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El 3 de noviembre, el presidente Santiago Peña dictó un decreto que fija la nueva estructura del Gabinete Civil de la Presidencia de la República, siendo esta la tercera vez en la última década que en el Palacio de López se toma igual medida para reforzar las atribuciones de la Jefatura del órgano auxiliar encargado hoy de “asistir, asesorar y coordinar la gestión” de quien ejerce el Poder Ejecutivo. En efecto, el 24 de febrero de 2014, Horacio Cartes creó todo un Centro de Gobierno para coordinar las acciones ministeriales, bajo la dirección de Juan Carlos López Moreira, secretario general y jefe del Gabinete Civil; el 24 de noviembre de 2020, su reemplazante Juan Ernesto Villamayor actualizó el organigrama institucional de dicha dependencia, dejando sin efecto una resolución dictada dos años antes.
Todo indica así que los sucesivos jefes de Estado no se muestran satisfechos con el funcionamiento del Gabinete Civil, como si todo dependiera de su diseño institucional y nada de la eficiencia de quienes la dirigen. Es asombroso que el reciente decreto disponga, bajo el título “rango y honores”, que los respectivos titulares de las nueve reparticiones, encabezadas por la Secretaría General y la Jefatura del Gabinete Civil, “tienen los honores y las prerrogativas correspondientes a los ministros del Poder Ejecutivo”. El diccionario enseña que la palabra “prerrogativa” significa tanto un privilegio anexo a un cargo, como una facultad importante de un poder estatal o un atributo de excelencia o dignidad. La Constitución solo habla de los ministros del Poder Ejecutivo, agregando que también los miembros de la Corte Suprema de Justicia llevan ese título, efectivamente empleado en el tratamiento que se les dispensa. Pero de un tiempo a esta parte, nuestro país tiene una infinidad de “ministros”, pese a que sus funciones distan mucho de tener tanta importancia como para ser equiparados con los reconocidos como tales por nuestra Carta Magna. Tenemos así que, según el aludido decreto presidencial, entre quienes gozan de los “honores y prerrogativas” de un ministro figuran el coordinador general de la oficina de la Primera Dama de la Nación y el director general de Administración y Finanzas. Parece excesivo que un servidor de la esposa del presidente de la República y un simple burócrata sean equiparados, por ejemplo, a un integrante de la máxima autoridad judicial.
La secretaria general y jefa del Gabinete Civil, Lea Giménez, que fungirá de secretaria del Consejo de Ministros, un órgano de rango constitucional que aún no ha sido reglamentado por una ley, se ocupará de “asesorar, asistir y apoyar en las relaciones de la Presidencia de la República con los organismos, instituciones y reparticiones del Estado”. Esta atribución podría chocar, por ejemplo, con el art. 239 de la Constitución, que encarga al vicepresidente de la República “coordinar las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo”. Resulta que el decreto también le encarga a la poderosa funcionaria “asesorar, asistir y apoyar” a Santiago Peña “en la elaboración de programas, proyectos, planes, actividades del Estado y del Poder Ejecutivo” (sic). En verdad, no estaría bien ningunear a Pedro Alliana ni a la Secretaría Técnica de Planificación del Desarrollo Económico y Social, dependiente de la Presidencia de la República. Como se ve, se crea un amplísimo campo en el que probablemente la tarea de la secretaria general y jefa del Gabinete Civil se superpondrá incluso con la de las oficinas que elaboran lo mismo en todas las entidades públicas.
En cuanto a superposiciones, también vale apuntar que la exministra dotada ahora de amplias potestades podrá firmar “convenios de cooperación con instituciones públicas, organizaciones internacionales, entidades privadas nacionales o internacionales”. O sea que la Presidencia de la República, a través de Lea Giménez, podrá celebrar, por ejemplo, un acuerdo de cooperación, en pie de igualdad, con la Organización Mundial de la Salud, sin que intervenga el Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social, o con la Organización de los Estados Americanos a espaldas de la Cancillería, como si esos ministerios no tuvieran funcionarios para ese fin.
Más aún, la funcionaria “podrá ejercer otras atribuciones que le sean encomendadas por el Presidente de la República o las que los reglamentos establezcan”. Como si esto no fuera suficiente, el decreto dice que “la enumeración de funciones y atribuciones no es taxativa”, de modo que Lea Giménez podrá tener muchas otras más, sin que importen la Constitución ni las leyes. Si esta carta blanca fuera utilizada, podríamos decir que tenemos una “primer ministro” en funciones.
Y lo peor es que, en caso de que desempeñe mal sus funciones, solo podrá ser destituida por el Presidente de la República, y no mediante un juicio político al que están sujetos los ministros de verdad. Estamos entrando en una peligrosa modalidad de acumulación de poderes, que raya en la inconstitucionalidad, como también ocurre con el ministro de Economía y Finanzas, Carlos Fernández Valdovinos. Un camino no recomendable para ningún país.