El ruidoso silencio de la Corte en el caso Kattya

Con el paso del tiempo nos hemos acostumbrado a escuchar que cuando un caso llega a la Corte Suprema de Justicia, Morfeo acomoda su almohada. Sin embargo, esto no es algo a lo cual debamos acostumbrarnos, ya que aquella justicia que llega a destiempo es la más cruel injusticia, y aquella que nunca llega se convierte en cómplice de una muerte agonizante. Si bien todos los habitantes de la República, según la Constitución Nacional, somos iguales en dignidad y derechos y, por lo tanto, todos sin distinción tenemos derecho de acceder a una justicia pronta y eficaz en igualdad de condiciones, no es menos cierto que la Sala Constitucional tiene en sus manos la decisión de acciones sumamente trascendentales para la democracia, cuya resolución puede no solamente orientar jurídicamente aquellas decisiones que fueron contrarias a derecho sino que, además, puede poner un límite al abuso del poder estatal.

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Con el paso del tiempo nos hemos acostumbrado a escuchar que cuando un caso llega a la Corte Suprema de Justicia, Morfeo acomoda su almohada. Sin embargo, esto no es algo a lo cual debamos acostumbrarnos, ya que aquella justicia que llega a destiempo es la más cruel injusticia, y aquella que nunca llega se convierte en cómplice de una muerte agonizante.

Si bien todos los habitantes de la república, según la Constitución Nacional, somos iguales en dignidad y derechos y, por lo tanto, todos sin distinción tenemos derecho de acceder a una justicia pronta y eficaz en igualdad de condiciones, no es menos cierto que la Sala Constitucional tiene en sus manos la decisión de acciones sumamente trascendentales para la democracia, cuya resolución puede no solamente orientar jurídicamente aquellas decisiones que fueron contrarias a derecho sino que, además, puede poner un límite al abuso del poder estatal.

El 14 de febrero pasado, la exsenadora Kattya González (PEN) perdía su investidura parlamentaria a través de un procedimiento completamente irregular de una mayoría coyuntural que decidió despreciar la voluntad de más de cien mil electores que la habían legitimado. Esta decisión fue recurrida a través de una acción de inconstitucionalidad ante la Corte Suprema de Justicia, que hasta la fecha sigue guardando silencio, y con ello sigue prolongando la agonía de lo incierto, en un caso de connotada trascendencia para nuestra democracia.

Sobre el punto, varios parlamentarios se han expresado diciendo que no acatarían la decisión de la máxima instancia judicial en caso de que falle a favor de la inconstitucionalidad de la pérdida de investidura, pues ello significaría la intromisión de un poder sobre otro. Sin embargo, el acatamiento de las resoluciones judiciales, en especial aquellas que declaran la inconstitucionalidad de una ley o acto administrativo, debe ser celosamente respetado por todos dentro de un Estado de derecho, precisamente porque esa igualdad ante la ley no solo implica gozar de los derechos en igualdad de trato, sino también someternos a ellas en igualdad de condiciones, y esto no debe ser interpretado como una intromisión del Poder Judicial sobre el Legislativo, sino un sometimiento de los legisladores al imperio de la ley.

Lo llamativo del caso es que el hecho que ha motivado la avasallante votación por la pérdida de investidura ha desaparecido. El martillo que decidió la suerte de la exsenadora ha dado su golpe mortal so pretexto de tener como fehacientemente comprobado el uso indebido de influencias por parte de la misma. Sin embargo, meses después el juzgado de la causa admitió la desestimación presentada por el Ministerio Público en el marco de la investigación abierta por este hecho, por lo tanto, aquello que otrora motivó la expulsión de la congresista, es, para la justicia paraguaya, hecho inexistente.

Sin embargo, y pese a que la Fiscalía ha remitido su dictamen donde clara y contundentemente recomienda a la Corte Suprema hacer lugar a la inconstitucionalidad de la pérdida de investidura, hasta la fecha la máxima institución judicial no se ha expedido, y al parecer tampoco tiene el coraje de hacerlo pronto.

Lo más grave de todo es que la mora judicial a la cual nos tiene acostumbrados la Corte Suprema no es ni por asomo consecuencia de la sobrecarga laboral: cinco, diez y hasta 15 años de juicios sin resolverse, de una justicia que no llega, de una decisión que no se conoce y de un ciclo que no se cierra, no constituyen solo una muerte agonizante para aquel que busca justicia, sino que representan el sometimiento total y absoluto a voluntades políticas, que ganan cuando Marte se rinde, cuando Astrea calla y cuando Minerva se arrodilla.

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