes son meras pantallas que solo apuntan a exhibir una supuesta racionalidad en cuanto a la función pública, mientras se las quebranta impunemente, en beneficio de la clientela y de los familiares. Bien puede afirmarse que se trata de una farsa en la que actúan los Poderes Legislativo y Ejecutivo para tratar de engañar no solo a la opinión pública, sino también a organismos internacionales interesados en la modernización del país.
Tal como se ven las cosas, la tan traída y llevada reforma del Estado es una tomadura de pelo, un engañabobos al que recurren, entre otros, los mismos personajes que instalan como “asesores” en el Palacio Legislativo no solo a su respectiva clientela, sino también a sus propios parientes. Sus contradicciones no les generan ningún problema de conciencia, pues no conocen lo que se llama vergüenza. A este paso, lo que se viene es una “legalización” disimulada, una luz verde para el clientelismo.