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El 23 de febrero, unos 300.000 alumnos iniciarán el año lectivo, que se extiende hasta el 30 de noviembre, muchísimos de ellos sentados en sillas destartaladas y ante pupitres rotos, algunas veces en aulas tan deterioradas que hasta pueden derrumbarse, como ya ha ocurrido varias veces. Por su parte, los 125 legisladores empezarán el periodo ordinario de sesiones el 1 de marzo, que concluye el 20 de diciembre, estrenando 221 sillones distribuidos en las salas de cada una de las Cámaras y en la bicameral: su costo unitario de 5.700.000 guaraníes equivale al de 32 pupitres, de modo que con los 1.266.999.851 guaraníes que serán destinados a la mayor comodidad de los congresistas se podrían haber adquirido más de 7.000 pupitres, a ser utilizados de lunes a viernes durante todo el día. Los senadores y diputados sesionan una vez por semana durante un par de horas y en forma conjunta excepcionalmente, pero los colegas del titular del Congreso, el senador Silvio Ovelar (ANR, cartista), le dicen que su asiento “ya no anda”.
Lo que en verdad “no anda” es que se dilapide con todo descaro en beneficio propio, mientras los alumnos deben sentarse en sillas desvencijadas, en muchos casos tras caminar varios kilómetros para llegar a la escuela. Para atenuar el escándalo, se estudia la idea de subastar los asientos reemplazados: gracias a la “gran sensibilidad” de los legisladores, la suma recaudada se entregaría a escuelas y hospitales, una limosna ofensiva que no podrá borrar el hecho de que, una vez más, los parlamentarios se han burlado de las carencias de la población, incurriendo en un derroche intolerable.
El tibio o insensible ministro de Educación y Ciencias, Luis Ramírez, no sabe si es contradictorio comprar esos sillones en vez de muebles para que los educandos escriban; admite que “es una comparación interesante”, pero llega a la conclusión de que “el Estado no funciona así”. Es cierto: funciona en provecho de los que mandan, pues antes que invertir en la infraestructura y en el equipamiento de centros educativos, prefiere, por ejemplo, malgastar en seguros médicos privados para los legisladores y sus familiares, pese a la prohibición de la Ley que Establece Medidas de Racionalización del Gasto Público, así como en salarios para sus familiares y operadores políticos, violando la misma ley, así como la que regula la función pública. Es que ellos no son como el “común” de los ciudadanos, de acuerdo a las memorables palabras del exdiputado Carlos Portillo. Muchos envían a sus hijos a colegios “top” –como lo reveló el propio titular del Congreso–, donde con toda seguridad no hay sillas ni pupitres rotos ni caen los techos de las aulas.
Si ahora estarán mejor apoltronados, antes quisieron que se ampliara el Palacio Legislativo, porque “ya no da para más”, debido al excesivo número de contratados y funcionarios: el repudio ciudadano hizo que el senador “trato apu’a” Ovelar suspenda la licitación pública convocada para el efecto, así como la compra de la mitad de las cien computadoras de escritorio que iban a ser proveídas al elevado precio de 15.370.000 guaraníes cada una. Esto significa que vale la pena que la opinión pública repudie el despilfarro, allí donde se encuentre, como ya lo viene haciendo. No se puede confiar en absoluto que los legisladores velen por el buen uso del dinero de los contribuyentes, pues el malgasto está incluido en el Presupuesto nacional, aprobado por ellos.
Es necesario seguir de cerca sus pasos y pedirles explicaciones. Es evidente que los valores morales de una mayoría de ellos son frágiles y las leyes les importan muy poco, sobre todo cuando están en juego sus propios intereses y los de sus seguidores. El senador Ovelar señaló que “en público muchas veces hacen exposiciones extraordinarias, que la austeridad, que esto y aquello, pero en privado te dicen otra cosa”. O sea que también son hipócritas.
Ante un Congreso de semejante calidad, la ciudadanía debe demostrar a sus integrantes que sus despropósitos no pasan desapercibidos. Debe manifestarles su repudio, de manera firme y sostenida, dentro de la ley. El escrache público allí donde se los encuentre suele tener excelente efecto, ya que al parecer las leyes no están por alcanzarles, gracias a un Ministerio Público y a una justicia cómplice o pusilánime. El desparpajo con que actúan debe ser sancionado al menos por la opinión pública, para que no crean que ellos son los pastores de un dócil rebaño al que pueden esquilmar impunemente.