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El atropello perpetrado ayer por colorados cartistas y paniaguados opositores se parece dolorosamente a la pesadilla del marzo paraguayo del 2017, bajo el gobierno de Horacio Cartes. En ese entonces, contra viento y marea sepultaron el orden legal para intentar consumar la reelección presidencial. Pero un puñado de opositores y colorados no cartistas, junto con una ciudadanía movilizada, acabaron de un plumazo con las aspiraciones: el asesinato del joven dirigente liberal Rodrigo Quintana por parte de la policía del régimen de entonces fue el desgraciado punto final a lo que es un capítulo negro en la historia de la República del Paraguay. El atropello a la Constitución Nacional parece estar en el ADN del cartismo, y quienes votaron por ellos pensando que esa agenda no reviviría con más fuerza con Santiago Peña se equivocaron descomunalmente. En definitiva, el “vamos a estar mejor” del actual presidente de la República rimaría más con “vamos a violar mejor –o más pronto– la Constitución Nacional”.
Los colorados cartistas y sus apéndices opositores están tan ebrios de poder que solo escuchan retumbar el eco de sus propias voces. Están encerrados en una cápsula de autoritarismo por una mayoría construida aparentemente a base de compras de voluntades y mediocre calidad legislativa, sordos a las voces de la comunidad, ciegos a los reclamos de los sectores y mudos ante los abusos de poder. El único ejercicio que vienen realizando con disciplina es vanagloriarse del copamiento de todos los poderes e instituciones del Estado paraguayo, y en esas circunstancias la historia enseña que se olvida con facilidad que no hay pueblo que resista por mucho tiempo el absolutismo. Los abusos en una democracia casi siempre degeneran en uso de la fuerza; y el abuso de ella termina con caminos rotos, sociedades divididas, fracturadas y crispadas, un aditamento que Santiago Peña no puede darse el lujo de cimentar cuando apenas ha pasado los cien días de gobierno.
Un viejo adagio asegura que quien siembra vientos cosecha tempestades. Esta certeza no podría estar mejor aplicada al manejo torpe que ha hecho el cartismo de un proyecto de ley que merece mejor suerte por ser de interés de todo el pueblo paraguayo. Cualquier iniciativa parlamentaria que sea de interés nacional, con serias repercusiones en una vejez digna y económicamente sustentable para la ciudadanía aportante en distintas cajas jubilatorias –un derecho garantizado por la Constitución– merece la oportunidad de tiempo y espacio para el debate, la consulta y posteriormente el mejor consenso que pueda ser construido. Los legisladores están en la obligación de rebatir todas las sospechas, garantizar certezas y hacer los cambios necesarios a cualquier proyecto de ley que pueda afectar de una u otra manera al futuro del pueblo.
No se puede legislar en nombre de la ciudadanía pero a espaldas de ella. Los senadores y diputados llegaron al Congreso con el juramento de representar con calidad y eficiencia a los ciudadanos. No se puede construir ningún Gobierno a votazos limpios, con la petulancia de quien no necesita consensos ni respaldos porque “manda”, en el sentido más peyorativo que puede atribuirse a la autoridad. El no haber entregado copias del proyecto de ley que estaba siendo incubado solo contribuyó a acentuar las sospechas de que algo maloliente se estaba gestando, tan clandestinamente como lo hicieron hace seis años con la intentona de la reelección presidencial, luego de que Horacio Cartes expresara pública y reiteradamente que la Constitución le prohibía un nuevo mandato.
Las omisiones que han cometido quienes ayer decidieron las cosas a votazo limpio son inaceptables e impresentables. El Gobierno no debatió con los auténticos sectores afectados al proyecto de ley y tampoco se sintió con la obligación de comunicar las decisiones adoptadas. La velocidad que imprimieron a la aprobación del proyecto –que estuvo a punto de consumarse apenas a diez días de haberse presentado– impidió cualquier tipo de análisis serio para una futura ley tan trascendental que alude nada menos que al tema jubilatorio.
Mientras el ministro de Economía, Carlos Fernández Valdovinos, en sus redes sociales aceptaba y anunciaba hacer modificaciones, todo indica que en verdad se gestionaba poco menos que una emboscada: convocaron ayer a una sorpresiva sesión extra detrás de otra para aprobar, cuasi clandestinamente y a espaldas de la gente, un proyecto viciado de sospechas y dudas que arremetería contra leyes vigentes. El sorpresivo bloqueo policial de las adyacencias del Congreso aun antes de la sesión extra repentinamente anunciada solo refuerza la hipótesis de que la intentona fue planeada pero encubierta, subrepticia y furtiva; así de oculta y a escondidas como lo son las tinieblas que alimentan los actos que se oponen a la transparencia y participación públicas.
La feroz represión policial de ayer, brutal e inaceptable desde todo punto de vista para un puñado de manifestantes, solo confirma la improvisación que acompaña a un Gobierno que tiene oficina en el Palacio de López, pero parece gobernar desde otros lugares fácticos. Allí donde se puede ver un patrón de conducta que es vanagloriarse por “mandar” con un grupo de incondicionales cartistas a cuyo servicio parece estar la presidencia del país.
Aquella sonrisa sarcástica que exhibieron el presidente Santiago Peña y su vicepresidente Pedro Alliana hace menos de una semana en la festividad religiosa popular de Caacupé, hoy tiene más sentido. Por lo visto estaba decidido que se haría exactamente lo contrario a lo que se les proponía públicamente desde el púlpito de la festividad mariana y con el aplauso de la feligresía multitudinaria allí presente. La suerte ya estaba echada.
En medio de esta crisis, y hasta bien entrada la tarde de ayer, el presidente Santiago Peña seguía desaparecido. Queda por verse cuál papel será el que escoja en medio de esta crisis que figurará en su historial como mandatario paraguayo: si será mencionado como aquel que auténticamente daba las órdenes… o como el que las obedecía. Está demasiado cercana y dolorosa la experiencia del pasado en el cual tuvimos un presidente en el Palacio… pero otro tenía el poder. Ya todos sabemos el final de aquella historia del otro marzo paraguayo, el de 1999, que trituró la calidad y la representación de nuestra democracia. Es de desear que tan dolorosa experiencia no se repita.