Legisladores, indignos y ventajeros

En más de un sentido, los legisladores paraguayos son ciudadanos de primera, pues el común de sus compatriotas está bien lejos de gozar de sus diversas prerrogativas. Se comprende que tengan la inmunidad que impide detenerlos, salvo que sean hallados en flagrante delito que merezca pena de prisión, aunque tiendan a convertirla de hecho en impunidad, mediante el uso indebido de influencias en el Ministerio Público y en la judicatura, y también tienen por costumbre instalar ilegalmente a sus allegados en un cargo público. La cuestión es que sus privilegios van mucho más allá de los fueros. Pero el buen pasar de nuestros legisladores, cuyas decisiones legislativas muchas veces tienden más a beneficiar a sus allegados y a sí mismos, no termina para ellos una vez que se ven obligados a dejar sus bancas. En efecto, se han adjudicado una envidiable jubilación de privilegio, tanto ordinaria como extraordinaria, que vulnera el principio de igualdad ante las leyes.

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En más de un sentido, los legisladores paraguayos son ciudadanos de primera, pues el común de sus compatriotas está bien lejos de gozar de sus diversas prerrogativas. Se comprende que tengan la inmunidad que impide detenerlos, salvo que sean hallados en flagrante delito que merezca pena de prisión, aunque tiendan a convertirla de hecho en impunidad, mediante el uso indebido de influencias en el Ministerio Público y en la judicatura, y también tienen por costumbre instalar ilegalmente a sus allegados en un cargo público. La cuestión es que sus privilegios van mucho más allá de los fueros.

Increíblemente, la Constitución no exige casi nada a un ciudadano que quiera postularse para el Poder Legislativo: solo la nacionalidad paraguaya natural y la edad, haber cumplido 25 años en el caso de los diputados y 35 en el de los senadores. No se les requiere preparación académica alguna ni honorabilidad, lo que explica que aterricen en la legislatura ejemplares que hasta balbucean al leer un escrito, o tengan una cuestionada conducta. Más aún, ninguna norma les obliga a abrir la boca, así que durante al menos cinco años pueden estar callados en sus bancas, limitándose a pulsar un botón para votar, conforme a las órdenes que vienen de arriba. Y con la ventaja de poder ser reelectos una y otra vez. Difieren así de un trabajador del sector privado, que debe demostrar méritos para ocupar e ir ascendiendo en un cargo, y de un funcionario que, al menos en teoría, debe participar en un concurso de oposición.

Y, siguiendo con las ventajas de estos ciudadanos de primera, sus horas de “trabajo” no son excesivas: en vista de que el periodo parlamentario se extiende entre el 1 de marzo y el 21 de diciembre, gozan de más de dos meses de vacaciones. Las dos Cámaras tienen sesiones ordinarias una vez a la semana, a las que pueden agregarse algunas extraordinarias y algunas reuniones de comisiones asesoras para quienes las integran. Como tiempo es lo que les sobra, a más de la atractiva dieta y otros privilegios que reciben, como viajes con buenos viáticos al exterior, los congresistas pueden además ejercer sus respectivas profesiones, hasta litigar como abogados ante los tribunales.

Pero este buen pasar de nuestros legisladores, cuyas decisiones legislativas muchas veces tienden más a beneficiar a sus allegados y a sí mismos, no termina para ellos una vez que se ven obligados a dejar sus bancas. En efecto, se han adjudicado una envidiable jubilación de privilegio, tanto ordinaria como extraordinaria. Pueden acceder a la primera tras quince años de “servicio” y una edad mínima de 55 años, con un haber equivalente al 80% del promedio de sus ingresos en los últimos cinco años; a la segunda, luego de una década y la misma edad mínima, con el 60% de lo cobrado en igual periodo. ¡Qué les parece, amables lectores! Si bien la contribución mensual del afiliado parlamentario es del 22% sobre el monto de la dieta mensual y los gastos de representación, los escasos años de aporte y la baja edad mínima requerida hacen que la jubilación parlamentaria sea mucho más lucrativa que la de los funcionarios de la Administración Central, que deben tener al menos 62 años y aportar durante 20 años, equivaliendo la tasa de sustitución al 47% del promedio salarial de los últimos cinco años. Por supuesto, también es mucho más favorable, en los que a la antigüedad respecta, que la de la Caja de Jubilaciones del Instituto de Previsión Social (IPS), para los trabajadores del sector privado, que exige para el caso normal una edad mínima de 60 años y 25 años de aporte.

Queda así vulnerado el principio de igualdad ante las leyes, precisamente en provecho de quienes tienen la potestad de sancionar las reglas en esta materia. No sorprende que el Fondo de Jubilaciones y Pensiones para los Miembros del Poder Legislativo sea deficitario, hasta el punto de que, como desde 2004, este año volverá a ser subsidiado por el erario, es decir por Juan Pueblo, ahora con 3.500 millones de guaraníes, suma también prevista para 2025, conforme a lo ya aprobado por la Cámara Alta. Es inaceptable que la ciudadanía, aparte de solventar las dietas, los gastos de representación y demás privilegios, también financie la Caja Parlamentaria, insostenible debido a una odiosa jubilación que hace que los aportes de los parlamentarios solo cubran los primeros cuatro años de retiro, de acuerdo a la consultora privada MF Economía e Inversiones.

Con todo cinismo, el senador Basilio “Bachi” Núñez (ANR, cartista), presidente del Congreso, preguntó por qué dicha Caja no estaría quebrada si otras también lo están; la condigna respuesta no sería “mal de muchos, consuelo de tontos”, porque ni él ni sus colegas lo son, al menos en cuanto al uso del dinero público. Lo que en verdad ocurre es que les importa un bledo pasar la cuenta a los contribuyentes, con tal de seguir gozando de las mieles del poder, incluso después de su retiro.

Es preciso reemplazar la Ley N° 6112/18, que rige el Fondo mencionado, por una que impida una sangría constante en perjuicio del bien común y en provecho de unos avivados con fueros, que no sobresalen, en general, por sus dotes morales e intelectuales.

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