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El crimen organizado ha penetrado la médula de la administración del Estado paraguayo, y si los más escépticos hurreros necesitaban alguna prueba, el magnicidio del fiscal Marcelo Pecci es la sentencia inapelable de que Paraguay perdió el control de las instituciones de seguridad y de Justicia del país; la indubitable certeza de que venimos siendo permeados en forma sostenida y en progresión geométrica constituyen, además, los dichos de ex y actuales autoridades del país: desde el exministro del interior Rafael Filizzola pasando por todos los que estuvieron después hasta llegar al actual ministro del Interior, Enrique Riera.
No es una sensación de inseguridad de la población como muchas autoridades mediocres se han atrevido a justificar ante su inutilidad; tampoco puede atribuirse a las denuncias periodísticas que no reflejan siquiera la totalidad de los casos delictivos. En los últimos años Paraguay se ha consolidado como un enorme pulpo con tentáculos de mafias del crimen organizado, grupos delincuenciales locales y transnacionales. Entre otras cosas, las denuncias internacionales nos señalan como un epicentro de distribución de toneladas de droga “exportadas” a otros países. Y los sucesos de violencia criminal nos exhiben hasta como producto de exportación de películas y series como el día en que la poderosa banda Primer Comando Capital (PCC) tomó por asalto una comunidad entera, Ciudad del Este, y la sometió durante varias horas sin que se moviera un solo músculo de organismos de seguridad del país para acudir en su defensa. A esto se sumaría como agravante el manejo de las penitenciarías, que a esta altura no necesitan más confirmaciones que las existentes de que son, simplemente, moteles de bajo presupuesto para bandas criminales organizadas y enseñoreadas.
Son hechos irrefutables, brutales, contundentes que han ido ocurriendo uno tras otro demostrándonos que los criminales han tomado las riendas y las estructuras de poderes, y que ninguno se salva. En el Poder Ejecutivo el escándalo del exministro de Emergencia Nacional Joaquín Roa, que terminó ligado al operativo “A Ultranza”, todavía sacude colateralmente hasta las contrataciones públicas como una posible arista de lavado de dinero del crimen organizado. En el Poder Legislativo los escándalos de Ulises Quintana, Juan Carlos Ozorio y Erico Galeano –y las menciones que realiza Brasil sobre el diputado Lalo Gomes– azotan sin piedad los cimientos del Parlamento, las investiduras y las complicidades de algunos de sus pares para salvarlos una y otra vez. En el Poder Judicial los escándalos han salpicado inclusive a ministros de la Corte Suprema de Justicia que documentaron, con entrega en propias manos, al ya entonces procesado por la justicia brasileña Darío Messer. Hemos asistido al escándalo de jueces que han liberado a narcos, jueces de Paz que inventaron documentaciones para buscados criminales. El escándalo ha llegado hasta fiscales como la misma hermana del mencionado diputado Lalo Gomes o exfiscales codeándose mano a mano con criminales de grupos organizados, con retribuciones económicas como moneda de cambio para blanquear sus crímenes. Ni hablar de cómo han permeado las estructuras de seguridad como las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional o la Senad, o las oficinas que debieran dar alguna fe pública de funcionamiento del Estado paraguayo.
Estamos infaustamente –y parece ser que irremediablemente– invadidos e infestados por mafias, crimen organizado y criminales de bajas y altísima ralea. Investigaciones internacionales refieren que hay células de mafias criminales brasileñas, bolivianas, colombianas, venezolanas y últimamente hasta la sospecha de la italiana que se entrecruzan y conviven en un paraíso delincuencial donde los gobiernos en general –y actualmente la administración de Santiago Peña en particular– se muestran absolutamente incompetentes y rebasados.
El escándalo Sebastián Marset es la muestra más tangible de una mafia que atraviesa diametralmente con una filosa daga al Estado paraguayo. Tras caer preso en Uruguay junto con el narcopiloto Juan Domingo Viveros Cartes, el uruguayo se estableció a sus anchas en Paraguay. Y aún cuando Uruguay alertó sobre sus supuestas narcoactividades, el operativo SMART –que tuvo a la cabeza al entonces fiscal Lorenzo Lezcano– lo dejó existir, deambular, organizar y hasta huir exitosamente junto a toda su familia. Quien revise aquel expediente y logre encontrar acciones efectivas que haya ordenado el fiscal Lezcano para probar las posibles actividades criminosas de Marset se llevará una sorpresa: son invisibles. Tan invisibles que la fiscala acusadora del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM), Carmela Ramírez, ha pedido recientemente la remoción de Lezcano por su inacción en la investigación de hechos punibles de narcotráfico y lavado de dinero en los que habría incurrido el prófugo.
Si Lezcano hubiera movido algo, las diligencias, hubiera podido evitar que el uruguayo Federico Santoro –uno de los allegados más cercanos de Marset– se siguiera moviendo tan tranquilamente, a tal punto que recibió –en Ciudad del Este– a una comitiva de iraníes que vinieron un fin de semana al Paraguay a buscar cajones de cigarrillos que luego se perdieron en la trazabilidad del avión. En los próximos días, y de acuerdo a la decisión que tome el JEM, se verá qué tan lejos llegan los tentáculos, y no sería de extrañar que Lezcano termine reconfirmado en el cargo y la fiscala Carmela Benítez, que se atrevió a investigar y denunciar, termine destituida.
Es este el Paraguay de aberrantes injusticias en el que nos están obligando a vivir. Uno donde los criminales no solo violentan las instituciones sino que además se jactan de los padrinazgos que los cobijan. Es imposible pensar que todas estas estructuras mafiosas y criminales existan sin la cobertura del poder político y económico; es insostenible que sean otros países los que vivan reportándonos sobre el crimen que nos ahoga… y es ya inaguantable vivir la rutina ciudadana de indefensión e impotencia ante un Estado que cada vez se vuelve más narcocriminal.
El Gobierno cartista que hoy día detenta el poder, que buscó ser electo y que juró que estaríamos mejor, tiene el mandato imperativo legal y la obligación moral de empezar a combatir a estas mafias con toda la fuerza que les da la Constitución Nacional y el amparo de nuestras leyes. Y que caigan quienes caigan, así sean sus correligionarios, padrinos o ahijados: Paraguay ya no aguanta ser paraíso para criminales y pesadilla para sus ciudadanos. ¡Basta!