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El nuevo Gobierno tiene en su agenda un paquete de reformas estructurales de extraordinaria importancia para la marcha y el futuro del país. Algunas no son especialmente polémicas y no revisten mayor dificultad, pero otras son sumamente complicadas desde el punto de vista político, porque afectan en el corto plazo a algunos intereses sectoriales y grupos de presión que tratarán de boicotearlas por todos los medios, por más que en el mediano y largo plazos les beneficien también a ellos. Entre estas últimas hay que mencionar la reestructuración del Estado, que implica la fusión de varios entes, la creación de un órgano de supervisión de jubilaciones y pensiones, la reforma de la Caja Fiscal y la nueva ley de la función pública. Las primeras semanas serán claves para avanzar en estas áreas. Después probablemente ya será tarde.
Los proyectos de ley están elaborados y presentados, ahora le toca al Poder Ejecutivo movilizar su influencia, aprovechar el impulso inicial y su mayoría parlamentaria para conseguir que se aprueben en el Congreso sin pérdida de tiempo. En este momento el Gobierno que se acaba de inaugurar goza de suficiente popularidad y del voto de confianza de las fuerzas políticas y de la ciudadanía en general como para impulsar transformaciones. Pronto esa ventaja se diluirá. La dinámica del ejercicio del poder y el desgaste de la gestión gubernamental le harán perder fuerza más temprano que tarde, incluso dentro de su propio partido.
Para empezar, en muy poco tiempo la atención y el esfuerzo del Gobierno estarán concentrados en el Presupuesto 2024, con los típicos roces que ello genera dentro y fuera de la administración. Buena parte de su capital político lo consumirá en ello, por lo que no debería esperar para promover la aprobación cuanto antes de algunas de las mencionadas reformas, idealmente antes de noviembre.
Tiene a su favor que es un momento propicio desde el punto de vista económico, con buenas perspectivas de crecimiento por las buenas cosechas y el efecto de rebote después de muy malos años por la pandemia y las duras y prolongadas sequías. Ello no solamente suaviza el posible impacto inmediato de las reformas, sino que permite un mejor y más rápido usufructo de sus beneficios. El Gobierno debe aprovechar esta coyuntura y no dejar los cambios para después, porque los ciclos económicos son fluctuantes, llegarán las épocas de vacas flacas y para entonces ya habrá desperdiciado su oportunidad.
Hay también una cuestión de cálculo político y partidario. Dado que estas medidas por lo general impactan en algunos sectores sensibles y tardan en dar los resultados esperados, es importante para los gobernantes enfrentar el costo político al principio para poder recoger los frutos del éxito al final de sus mandatos. Si esperan, ellos pagarán el precio y otros se llevarán los réditos.
Tomando todo lo mencionado en consideración, hay que empezar por lo más difícil. La nueva bancada oficialista se hizo cargo del proyecto de creación de un órgano de supervisión del Instituto de Previsión Social y los otros entes de jubilaciones y pensiones, ahora debe actuar en consecuencia. El espinoso problema de la deficitaria Caja Fiscal no se puede seguir postergando, por lo menos hay que formar la comisión multisectorial que se ha propuesto para abordarlo. El proyecto de ley que establece nuevas normas para contratación, ascenso y carrera civil de los funcionarios públicos no puede seguir cajoneado. Y habrá que enfrentar la batalla que significará la reestructuración y fusión de entes de la Administración Central –solamente el Poder Ejecutivo tiene más de cincuenta secretarías– para evitar superposición de funciones y el despilfarro del dinero de los contribuyentes.
Además, ya han sido remitidos otros proyectos, como el de fortalecimiento de la institucionalidad fiscal, que establece nuevos lineamientos para aprobación y manejo del Presupuesto; el de garantías mobiliarias, que formaliza y dinamiza el uso financiero de bienes muebles, instrumentos de futuro y créditos por cobrar; el de transparencia e inclusión financieras; el de resolución de la insolvencia, que modifica la ley de quiebras, que data del año 1969; el de formalización del empleo; y un nuevo marco regulatorio para las empresas públicas.
Estos y otros cambios profundos son necesarios para romper la inercia. Si se hace más de lo mismo, no se obtendrán resultados diferentes. Un país más organizado, con un Estado mejor estructurado, con medidas que modernicen el funcionamiento institucional y económico, eliminen cuellos de botella, aumenten el potencial de crecimiento y las oportunidades, nos conviene a todos.